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—¿Sí?… ¿Y qué aprendió?

—A no hacer preguntas.

Gavilán resopló, como para contener una carcajada, y se incorporó. —¡Muy bien! —dijo—. Aunque preferiría ahorrar mis palabras hasta saber de qué estoy hablando. ¿Por qué no se hace más magia en Hortburgo, y en Narveduen, y quizá en toda la extensión de los Confines? Eso es lo que intentamos averiguar, ¿no es así?

—Sí.

—¿Conoces el viejo dicho, Las leyes cambian en los Confines? Suelen usarlo los navegantes, pero es un dicho de magos, y significa que la magia misma depende del lugar. Un encantamiento infalible en Roke puede ser meras palabras en Iffish. No en todas partes se recuerda la lengua de la Creación: una palabra aquí, otra allá. Y la trama de todo sortilegio ha de urdirse con la tierra y el agua, los vientos, la luz misma del lugar en que se lo echa. Yo navegué una vez muy lejos hacia el este, tan lejos que ni el viento ni el agua atendían mis órdenes, pues ignoraban sus nombres verdaderos; o quizá era yo el ignorante. Porque el mundo es muy grande, y la Mar Abierta se extiende hasta más allá de todo conocimiento; y hay muchos otros mundos más allá del mundo. A través de esos abismos de espacio y en la larga extensión del tiempo, dudo que ninguna palabra que pueda pronunciarse conserve, en todas partes y para siempre, el peso de su significado y su poder; a menos que sea la Primera Palabra, la que pronunció Segoy al crear todas las cosas, o la Palabra Final, la que no ha sido pronunciada ni lo será hasta que todo sea deshecho… Así pues, aun en este mundo de nuestra Terramar, las pequeñas islas que conocemos, hay diferencias, y misterios, y cambios. Pocos son los magos de las Comarcas Interiores que hayan tenido tratos con estas gentes. No ven con buenos ojos a nuestros hechiceros, y se dice que tienen su propia clase de magia. Pero nadie lo sabe con seguridad, y es posible que nunca hayan dominado las artes de la magia ni las hayan comprendido bien. Si así fuera, podrían ser desvirtuadas con facilidad por alguien que se propusiera desvirtuarlas, y debilitarse más rápidamente que nuestra hechicería de las Comarcas Interiores. Y luego llegaríamos a oír historias de los fracasos de la magia en el Sur. Porque la disciplina encauza todos nuestros actos, con fuerza y en profundidad; y cuando no hay una dirección, los actos de los hombres se deslizan, superficiales, a la ventura, y se pierden. Así perdió el arte de la magia aquella mujer gorda de los espejos, y piensa que nunca lo tuvo. Y así Liebre masca su hazia y cree que ha llegado más lejos que los más grandes magos, cuando apenas si ha entrado en los prados del ensueño, y ya se ha perdido… Pero ¿a dónde cree que va? ¿Qué es lo que busca? ¿Por qué olvidó lo que sabía de la magia? De Hortburgo ya hemos visto bastante, creo, así que nos vamos más hacia el sur, a Lorbanería, para ver qué hacen allí los hechiceros, para descubrir lo que hemos de descubrir… ¿Responde esto a tu pregunta?

—Sí, pero…

—¡Entonces deja que la piedra calle un momento! —dijo el mago. Y se sentó junto al mástil, a la sombra amarillenta del entoldado, y miró el mar, al oeste, mientras la barca navegaba serenamente hacia el sur a través de la tarde. Estaba muy erguido, e inmóvil. Las horas pasaron. Arren nadó un par de veces, deslizándose silencioso en el agua desde la popa, pues no quería ponerse delante de aquellos ojos sombríos que, avizorando el oeste a través del mar, parecían ver más allá de la orla luminosa del horizonte, más allá del azul del aire, más allá de las fronteras de la luz.

Gavilán salió al fin de su silencio y habló, pero no más de una palabra por vez. La crianza de Arren lo había acostumbrado a descubrir con rapidez el talante de la gente, bajo el disfraz de la reserva o la cortesía. Advirtiendo que Gavilán parecía agobiado, no hizo más preguntas. Sólo al anochecer le preguntó: —¿Si canto, turbaré vuestros pensamientos?

Esforzándose por responder con una broma, dijo Gavilán:

—Eso dependerá de cómo cantes.

Arren se sentó de espaldas contra el mástil, y cantó. Ya no tenía la voz aguda y dulce de años atrás, cuando cantaba y tocaba el arpa en el Palacio de Berila, delante del maestro de música; ahora era ronca y velada en las notas altas y resonaba en las graves como una viola, clara y profunda. Cantó el Lamento por el Encantador Blanco, la canción que compusiera Elfarran cuando conoció la muerte de Morred, y mientras esperaba la suya. No era una canción que se cantase con frecuencia, ni a la ligera. Gavilán escuchaba la voz joven, fuerte, segura y triste entre el cielo de púrpura y el mar, y las lágrimas le nublaron los ojos.

Arren permaneció un rato en silencio, después de esta canción; luego se puso a cantar tonadas menores, más ligeras, en voz baja, arrullando la inmensa monotonía del aire tranquilo y el mar palpitante y la luz que declinaba, mientras lentamente caía la noche.

Cuando dejó de cantar todo estaba en calma, el viento dormido, el oleaje leve; los maderos y cordajes de la barca crujían apenas. El mar se tendía, callado, y en lo alto las estrellas despuntaron una a una. En el sur apareció una luz amarilla, clara y punzante, y derramó una lluvia de esquirlas de oro sobre las aguas.

—¡Mirad! ¡Un faro! —Luego, al cabo de un momento—: ¿Podrá ser una estrella?

Gavilán la observó durante un rato.

—Creo que ha de ser la estrella Gobardón. Sólo puede vérsela en el Confín Austral. Kurremkarmerruk nos enseñó que navegando todavía más al sur, uno ve otras ocho estrellas que asoman una a una sobre el horizonte, debajo de Gobardón. Juntas forman una gran constelación: para algunos un hombre que corre, para otros la runa de Agnen. La Runa del Fin.

Observaron la estrella sobre el agitado horizonte marino, de un brillo claro y persistente.

—Has cantado la canción de Elfarran —dijo Gavilán— como si conocieras qué dolor era ése, y me lo has hecho conocer también a mí… De todas las historias de Terramar, es la que siempre más me ha cautivado. El coraje extraordinario de Morred contra la desesperación; y Serriadh, que nació más allá de la desesperación, el rey bueno. Y ella, Elfarran. Cuando hice el mayor mal que yo haya hecho en mi vida, me volví sin embargo hacia ella, pensé que ella me llamaba; y la vi… por un momento vi a Elfarran.

Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Arren. Tragó saliva y permaneció en silencio, contemplando la estrella amarillo-topacio, siniestra y espléndida.

—¿Cuál de los héroes es tu preferido? —preguntó el mago, y el joven respondió:

—Erreth-Akbé.

—Fue sin duda el más grande.

—Pero es en su muerte en lo que pienso: solo, luchando con el dragón Orm en la playa de Selidor. Hubiera podido reinar en toda Terramar. Sin embargo, eso fue lo que eligió.

El mago no respondió. Cada uno siguió durante un rato el curso de sus propios pensamientos. Luego Arren, siempre contemplando la amarilla Gobardón, preguntó: —¿Entonces es cierto que los muertos pueden volver a la vida, por arte de magia?

—Puedes volverlos a la vida —dijo el mago.

—¿Pero se hace eso alguna vez? ¿Cómo se hace? Pareció que Gavilán contestaba de mala gana:

—Por medio de los sortilegios de Invocación —dijo, e hizo una mueca, o frunció el entrecejo. Arren creyó que no diría nada más, pero un momento después prosiguió—: Esos sortilegios figuran en los Libros del Saber de Paln. El Maestro de Invocaciones no enseña ni aplica ese saber. Se lo ha usado en muy contadas ocasiones, y nunca sabiamente, pienso yo. Los grandes sortilegios de esa ciencia fueron urdidos por el Mago Gris de Paln, hace miles de años. El Mago Gris invocaba a los espíritus de los héroes y los magos, incluso el de Erreth-Akbé, para que aconsejaran a los Señores de Paln sobre la conducción de las guerras y el gobierno.

—¿Y qué sucedió?

—El consejo de los muertos no es provechoso para los vivos. Tiempos de desdichas cayeron sobre Paln. El Mago Gris fue desterrado. Murió olvidado.