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—Calma, calma, mujer —dijo Halcón, amable y firme a la vez—. Era una pregunta, nada más. —Con un revuelo de puntos rutilantes, la mujerona le volvió la ancha espalda, y Halcón echó a andar otra vez delante de Arren.

No caminaba a la ventura: iba hacia el hombre que la mujer le había señalado. Sentado en el suelo, de espaldas contra un muro, contemplaba el vacío. Aquel rostro cetrino y barbado había sido hermoso alguna vez. El muñón rugoso yacía sobre las piedras del pavimento a la luz refulgente, cálida del sol.

Detrás de ellos, entre los tenderetes, había algún alboroto, pero a Arren le era imposible apartar la mirada de aquel hombre, paralizado por una fascinación abominable. —¿Será verdad que ha sido un hechicero? —preguntó con voz muy queda.

—Tal vez sea aquél a quien llamaban Liebre, el que fue hacedor de vientos para el pirata Egre. Eran ladrones famosos… ¡Cuidado, Arren, apártate! —Un hombre salió corriendo como una exhalación de entre los tenderetes y estuvo en un tris de atropellarlos. Otro apareció trotando, debatiéndose bajo el peso de una gran bandeja plegadiza cargada de cordones, trencillas y puntillas. Un tenderete se derrumbó con estrépito; los tenderos replegaban o desmantelaban precipitadamente los entoldados; la gente, alborotada, se apiñaba, empujaba y forcejeaba a través de toda la plaza; las voces se alzaban en una algarabía de gritos y clamores. Y por encima de todo, resonaban los chillidos estridentes de la mujer con el tocado de espejuelos; Arren la vio por el rabillo del ojo esgrimiendo una especie de poste o palo contra una pandilla de hombres, manteniéndolos a raya con grandes estocadas como un espadachín acorralado. Si era una riña que se había extendido transformada en un motín, o un ataque de una gavilla de ladrones, o una reyerta entre dos grupos rivales de buhoneros, era imposible decirlo; la gente iba y venía a la carrera con los brazos cargados de mercancías que acaso fuesen botín o bienes propios salvados del pillaje; había combates a cuchillo, a puñetazos, y grescas en toda la plaza.

—Por aquí —dijo Arren, señalando una calle transversal que salía de la plaza cerca de donde estaban ellos, porque era evidente que más les valía eclipsarse cuanto antes; pero su compañero lo tomó por el brazo. Arren volvió la cabeza y vio que el hombre llamado Liebre trataba de levantarse. Cuando estuvo en pie se tambaleó un momento, y luego, sin mirar alrededor, echó a andar por el borde de la plaza, arrastrando su única mano por las paredes de los edificios como para guiarse o sostenerse.

—No lo pierdas de vista —le dijo Gavilán, y fueron detrás de él. Nadie los importunó, ni a ellos ni al hombre a quien seguían, y en un minuto estuvieron fuera de la plaza del mercado, caminando cuesta abajo en el silencio de una callejuela estrecha y tortuosa.

En lo alto, las buhardas de las casas se tocaban casi de acera a acera, cegando la luz; abajo, los pies resbalaban en el agua y la basura que cubrían las piedras de la calle. Liebre avanzaba a buen paso, aunque seguía arrastrando la mano a lo largo de los muros, como un ciego. Tenían que seguirlo de cerca para no perderlo en un cruce. La excitación de la caza invadió repentinamente a Arren; todos sus sentidos estaban en alerta, como en una cacería de ciervos en los bosques de Enlad; veía con vívida nitidez cada rostro que encontraban, y aspiraba el hedor dulzón de la ciudad, un olor a basura, incienso, carroña y flores. Cuando se internaron por una calle ancha y multitudinaria oyó el redoble de un tambor, y vio una fila de hombres y mujeres desnudos, encadenados unos a otros por la muñeca y la cintura, el pelo enmarañado colgando sobre los rostros; una mirada fugaz, y ya habían desaparecido, en tanto Arren descendía en pos de Liebre un tramo de escaleras que desembocaba en una plazoleta cuadrada, estrecha y desierta, excepto por unas pocas mujeres que cotilleaban junto a la fuente.

Allí Gavilán dio alcance a Liebre y le puso una mano sobre el hombro, Liebre se encogió como un animal escaldado, retrocedió tambaleándose y fue a refugiarse bajo un amplio portal. Allí se quedó temblando, mirándolos con los ojos ciegos de la presa acorralada.

—¿Te llamas Liebre? —le preguntó Gavilán, hablando con su propia voz, que era áspera de sonido pero de entonación bondadosa. El hombre no dijo nada, como si no hubiera prestado atención o no hubiese oído—. Quiero algo de ti —dijo Gavilán. De nuevo, ninguna respuesta—. Y estoy dispuesto a pagarlo.

Una lenta reacción: —¿Marfil, oro?

—Oro.

—¿Cuánto?

—El mago conoce el valor del hechizo.

El rostro de Liebre se encogió y cambió, cobró vida un instante, tan breve que fue como un chispeo, para ensombrecerse otra vez, inexpresivo.

—Todo eso ha acabado —dijo—, ha acabado.

Un acceso de tos lo dobló en dos; escupió algo negro. Cuando se enderezó, se quedó quieto, estremeciéndose, como si no recordara lo que habían estado hablando.

Una vez más Arren lo observó, fascinado. El portal estaba flanqueado por dos figuras gigantescas, estatuas cuyos cuellos se combaban bajo el peso de un frontón y cuyos cuerpos de músculos nudosos emergían sólo en parte del muro, como si hubiesen intentando evadirse de la piedra hacia la vida y a mitad de camino hubiesen fracasado. La puerta que custodiaban se había podrido sobre sus goznes; la casa, antaño un palacio, estaba abandonada. En las caras lúgubres, protuberantes de los colosos había resquebrajaduras y manchas de liquen. Entre estas estatuas gigantescas, el hombre llamado Liebre era una figura endeble y frágil, los ojos tan sombríos como las ventanas de la mansión vacía. Levantó el brazo mutilado entre él y Gavilán, y gimió:

—Una pequeña limosna para un pobre inválido, capitán…

El mago hizo una mueca, como de dolor o de vergüenza, y por un momento, Arren creyó atisbar su verdadero rostro, bajo el disfraz. Volvió a posar la mano en el hombro de Liebre y pronunció en voz baja algunas palabras, en la lengua mágica que Arren no comprendía.

Pero Liebre comprendió. Se aferró a Gavilán con su única mano, y balbuceó: —Tú aquí no puedes hablar… hablar… Ven conmigo, ven…

El mago miró a Arren de soslayo; luego asintió con un movimiento de cabeza.

Bajaron por una sucesión de callejuelas empinadas hasta uno de los valles, entre las tres colinas de Hortburgo. Los senderos se volvían cada vez más angostos, más lóbregos y silenciosos a medida que descendían. El cielo era una franja pálida entre los aleros voladizos, y los muros de las casas a uno y otro lado rezumaban de humedad. Por el fondo de la garganta corría un riacho maloliente como una cloaca abierta; entre los arcos de los puentes, en las riberas del riacho, se apiñaban las casas, y en el portal de una de esas casas entró Liebre, desvaneciéndose como la llama de un candil que se apaga. Gavilán y Arren lo siguieron.

Los peldaños de la escalera en tinieblas cedían y crujían mientras trepaban. Al llegar al rellano Liebre empujó una puerta, y entonces pudieron ver adónde habían llegado: una habitación vacía con una yacija de paja en un rincón y una ventana sin vidrios con las persianas cerradas por las que se filtraba una claridad vaga, polvorienta.

Liebre se volvió para enfrentar a Gavilán y lo tomó por el brazo una vez más. Movía apenas los labios, como si quisiera hablar. Al fin tartamudeó:

—Dragón… dragón…

Gavilán lo miró a los ojos, serenamente, sin decir nada.

—No puedo hablar —murmuró Liebre, y soltó el brazo de Gavilán y se acurrucó en el suelo, llorando.

El mago se arrodilló junto a él y le habló con dulzura en la Lengua Arcana. Arren permanecía de pie junto a la puerta cerrada, la mano sobre el mango del cuchillo.

La luz gris y el cuarto polvoriento, las dos figuras en cuclillas, el sonido suave y extraño de la voz del mago que hablaba en la lengua de los dragones, todo parecía junto, como en la trama de un sueño, sin ninguna relación con lo que acontece fuera o con el tiempo que pasa.