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No esperaba que las Aes Sedai agacharan la testuz fácilmente; y no lo hicieron. Sobre las lanzas cayeron bolas de fuego que convirtieron en antorchas las figuras vestidas con cadin’sor, y del cielo despejado cayeron rayos que lanzaron por el aire hombres y tierra. Las Sabias aprendían de lo que veían, sin embargo, o quizá ya sabían cómo hacerlo pero no se habían decidido a hacer uso de esos conocimientos antes; la mayoría encauzaba en contadas ocasiones y sólo cuando nadie excepto otras Sabias las veían, de manera que sólo ellas conocían sus habilidades. Fuera por la razón que fuese, tan pronto como los rayos empezaron a caer sobre las lanzas Shaido, otros hicieron lo mismo sobre las carretas.

No todos alcanzaban el blanco. Tanto las bolas de fuego que surcaban el aire ahora, algunas tan grandes como caballos, como los plateados rayos que se descargaban sobre el suelo cual lanzas del cielo, de vez en cuando se desviaban como si hubiesen golpeado un escudo invisible o estallaban violentamente antes de haber alcanzado su blanco o simplemente se desvanecían, sin más. El estruendo de impactos y golpes retumbaba en el aire, entremezclado con gritos y aullidos. Sevanna alzó la vista al cielo y contempló el espectáculo con regocijo. Era como los fuegos artificiales de los Iluminadores de los que había oído hablar.

De repente el mundo se tornó blanco ante sus ojos, y la mujer tuvo la sensación de estar flotando. Cuando recuperó la vista, se encontró tendida en el suelo a una docena de pasos de donde se hallaba antes; le dolía todo el cuerpo, le costaba trabajo respirar y estaba cubierta con tierra suelta. Tenía el pelo de punta, tan erizado que parecía querer desprenderse de las raíces. Otras Sabias yacían también en el suelo, alrededor de un agujero irregular de un metro de diámetro más o menos; de las ropas de algunas Sabias salían finos hilillos de humo. No todas habían caído —la batalla de fuego y rayos proseguía en el cielo— pero sí demasiadas. Tenía que hacerlas volver a la danza.

Se obligó a respirar y se incorporó torpemente, sin molestarse en sacudirse la tierra de las ropas.

—¡Adelante, lanzas! —gritó.

Aferró a Estalaine por los huesudos hombros y empezó a incorporar a la mujer, pero entonces reparó en la mirada fija de sus azules ojos y comprendió que estaba muerta, de modo que la dejó caer. Levantó a la aturdida Dorailla y a continuación recogió una lanza de un Hijo del Relámpago muerto.

—¡Adelante las lanzas! —gritó mientras agitaba en alto la que empuñaba.

Algunas de las Sabias siguieron su orden al pie de la letra y se precipitaron en medio de la masa de algai’d’siswai. Otras mantuvieron mejor la calma y ayudaron a las que podían incorporarse. El despliegue de fuego y rayos continuó mientras Sevanna recorría la línea de Sabias de un extremo a otro al tiempo que bramaba y sacudía la lanza.

—¡Lanzas, atacad! ¡Adelante las lanzas!

Tenía unas ganas locas de echarse a reír, y lo hizo. Cubierta de tierra de pies a cabeza en medio de una batalla encarnizada, jamás se había sentido tan exultante como en ese momento. Casi deseó haber escogido ser una Doncella Lancera. Casi. Tan imposible era que una Far Dareis Mai se convirtiese en jefa de clan como que un hombre fuera Sabia; el camino de una Doncella hacia el poder era renunciar a la lanza y hacerse Sabia. Como esposa de un jefe de clan, Sevanna ya ejercía poder a una edad en la que una Doncella apenas si había empezado a empuñar la lanza o en la que todo lo más que se confiaba a una aprendiza de Sabia era recoger agua. Y ahora tenía todo el poder en sus manos, como Sabia y como jefa de clan, aunque todavía no era cosa fácil ostentar realmente ese último título. Poco importaban los títulos, siempre y cuando tuviera el poder, pero ¿por qué no poseer los dos?

Un repentino grito hizo que se diera media vuelta, y Sevanna se quedó boquiabierta al ver a un peludo lobo gris desgarrando la garganta de Dosera. Sin pensarlo, hincó la lanza en el costado del animal. Mientras éste se revolvía para partir de un mordisco el astil del arma, otro lobo enorme pasó veloz junto a ella y se arrojó contra la espalda de uno de los algai’d’siswai, y a ése lo siguió otro más, y muchos, que asestaban dentelladas a las figuras vestidas con cadin’sor allí donde mirara.

El miedo supersticioso penetró en ella como una lanza al tiempo que extraía la suya del cuerpo del lobo. Las Aes Sedai habían emplazado a las bestias para que lucharan en su lugar. Sevanna era incapaz de apartar los ojos del lobo que había matado. Las Aes Sedai habían… No. ¡No! Eso no cambiaría nada. Ella no lo permitiría.

Finalmente logró retirar la vista del animal; pero, antes de que tuviese tiempo de pronunciar gritos de ánimo a las Sabias, otra cosa atrajo su mirada y la dejó muda de nuevo: en medio de los algai’d’siswai había aparecido un grupo de jinetes de las tierras húmedas, con yelmos rojos y petos metálicos, que blandían espadas y lanzas largas. ¿De dónde habían salido? No fue consciente de haber planteado la pregunta en voz alta hasta que Rhiale la contestó.

—Intenté decírtelo, Sevanna, pero no quisiste escuchar.

La mujer de cabello rojo como el fuego dirigió una mirada de asco a la lanza ensangrentada que sostenía en la mano; se suponía que una Sabia no tocaba las lanzas. Con un gesto ostentoso, Sevanna la apoyó en el doblez del brazo, del modo que había visto que hacían los jefes.

—Hombres de las tierras húmedas han atacado desde el sur —prosiguió Rhiale—. Y los acompañan siswai’aman. —Pronunció el término con todo el desdén que merecían aquellos que se hacían llamar «las lanzas del Dragón»—. También hay Doncellas. Y… Y hay Sabias.

—¿Combatiendo? —inquirió Sevanna con incredulidad antes de reparar en lo absurdo que resultaba su extrañeza. Si ella podía dejar a un lado costumbres inútiles, sin duda esos ofuscados necios del sur que todavía se llamaban Aiel también podían hacerlo. Sin embargo, no se lo esperaba. A buen seguro Sorilea era la responsable; esa vieja le recordaba a Sevanna un alud desplomándose montaña abajo y arrollando todo a su paso—. Debemos atacarlas de inmediato. No se apoderarán de Rand al’Thor. Ni echarán por tierra nuestra venganza por Desaine —añadió cuando Rhiale abrió los ojos desmesuradamente.

—Son Sabias —adujo la otra mujer en tono inexpresivo.

Sevanna entendió, aunque le resultó más amargo que el acíbar. Sumarse a la danza de las lanzas ya era bastante malo, pero que Sabias lucharan contra Sabias era más de lo que incluso Rhiale aceptaría. Había estado de acuerdo en que Desaine debía morir; ¿de qué otro modo si no habrían conseguido que las demás Sabias, por no mencionar a los algai’d’siswai, accedieran a luchar contra Aes Sedai, cosa que era inevitable para tener en sus manos a Rand al’Thor, y con él a todos los Aiel? Empero, se había llevado a cabo en secreto, rodeada por mujeres de su mismo parecer. Lo que ahora pedía Sevanna habría que hacerlo a la vista de todos. ¡Qué estúpidas, qué cobardes eran todas!

—En tal caso, lucha contra los enemigos que te permitan tus escrúpulos, Rhiale. —Pronunció cada palabra con todo el desprecio que fue capaz, pero Rhiale se limitó a asentir, tras lo cual se ajustó el chal de nuevo, lanzó otra mirada a la lanza apoyada en el brazo de Sevanna y regresó a su sitio en la línea.

Quizás habría un modo de hacer que las otras Sabias tomaran la iniciativa. Lo mejor era atacar por sorpresa, pero cualquier cosa sería preferible a que le arrebataran a Rand al’Thor. Lo que daría por una mujer que encauzara e hiciera lo que le mandaba sin ponerle trabas. Lo que daría por encontrarse en lo alto de un monte, donde podría ver cómo marchaba la batalla.

Manteniendo aprestada la lanza y sin quitar ojo a los lobos —los que tenía a la vista estaban matando hombres y mujeres vestidos con cadin’sor o yacían muertos— se volvió para lanzar gritos de ánimo. Al sur había aumentado el número de bolas de fuego y rayos que caían sobre los Shaido, pero por lo que podía apreciar no influía gran cosa en la contienda. La batalla, con sus explosiones de llamas, tierra y gente, seguía siendo encarnizada.