—Ha de ser a Showl —dijo alguien a espaldas de Arren, y otro:
—O al Mercado de Amrun —y al instante el hombre del collar, que parecía estar en todas partes a la vez en aquella nave, se inclinó por encima de la cala, siseando:
—¡Silencio, si no queréis ser cebo de tiburones! —y todos callaron.
Arren trató de imaginarse esos lugares, Showl, el Mercado de Amrun. Allí se vendían esclavos. Los alinearían delante de los compradores, sin duda, como los bueyes o los carneros en el Mercado de Berila. Allí estaría él, encadenado. Alguien lo compraría y se lo llevaría a casa, y luego le daría una orden; y él se negaría a obedecer. O quizá obedecería. O trataría de escapar. Y de cualquier modo lo matarían. No era que el alma se le rebelase ante la idea de la esclavitud, estaba demasiado enfermo y confundido. Sabía simplemente que no resistiría más de una o dos semanas, y que al cabo se moriría o lo matarían, y el hecho lo asustaba aunque lo entendiese y lo aceptase, de modo que dejó de pensar. Bajó los ojos y miró el entablado negro e inmundo de la cala, y sintió el calor del sol sobre los hombros desnudos, y la sed que le resecaba la boca y le cerraba otra vez la garganta.
El sol se puso y la noche cayó despejada y fría. Unas estrellas brillantes despuntaron en la oscuridad. El tambor batía como un corazón, lentamente, acompañando el batir de los remos. Ahora, el peor tormento era el frío. La espalda de Arren recibía un poco de calor de las piernas acalambradas del hombre sentado detrás y su flanco izquierdo del mudo acurrucado junto a él y que zumbaba un ritmo ronco en una sola nota. Hubo un relevo de remeros, y de nuevo empezó a batir el tambor. Arren había esperado con impaciencia la oscuridad de la noche. Y le dolían los huesos pero no podía dormirse ni cambiar de posición. Estaba allí sentado, tembloroso y dolorido, la boca reseca de sed, los ojos fijos en las estrellas que saltaban en el cielo a cada golpe de los remos, volvían quietas a su sitio, saltaban otra vez, volvían, reposaban un momento…
El hombre del collar estaba de pie junto con otro hombre entre la cala y el mástil; la pequeña linterna que se balanceaba en el mástil proyectaba algunos rayos de luz entre los dos, destacando las siluetas de las cabezas y los hombros. —¡Niebla, por los cuernos del Diablo! —dijo la voz susurrante, abominable, del hombre del collar—. ¿Qué hace una niebla en el Estrecho Austral en esta época del año? ¡Maldita suerte!
Redoblaba el tambor. Las estrellas brincaban, volvían a su sitio, descansaban un momento. Junto a Arren el hombre sin lengua se estremeció de pronto e irguiendo la cabeza lanzó un grito escalofriante, un sonido terrible e informe. —¡Silencio, allí! —rugió el segundo hombre cerca del mástil. El mudo se estremeció de nuevo y dejó de zumbar mascando aire.
Furtivas, las estrellas se deslizaron hacia la nada.
El mástil osciló y se desvaneció. Un manto frío, gris pareció descender sobre la espalda de Arren. El tambor vaciló, y empezó a batir otra vez, a un ritmo más lento.
—Espesa como leche cuajada —señaló la voz ronca, sibilante—. ¡A ver, tú, marca el compás! ¡De aquí a veinte millas no hay ningún bajío!
Un pie calloso, cruzado de cicatrices surgió de la niebla, se detuvo un instante cerca de la cara de Arren, dio un paso y desapareció.
En la niebla no parecía que estuviesen navegando, excepto por el balanceo y los golpes de los remos. Los latidos del tambor sonaban amortiguados. Hacía un frío húmedo, entumecedor. La niebla se condensaba en los cabellos de Arren y le caía sobre los ojos; intentó atrapar las gotas con la lengua y abrió la boca aspirando el aire húmedo, tratando de aliviar la sed. Pero los dientes le castañeteaban. El metal frío de una cadena le golpeaba el muslo, quemándole como si fuese de fuego. El tambor batía, batía, y de pronto dejó de batir.
—¡Sigue batiendo, sigue! ¿Qué es lo que anda mal? —bramó desde la proa la voz bronca, sibilante. Nadie respondió.
La nave roló ligeramente en la mar tranquila. Más allá de la apenas visible batayola no había nada: vacío. Algo raspó el flanco de la nave. El ruido sonó casi atronador en aquella quietud de muerte, en la oscuridad espectral. —Hemos encallado —murmuró uno de los prisioneros, y la voz se perdió en el silencio.
La niebla se iluminó, como si de pronto hubiera florecido en luz. Arren vio claramente las cabezas de los hombres encadenados a él, las diminutas gotas de humedad que les brillaban en los cabellos. La nave se balanceó otra vez, y Arren se irguió tanto como se lo permitían las cadenas, estirando el cuello para mirar hacia adelante. La niebla brillaba en lo alto del puente como la luna detrás de una nube tenue, radiante y fría. Los remeros estaban inmóviles como estatuas. Los hombres de la tripulación reunidos en el combés del navío tenían los ojos brillantes. A babor, un hombre estaba solo, de pie, y la luz venía de él; la cara, las manos, y la vara le ardían como plata fundida.
A los pies del hombre luminoso se agazapaba una forma oscura.
Arren intentó hablar, y no pudo. Envuelto en aquel esplendor de luz, el hombre se acercó a él y se arrodilló sobre el puente. Arren sintió el contacto de una mano y oyó la voz del Archimago. Sintió que los hierros que le aprisionaban las muñecas y la cintura cedían de pronto; el chirrido de las cadenas se oyó en toda la cala. Sin embargo, ningún hombre se movió; sólo Arren intentó levantarse, pero no pudo, envarado como estaba por la prolongada inmovilidad. El puño firme del Archimago le apretó el brazo, y con esa ayuda Arren se arrastró fuera de la cala y se acurrucó en el puente.
El Archimago se alejó —el velado resplandor brilló en los rostros inmóviles de los remeros—, y se detuvo junto al hombre que se había agazapado contra la batayola.
—Yo no castigo —dijo la voz dura, clara, fría como la fría luz mágica de la niebla—. Pero por la causa de la justicia, Egre, me arrogo este derecho. Ordeno a tu voz que enmudezca hasta el día que encuentres una palabra digna de ser pronunciada.
Volvió al sitio en que dejara a Arren y lo ayudó a ponerse en pie. —Y ahora ven, hijo —dijo, y con la ayuda del Archimago Arren pudo avanzar cojeando y gateando, y dejarse caer en la embarcación que se mecía allá abajo, al costado del navío: Miralejos; la vela era como el ala de una mariposa nocturna en la niebla.
En el mismo silencio y en la misma calma de muerte, la luz se extinguió, y la barca viró y se alejó del flanco del navío. Y casi en el mismo instante, la mortecina linterna del mástil, los remeros inmóviles, el pesado casco negro, todo desapareció. Arren creyó oír voces que estallaban en gritos, pero el sonido era débil y pronto se perdió en la distancia. Poco después, la niebla empezó a disiparse y a deshilacharse, llevada por el viento en la oscuridad. Emergieron a la luz de las estrellas, y silenciosa como una falena, Miralejos se deslizó sobre el mar a través de la noche clara.
Gavilán había envuelto a Arren en mantas, y le había dado agua; estaba sentado con la mano apoyada en el hombro del muchacho, cuando éste, de pronto, se echó a llorar. Gavilán no dijo nada, pero había dulzura, firmeza en el contacto de su mano. Arren se fue calmando poco a poco: sintió calor en el cuerpo, el balanceo suave de la barca, una paz en el corazón.
Alzó los ojos y miró a Gavilán. Ninguna claridad sobrenatural irradiaba ahora el rostro sombrío. A duras penas alcanzaba a distinguirlo, a la luz de las estrellas.
La barca proseguía su carrera, guiada por un encantamiento. Las olas cuchicheaban a los costados, como sorprendidas.
—¿Quién es el hombre del collar?
—No te muevas. Un filibustero, Egre. Usa ese collar para esconder una cicatriz donde una vez le cortaron la garganta. Parece que ha caído de la piratería al tráfico de esclavos. Pero esta vez se ha topado con el cachorro del león. —Había un dejo de satisfacción en la voz seca, tranquila.