—Si lo conseguimos. ¿Dónde están las naves? Y el azul no es genuino —dijo el hombre flaco, provocando una discusión de media hora sobre la calidad de las tinturas que se utilizaban en los grandes cobertizos.
—¿Quién prepara las tinturas? —preguntó Gavilán, y estalló una nueva reyerta. Al fin se aclaró que todas las operaciones de tintura habían estado a cargo de una familia cuyos miembros se tildaban a sí mismos de hechiceros; pero si habían conocido la magia, la habían perdido, y nadie más la había vuelto a encontrar, como puntualizó con acritud el hombre flaco. Porque todos, excepto el alcalde, estuvieron de acuerdo en que las famosas tinturas azules de Lorbanería y el inimitable púrpura, el «fuego del dragón» que usaran otrora las Reinas de Havnor, no eran ya como antes. Algo faltaba en ellos. Las lluvias intempestivas tenían la culpa, o las sustancias colorantes, o los purificadores.
—O los ojos de los hombres —dijo el aldeano flaco—, que no saben distinguir el azur verdadero del azul barroso —y lanzó una mirada retadora al alcalde. El alcalde no recogió el desafío, y otra vez callaron.
El vino clarete no parecía tener otro efecto que el de agriar aún más el humor de los aldeanos, y los rostros estaban sombríos. No se oía otro sonido que el rumor de la lluvia entre las hojas incontables de los huertos del valle, y el susurro del mar calle abajo, y el murmullo del laúd en la oscuridad, puertas adentro.
—¿Sabe cantar ese mozalbete delicado que te acompaña? —preguntó el alcalde.
—Claro que sabe cantar. ¡Arren!, cántanos algo, hijo.
—No consigo arrancarle a este laúd más que algún tono menor —dijo Arren desde la ventana, sonriendo—. Quiere llorar. ¿Qué os gustaría oír, mis anfitriones?
—Algo nuevo —refunfuñó el alcalde.
El laúd tremoló ligeramente; Arren ya sabía cómo tocarlo. —Esto quizá sea nuevo para vosotros —dijo. Y cantó.
Los hombres escuchaban, inmóviles: las caras hoscas, las manos y los cuerpos castigados, endurecidos por el trabajo. Inmóviles, en el tibio y lluvioso anochecer del Sur, escuchaban aquella balada que era como el lamento del cisne gris de los mares fríos de Ea, nostálgica, doliente. Por un rato, después de que la canción terminara, siguieron en silencio.
—Es una música extraña —dijo uno con cierta vacilación.
Otro, convencido de que la isla de Lorbanería era en todo tiempo y lugar el centro absoluto del mundo, comentó: —Siempre es rara y lúgubre la música de tierras extrañas.
—Hacednos oír algo de la vuestra —dijo Gavilán—. También a mí me gustaría escuchar una trova alegre. El muchacho siempre canta estas endechas de héroes muertos en tiempos remotos.
—Yo lo haré —dijo el que había hablado el último; carraspeó un momento, y entonó una canción acerca de un tonel de vino robusto y leal, y ¡ehó ehó, a corear y beber! Pero nadie lo acompañó en el coro, y todo quedó en el ehó ehó.
—Ya no se canta ahora como es debido —dijo con irritación—. La culpa es de los jóvenes, siempre metiendo mano en todo y cambiando la manera de hacer las cosas, y no queriendo aprender las viejas canciones.
—No es eso —dijo el hombre flaco—, ya nada se hace como es debido. Ya nada anda bien.
—Sí, sí, sí —resolló el más viejo—, la suerte se ha secado. Esta es la pura verdad. La suerte se ha secado.
Después de eso, nadie tuvo mucho más que decir. Los aldeanos se marcharon en grupos de dos y de tres, hasta que sólo Gavilán quedó frente a la ventana, y Arren del otro lado. Y entonces Gavilán se rió, al fin. Pero no era una risa alegre.
La tímida mujer del posadero entró y tendió para ellos las camas en el suelo, y se marchó, y ellos se acostaron a dormir. Pero las altas vigas de la estancia eran una guarida de murciélagos. La noche entera estuvieron entrando y saliendo por la ventana sin vidrio, en medio de un revuelo de alas y de chillidos agudos. Sólo al amanecer volvieron todos y se apaciguaron, yendo cada uno a suspenderse cabeza abajo de una viga, en un pequeño paquete gris, bien apretado.
Quizá fue ese frenético ir y venir de los murciélagos lo que impidió dormir bien a Arren. Llevaba ya muchas noches durmiendo en alta mar. Ahora, desacostumbrado a la inmovilidad del suelo, sentía que lo acunaban y acunaban cuando estaba a punto de dormirse… y de pronto el mundo se hundía en un abismo y él despertaba sobresaltado. Cuando al fin se durmió, soñó que aún remaba encadenado en la cala de los esclavos; había otros con él, pero todos estaban muertos. Se despertó de este sueño más de una vez, luchando por quitárselo de la mente, pero no bien volvía a dormirse, de nuevo caía en él. Al fin le parecía que estaba completamente solo en el navío, pero siempre encadenado, imposibilitado de moverse. De pronto, una voz curiosa, lenta, le hablaba al oído: —Desata tus cadenas —le decía—. Desata tus cadenas. —Arren trataba entonces de moverse, y se movía; se ponía de pie. Se encontraba en un páramo oscuro, vasto, bajo un cielo encapotado. Había horror en la tierra, en el aire denso, una enormidad de horror. Este lugar era el miedo, el miedo mismo, y él estaba allí, y no había senderos. Necesitaba encontrar el camino, pero allí no había ningún camino, y él era pequeño, pequeño como un niño, como una hormiga, y aquel lugar era vasto, ilimitado. Intentaba caminar, tropezaba, y despertaba.
Ahora, despierto, el miedo estaba dentro de él, no ya él dentro del miedo; sin embargo, no era menos vasto, menos ilimitado. La negra oscuridad del cuarto lo asfixiaba y buscó las estrellas en el rectángulo difuso que era la ventana, pero aunque ya no llovía, no había estrellas. Tendido de espaldas, despierto, sentía miedo, mientras los murciélagos entraban y salían, sacudiendo unas alas coriáceas, silenciosas. Por momentos oía sus voces apagadas en el umbral extremo del oído.
La mañana llegó, luminosa, y se levantaron temprano. Gavilán preguntó muy seriamente en qué parte de la isla podría encontrar la piedra emel, y aunque ninguno de los aldeanos sabía qué piedra era ésa, todos tenían alguna teoría, y discutieron; y Gavilán escuchaba, pero lo que trataba de averiguar mientras escuchaba no se refería a la piedra emel. Al fin él y Arren tomaron el sendero que les indicó el alcalde, y que conducía a las canteras de donde se extraía la tierra colorante azul. Pero en camino, Gavilán dobló por un sendero lateral.
—Esa ha de ser la casa —dijo—. Dijeron que la familia de tintoreros y magos venidos a menos vive en este camino.
—¿Servirá de algo hablarles? —dijo Arren, que aún se acordaba demasiado bien de Liebre.
—Esta mala suerte tiene un centro —dijo el mago con aspereza—. Hay un lugar por el que la suerte huye. ¡Necesito un guía que me lleve a ese lugar!
Y siguió andando, y Arren tuvo que seguirlo.
La casa se alzaba en medio de unos huertos, una hermosa construcción de piedra, pero visiblemente descuidada desde hacía años, lo mismo que los terrenos de alrededor. Unos olvidados capullos de gusanos de seda colgaban descoloridos de las ramas desgajadas, y una capa espesa y reseca de larvas y crisálidas muertas cubría el suelo al pie de los árboles. Todo alrededor de la casa, bajo la frondosa arboleda, flotaba un olor a podredumbre, y mientras se aproximaban, Arren recordó súbitamente el horror de sus pesadillas de la noche.