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El mago hablaba con reticencia, pero hablaba, como si sintiera que Arren tenía derecho a saber; y Arren lo acuciaba… —¿Entonces, nadie emplea ahora esos sortilegios?

—Sólo he conocido a un hombre que los empleara con frecuencia.

—¿Quién era?

—Vivía en Havnor. Lo tenían por un simple hechicero, pero en poder innato era un gran mago. Lucraba con su arte, mostrando a quien le pagase el espíritu que quisiera ver, esposa difunta, o marido o hijo; tenía la casa poblada de sombras inquietas venidas de siglos pretéritos, las bellas mujeres de los tiempos de los Reyes. Yo lo he visto hacer surgir de la Tierra Árida a mi viejo maestro, el que era Archimago en mi juventud, Nemmerle, sólo para distraer a los ociosos. Y esa alma grande acudió a la llamada, como un perro sumiso. Yo me enfurecí, y lo desafié. «Tú obligas a los muertos a venir a tu morada. ¿Irás conmigo a la de ellos?» Y lo obligué a ir, pese a que luchó conmigo, y cambió de forma, y lloró a gritos en la oscuridad.

—¿Lo matasteis, entonces? —murmuró Arren, fascinado.

—¡No! Lo obligué a seguirme, y a regresar conmigo. Tenía miedo. Él, que con tanta ligereza invocaba a los muertos, le tenía más miedo a la muerte, a su propia muerte, que cualquier hombre que yo haya conocido. Al llegar al muro de piedra… Pero ya te he dicho más de lo que un novicio necesita saber. Y tú ni siquiera eres un novicio. —A través de la oscuridad los ojos penetrantes escrutaron la mirada absorta de Arren, desconcertándolo—. No importa —prosiguió—. Hay, pues, un muro de piedra, en cierto lugar, allá en la frontera. El espíritu lo cruza a la hora de la muerte, y un hombre viviente puede cruzarlo y volver, si sabe cómo… Junto al muro de piedra este hombre se acurrucó en el suelo, del lado de los vivos. Se aferró a las piedras con las manos, y lloró y gimió. Lo obligué a continuar. Me repugnaba y enfurecía verlo tan asustado. Hubiera tenido que darme cuenta de que yo hacía mal. Que me dejaba dominar por la vanidad y la cólera. Él era fuerte, y yo quería demostrar que yo era más fuerte.

—¿Qué hizo él después… cuando regresasteis?

—Se arrastró como un gusano, y juró que nunca más volvería a utilizar el Saber Pélnico, y me besó la mano, y me habría matado si se hubiese atrevido.

—¿Qué fue de él?

—Se marchó de Havnor hacia el oeste, a Paln tal vez; no supe más de él. Era un hombre de cabellos blancos cuando lo conocí, aunque todavía ágil, de brazos largos, como un luchador. A esta hora ha de estar muerto. Ni siquiera recuerdo qué nombre tenía.

—¿Su nombre verdadero?

—¡No! Ése lo recuerdo… —Hizo una pausa, el corazón le latió tres veces, y durante ese tiempo permaneció completamente inmóvil—. Lo llamaban Araña, en Havnor —dijo, con una voz distinta, cautelosa. La oscuridad era ahora demasiado profunda y no se podía ver qué expresión tenía en la cara. Arren vio que se volvía y contemplaba la estrella amarilla, ahora más alta sobre las olas y proyectando a través de ellas una quebrada estela de oro, sutil como la hebra de una araña. Al cabo de un rato dijo—: No sólo en sueños, Arren, nos encontramos con lo que aún está por venir en lo que estuvo mucho tiempo olvidado, y diciendo cosas que nos parecen descabelladas porque no entendemos qué significan.

6. Lorbanería

Vista a través de diez millas de agua soleada, Lorbanería era verde, verde como el musgo brillante al borde de una fuente. De cerca, estallaba en una profusión de hojas y troncos de árboles, y de sombras, y caminos, y casas, y en rostros de gentes, y vestidos y polvo, y en todo cuanto concurre a dar vida a una isla habitada por el hombre. Pero por sobre todo era verde: porque en cada palmo de tierra que no estuviera edificado o transitado, crecían unos árboles bajos de copa redondeada llamados burbah, de cuyas hojas se alimentan los pequeños gusanos que hilan la seda, la que luego devanan y tejen los hombres, las mujeres y los niños de Lorbanería. Al anochecer, el aire se puebla de pequeños murciélagos grises que se alimentan de los gusanos. Y comen muchos por cierto, pero se los tolera, y los tejedores no los matan: en verdad, consideran que matar murciélagos grises es de muy mal augurio. Porque si los seres humanos viven a expensas de los gusanos, dicen, los pequeños murciélagos tienen sin duda el mismo derecho.

Las casas eran curiosas, con sus pequeñas ventanas dispuestas al azar, y sus techos quinchados con varillas de hurbah, verdes de musgo y líquenes. Había sido antaño una isla próspera, entre las islas de los Confines, y esa prosperidad se advertía aún en las casas bien pintadas y adornadas, en las grandes ruecas y telares de las cabañas y cobertizos, y en los muelles de piedra del pequeño puerto de Sosara, donde hubieran podido atracar varios galeones mercantes. Pero no había galeones en el puerto. La pintura de las casas estaba descolorida, no había muebles nuevos, y la mayor parte de las ruecas y los telares estaban inmóviles, cubiertos de polvo, con telarañas entre pedal y pedal, entre el lienzo y el bastidor.

—¿Hechiceros? —dijo el alcalde de la aldea de Sosara, un hombre bajo, con una cara tan oscura y endurecida como las plantas de sus pies desnudos—. No hay hechiceros en Lorbanería. Ni los ha habido nunca.

—¡Quién lo hubiera pensado! —dijo Gavilán, como sorprendido. Estaba sentado con unos ocho o nueve aldeanos, bebiendo vino de bayas de hurbah, un brebaje claro y amargo. Les había dicho, por supuesto, que viajaba por el Confín Austral en busca de la piedra emel, pero ni él ni su compañero estaban disfrazados, aunque Arren, como de costumbre, había dejado la espada escondida en la barca; y si Gavilán llevaba la vara consigo, no la tenía a la vista. Los aldeanos se habían mostrado hoscos y hostiles al principio, y parecían dispuestos a volverse otra vez hoscos y hostiles en cualquier momento; sólo el ingenio y la autoridad de Gavilán habían logrado forzar en ellos una aceptación reticente—. Hombres portentosos con los árboles debéis de tener —decía ahora—. ¿Qué hacen cuando cae en los huertos una helada tardía?

—Nada —dijo un hombre flaco en el extremo de la línea de aldeanos. Estaban todos sentados en una hilera, de espaldas contra la pared de la posada, bajo los aleros de quincha. Casi salpicándoles los pies desnudos, la abundante y suave lluvia de abril tamborileaba contra el suelo.

—La lluvia es el peligro, no la helada —señaló el alcalde—. Pudre los capullos de los gusanos. Nadie puede impedir que llueva. Ni ha podido, nunca. —Detestaba a los hechiceros y la hechicería; algunos de los otros parecían más astutos.

—Nunca llovía en esta época —dijo uno de ellos— cuando el viejo vivía.

—¿Quién? ¿El viejo Mildi? Bueno, ya no está vivo. Está muerto —dijo el alcalde.

—Lo llamábamos el Hortelano —dijo el hombre flaco.

—Sí. Lo llamábamos el Hortelano —dijo otro. El silencio cayó, como la lluvia.

Detrás de la ventana estaba sentado Arren. Había encontrado un viejo laúd colgado en la pared, uno de esos laúdes de tres cuerdas y mástil largo que tocan los habitantes de la Isla de la Seda, y estaba probándolo en ese momento, aprendiendo a arrancarle su música, no mucho más alta que el sonido de la lluvia sobre la quincha.

—En los mercados de Hortburgo —dijo Gavilán— he visto telas que se vendían como sedas de Lorbanería. Algunas eran seda. Pero ninguna era seda de Lorbanería.

—Las cosechas han sido magras —dijo el hombre flaco—. Cuatro años, cinco ahora.

—Cinco años ya, cinco desde la Víspera de la Tregua —dijo un hombre viejo con una voz satisfecha, machacona—, que murió el viejo Mildi, sí, se murió, y con menos años que yo ahora. Murió en la Víspera de la Tregua, sí, se murió.

—La escasez hace subir los precios —dijo el alcalde—. Por un rollo de semifina teñida de azul obtenemos ahora lo que antes sacábamos por tres.