Allí, en aquella oscuridad vasta y seca había alguien que lo tentaba. Ven, le decía el alto señor de las sombras. Tenía en la mano una llama diminuta, no más grande que una perla; y la tendía a Arren, ofreciéndole la vida. Lentamente, Arren dio un paso hacia él, siguiéndolo.
4. Luz de magia
Seca, tenía la boca seca. Y un gusto a polvo en la boca. Y los labios cubiertos de polvo.
Sin levantar la cabeza del suelo, observaba el juego de las sombras. Había unas sombras grandes, que se movían y agachaban, se hinchaban y encogían, y algunas más pálidas, que corrían rápidamente alrededor de las paredes y del techo, burlándose de las otras. Había una sombra en el rincón, y otra en el suelo, y ninguna de estas dos sombras se movía.
Empezó a dolerle la nuca. Al mismo tiempo, lo que veía se le aclaró con la celeridad del rayo, en un instante: Liebre derrumbado en un rincón, con la cabeza apoyada en las rodillas, Gavilán tendido boca arriba, un hombre arrodillado junto a Gavilán, otro arrojando piezas de oro en un saco, un tercero de pie, vigilando. El tercer hombre tenía una linterna en una mano y una daga en la otra, la daga de Arren.
Si hablaban, él no los oía. Sólo escuchaba sus propios pensamientos que le decían, perentorios, sin vacilaciones, lo que tenía que hacer. Los obedeció en el acto. Muy lentamente avanzó, arrastrándose, un corto trecho, y estirando con rapidez el brazo izquierdo arrebató el saco del botín, se levantó de un salto y con un grito ronco corrió hacia la salida. Se lanzó escaleras abajo en la ciega oscuridad, sin perder pie, sin ni siquiera saber si pisaba los peldaños, como si volara. Desembocó en la calle como una exhalación y echó a correr hacia las tinieblas de la noche.
Las casas eran enormes cascos negros contra el cielo estrellado. A la derecha la luz de las estrellas rielaba trémula sobre el río. Si bien no veía hacia dónde conducían las calles, podía distinguir los cruces, y doblar en las esquinas, y volver sobre sus pasos para despistar a los otros. Porque lo habían seguido. Corrían descalzos, casi sin hacer ruido, pero los oía jadear, detrás de él, no demasiado lejos. Si hubiese tenido tiempo, se habría reído; al fin sabía cómo era sentirse la presa en lugar del cazador, el venado que encabeza la cacería, la pieza a cobrar. Era estar solo y ser libre. Dobló hacia la derecha y agazapándose atravesó un puente de parapeto elevado, se deslizó por una calle lateral, dobló una esquina, corrió otra vez un trecho a orillas del río, y cruzó otro puente. El único ruido en toda la ciudad era el de sus propias pisadas; se detuvo en la cabecera del puente para quitarse los zapatos, pero los cordones estaban fuertemente anudados y los cazadores no lo habían perdido. La linterna chispeó un instante del otro lado del puente; los pasos pesados y blandos se acercaban. No podría librarse de ellos, lo único que podía hacer era correr y correr, siempre adelante, y alejarlos del cuarto polvoriento… Junto con la daga, le habían quitado el capote, y estaba en mangas de camisa, ligero de ropas y acalorado; la cabeza le daba vueltas y el dolor en la base del cráneo era cada vez más punzante, y él corría y corría… El saco del botín le estorbaba. Lo arrojó bruscamente al suelo, una pieza de oro voló por el aire y golpeó contra la piedra con un tintineo claro.
—¡Aquí tenéis vuestro dinero! —gritó, la voz enronquecida y jadeante.
Reanudó la carrera. Y de pronto la calle se terminó. No más calles transversales, no más estrellas delante, un callejón sin salida. Sin detenerse, dio media vuelta y corrió hacia sus perseguidores. La linterna se balanceó sacudiéndose delante de él; con un grito de desafío los enfrentó.
Una linterna se balanceaba de adelante hacia atrás, un débil punto de luz en una extensión gris y móvil. La miró un largo rato. Se hizo más débil, y por último una sombra le pasó por encima, y cuando la sombra se alejó la luz había desaparecido. Sintió un poco de tristeza por la luz; o acaso por él mismo, pues sabía que ahora tenía que despertarse.
La linterna, muerta, seguía balanceándose contra el mástil. Todo alrededor, el mar se iluminaba con el sol naciente. Un tambor redoblaba. Se oía el crujido pesado, regular de unos remos; el maderamen de la nave chirriaba y crujía con un centenar de voces débiles. Los hombres encadenados con Arren en la cala de popa estaban todos en silencio. Cada uno de ellos llevaba una banda de hierro alrededor de la cintura, y manillas en las muñecas, y una cadena corta y pesada unía estas dos prisiones con las del hombre de al lado; el cinto de hierro estaba sujeto a su vez a una argolla del puente, de modo que el hombre podía sentarse o acuclillarse, pero nunca ponerse de pie. Estaban demasiado cerca unos de otros para echarse en el fondo de la pequeña cala de carga. Arren estaba en el ángulo de la escotilla delantera. Si levantaba la cabeza alcanzaba a ver el puente entre la cala y el cairel, de unos cincuenta centímetros de ancho.
No recordaba mucho de la noche anterior, salvo la cacería y el callejón sin salida. Había luchado, lo habían derribado y atado de pies y manos, y lo habían llevado a alguna parte. Había oído una voz extraña, susurrante; hubo un lugar parecido a una herrería, llamas rojas que saltaban de una fragua… no podía recordar. Sabía sin embargo que estaba a bordo de un barco de esclavos y que lo habían capturado para venderlo.
Para Arren, eso no significaba mucho. Era la sed lo que lo atormentaba. Tenía el cuerpo magullado y le dolía la cabeza. Cuando salió el sol, la luz le hirió las pupilas con dardos de dolor.
A media mañana les dieron un cuarto de pan y un trago largo de un odre de piel que un hombre de facciones duras y angulosas les sostenía sobre los labios. Llevaba alrededor del cuello una ancha banda de cuero con tachas de oro, como si fuera un perro; cuando Arren lo oyó hablar reconoció la voz débil, extraña, sibilante.
La bebida y la comida le aliviaron por un momento la miseria física, y le despejaron la mente. Miró por vez primera los rostros de sus compañeros de esclavitud, tres con él en un banco y cuatro en el de atrás. Algunos estaban sentados con las piernas levantadas y la cabeza apoyada sobre las rodillas; uno yacía caído en el suelo, enfermo o drogado. El que estaba al lado de Arren era un muchacho de unos veinte años, con una cara ancha y chata.
—¿A dónde nos llevan? —le preguntó Arren.
El muchacho lo miró —no había más de un palmo de distancia entre ellos— y sonrió, encogiéndose de hombros, y Arren supuso que quería decir que no lo sabía; pero luego el otro sacudió los brazos encadenados y abrió grande la boca, siempre sonriente; en lugar de la lengua sólo tenía una raíz negra.