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Sólo en la parte alta de la ciudad, donde se detuvieron a descansar a la caída de la tarde, dejaron de sentir por un momento que todo aquello era un sueño enfermizo. —Esta no es una ciudad que traiga suerte —había dicho Gavilán unas horas antes, y ahora, después de largas horas de errar a la ventura y de conversaciones infructuosas con desconocidos, parecía cansado y sombrío. El disfraz empezaba a desgastársele; una cierta dureza de rasgos, una oscuridad se transparentaba ya por detrás de la cara acicalada del mercader viajero. Y Arren no había podido olvidar el malhumor de la mañana. Se sentaron sobre los pastos ásperos de la cresta de la colina, bajo la fronda de un bosque de píndicos de oscuro follaje y capullos encarnados, algunos ya abiertos. Desde allí, sólo veían de la ciudad los innumerables techos de tejas que descendían en escalones hacia el mar. La bahía abría los brazos de color azul pizarra bajo la bruma primaveral, extendiéndose hasta los confines del aire. Todo sin límites, sin fronteras. Allí sentados, contemplaron largo rato aquella inmensidad azul. La mente se le despejó a Arren y se abrió para acoger y celebrar el mundo. Cuando fueron a beber a un arroyuelo cercano, que descendía entre unas rocas pardas desde algún jardín principesco sobre la colina de detrás, Arren bebió largamente, y zambulló la cabeza en el agua fría. Luego se levantó y declamó los versos de la Gesta de Morred:

Loadas sean las Fuentes de Shelieth, y el arpa de plata de sus aguas, ¡pero bendito en mi nombre y para siempre este arroyuelo que sacia mi sed!

Gavilán se rió de él, y él también rió. Sacudió la cabeza como un perro, y las gotas volaron como un rocío brillante a la postrera luz dorada.

Tuvieron que abandonar el bosque y descender a las calles otra vez. Cuando acabaron de cenar en un tenderete que vendía unas grasientas albóndigas de pescado, ya la noche pesaba en el aire. La oscuridad invadía rápidamente las calles estrechas.

—Será mejor que vayamos, hijo —dijo Gavilán, y Arren preguntó:

—¿A la barca? —pero sabía que no sería a la barca sino a la casa de la orilla del río y a la habitación terrible, polvorienta y vacía.

Liebre los estaba esperando en el portal.

Encendió una lámpara de aceite para iluminar la escalera tenebrosa. La llama diminuta temblaba de continuo proyectando en las paredes grandes sombras furtivas.

Había conseguido otro jergón de paja para sus visitantes, pero Arren se sentó en el suelo desnudo, cerca de la puerta. La puerta se abría desde el exterior, y para custodiarla hubiera tenido que sentarse del lado de afuera; pero la negra boca de lobo de aquel corredor era más de lo que podía soportar, y por otro lado, no quería perder de vista a Liebre. La atención de Gavilán, y quizá sus poderes, tendrían que concentrarse en lo que Liebre iba a decirle, o a mostrarle; le correspondía a Arren mantenerse en guardia contra cualquier triquiñuela.

Ahora Liebre estaba más erguido, y temblaba menos; se había limpiado la boca y los dientes; habló al principio con bastante sensatez, aunque excitado. A la luz de la lámpara sus ojos eran sólo unas pupilas negras, sin blanco, como ojos de animales. Discutía seriamente con Gavilán, instándolo a que comiera hazia. —Quiero llevarte, llevarte conmigo. Tenemos que ir por el mismo camino. Dentro de poco yo me iré, quieras o no venir. Para poder seguirme tienes que comer hazia.

—Creo que puedo seguirte.

—No adonde yo voy. Esto no es… como echar un sortilegio. —Parecía incapaz de pronunciar las palabras «hechicero» o «hechicería»—. Sé que puedes ir hasta… el lugar, tú sabes, el muro. Pero no es allí. Es otro el camino.

—Si tú vas, yo podré seguirte.

Liebre meneó la cabeza. El hermoso rostro estragado estaba rojo de excitación; miraba con frecuencia a Arren, como incluyéndolo, pero en realidad sólo le hablaba a Gavilán: —Mira: hay dos clases de hombres, ¿no? La nuestra, y los otros. Los… los dragones, y los otros. La gente sin poder sólo está viva a medias. Ellos no cuentan. No saben lo que sueñan, le tienen miedo a la oscuridad. Pero los otros, los señores entre los hombres, ésos no les tienen miedo a la oscuridad. Somos fuertes.

—Siempre y cuando conozcamos los nombres de las cosas.

—Pero es que allí no importan los nombres… eso es lo que quiero decir, ¡eso! No es lo que haces, lo que sabes, lo que allí te hace falta. Los sortilegios no te sirven. Tienes que olvidar todo eso, dejarte ir. En eso te ayuda la hazia: olvidas los nombres, te libras de las formas, vas directamente a la realidad. Yo me iré muy pronto, ahora, y si quieres saber a dónde, harás lo que te digo. Yo digo lo que dice él. Tienes que ser dueño de los hombres para ser dueño de la vida. Tienes que descubrir el secreto. Yo podría decirte cómo se llama, pero ¿qué es un nombre? Un nombre no es verdaderamente real, la realidad eterna. Los dragones no pueden ir allá. Los dragones mueren. Todos mueren. He tomado tanta hazia esta noche que nunca podrás alcanzarme. Ni de lejos. Si yo me perdiera tú podrías mostrarme el camino. ¿Recuerdas el secreto? ¿Lo recuerdas? No la muerte. No la muerte… ¡no! No un lecho empapado en sudor y un ataúd que se pudre, no, nunca más. La sangre se seca como el río seco y desaparece. Nada de miedo. Nada de muerte. Ya no hay nombres, ni palabras, ni miedo, todo se ha ido. Muéstrame dónde me pierdo yo, muéstramelo, señor…

Y así continuó, en un sofocado arrebato de palabras; era como si echase un encantamiento, un encantamiento que no encantaba, inconcluso, sin sentido. Arren escuchaba, escuchaba, esforzándose por comprender. ¡Si pudiera comprender, al menos! Gavilán tendría que hacerle caso al hombre y tomar la droga, siquiera esta vez, para saber de qué hablaba Liebre, para descubrir el misterio que Liebre no quería o no podía nombrar. ¿Por. qué, si no, estaban allí? Pero acaso el mago (la mirada de Arren se apartó del perfil extático de Liebre y se posó en el otro perfil) había comprendido ya… Duro como la roca, ese perfil. ¿Qué había sido de la nariz respingada, del aire bonachón? Halcón, el mercader viajero, se había desvanecido, evaporado. El que estaba allí era el mago, el Archimago.

La voz de Liebre era ahora un susurro apenas, un canturreo; y él se balanceaba sentado en el jergón con las piernas cruzadas. El semblante se le había demacrado, le colgaba la boca. Frente a él, a la luz débil y vacilante de la lámpara de aceite puesta en el suelo entre los dos, el mago no decía nada, pero había extendido la mano y ahora apretaba la de Liebre, sujetándola con firmeza. Arren no lo había visto hacer ese movimiento. Había lagunas en la sucesión de acontecimientos, lagunas de nada… accesos de somnolencia, eso tenía que ser. Sin duda habían pasado varias horas y ya era casi medianoche. Si se dormía, ¿podría también él entrar en el sueño de Liebre y llegar al lugar, al camino secreto? Tal vez sí. Parecía muy posible ahora. Pero tenía que vigilar la puerta. El y Gavilán apenas habían hablado, pero los dos sabían que al pedirles que volvieran por la noche Liebre podía haberles tendido una trampa: había sido pirata, trataba con ladrones. No habían dicho nada, pero Arren sabía que él tenía que vigilar, porque mientras el mago hiciera ese extraño viaje, estaría indefenso. Y él, como un atolondrado, había dejado la espada en la barca: ¿de qué le serviría el cuchillo si la puerta se abriese de pronto detrás de él? Pero eso no podía ocurrir: él tenía oídos, oiría. Liebre había dejado de hablar, y los dos hombres estaban en silencio, la casa entera estaba en silencio. Nadie podía subir sin hacer ruido por aquella escalera destartalada. Arren podía hablar, si escuchaba algún ruido; gritar, y el trance se rompería, y Gavilán volvería en sí para defenderse y defender a Arren con el rayo vengador de la cólera de un mago… Cuando Arren se había sentado delante de la puerta, Gavilán lo había mirado, una mirada breve, de aprobación: de aprobación y confianza. Él era el centinela. Si se mantenía en guardia, no habría ningún peligro. Pero era difícil, difícil mirar constantemente aquellos dos rostros, la pequeña perla de la llama de la lámpara en el suelo entre los dos, ahora silenciosos, inmóviles, los ojos abiertos pero sin ver la luz ni la estancia polvorienta, sin ver el mundo sino algún otro mundo de sueño o de muerte… contemplarlos, y no sentir la tentación de seguirlos…