No habían llegado aún a la puerta, cuando ésta se abrió bruscamente. Una mujer de cabellos grises salió como una tromba, echando fuego por los ojos enrojecidos y gritando: —¡Fuera, malditos, ladrones calumniadores imbéciles embusteros y cretinos malparidos! ¡Fuera, fuera, fuera de aquí! ¡Que la mala suerte os persiga siempre!
Gavilán se detuvo, con un aire un tanto sorprendido, y levantó con presteza la mano en un gesto curioso. Dijo una palabra: —¡Conjuro!
La mujer dejó de gritar. Lo observó con interés.
—¿Por qué hiciste eso?
—Para conjurar tu maldición. Ella continuó observándolo, y dijo al fin, con voz ronca: —¿Forasteros?
—Del Norte.
La mujer se adelantó. Al principio Arren se había sentido inclinado a reírse de ella, una vieja que se pone a chillar en la puerta de su casa, pero cuando la vio de cerca sólo sintió vergüenza. Estaba sucia y mal vestida, le apestaba el aliento, y miraba fijamente con una terrible expresión de dolor.
—No tengo poder para maldecir —dijo ella—. Ningún poder. —Imitó el gesto de Gavilán—. ¿Todavía se hace esto allí de donde venís?
Gavilán asintió. La observaba con tranquilidad, y ella le sostenía la mirada. De pronto, el rostro se le crispó, se transformó, y dijo: —¿Dónde está tu vara?
—No la muestro aquí, hermana.
—No, mejor no. Eso te dejaría fuera de la vida. Lo mismo que mi poder, me dejaba fuera de la vida. Por eso lo perdí. Perdí todas las cosas que sabía, todas las palabras y todos los nombres. Me salieron en pequeñas sartas por los ojos y la boca, como telas de araña. Hay un agujero en el mundo, y la luz huye por él. Y las palabras huyen con la luz. ¿Sabías eso? Mi hijo se pasa el día sentado mirando la oscuridad, buscando el agujero del mundo. Dice que si fuese ciego vería mejor. Ha perdido la mano en su oficio de tintorero. Nosotros éramos los Tintoreros de Lorbanería. ¡Mira! —Sacudió los brazos delgados, musculosos, manchados hasta el hombro por una mezcla pálida y veteada de tinturas indelebles—. Nunca se borra —dijo—, pero la mente se lava, queda limpia. No retiene los colores. ¿Quién eres?
Gavilán no dijo nada. De nuevo miró a la mujer a los ojos; y Arren, a unos pasos de distancia, los observaba con inquietud.
De pronto la mujer se echó a temblar y dijo en un susurro: —Yo a ti te conozco…
—Sí. Los iguales se conocen, hermana.
Fue extraño ver cómo se apartaba de Gavilán, aterrorizada, huyendo de él, y al mismo tiempo queriendo acercarse, como si fuera a caer de rodillas delante del mago.
Gavilán le tomó la mano y la retuvo. —¿Desearías recobrar tu poder, tu arte, los nombres? Yo puedo devolvértelos.
—Tú eres el Gran Hombre —murmuró ella—. Tú eres el Rey de las Sombras, el Señor de las Tinieblas…
—No. No soy un rey. Soy un hombre, un mortal, tu hermano y tu semejante.
—Pero ¿no morirás?
—Moriré, sí.
—Pero volverás, y vivirás eternamente.
—No. Ni yo, ni ningún hombre.
—Entonces, tú no eres… no eres el Grande de la Oscuridad —dijo ella frunciendo el entrecejo y mirándolo un poco de soslayo, con menos temor—. Pero eres un Grande. ¿Hay dos, entonces? ¿Cómo te llamas?
El rostro grave de Gavilán cambió por un momento. —Eso no te lo puedo decir —dijo con dulzura.
—Te contaré un secreto —dijo la mujer. Estaba más erguida ahora, enfrentándolo, con el eco de una antigua dignidad en el porte y la voz—. Yo no quiero vivir, y vivir y vivir, eternamente. Preferiría recuperar los nombres de las cosas. Pero han desaparecido, todos. Los nombres no importan más. No hay más secretos. ¿Quieres tú saber mi nombre? —Con los ojos llenos de luz, los puños cerrados, se inclinó hacia adelante y murmuró:— Mi nombre es Akaren. —Y en seguida gritó:— ¡Akaren! ¡Akaren! ¡Mi nombre es Akaren! ¡Ahora todos conocen mi nombre secreto, mi nombre verdadero, y no hay más secretos, y no hay verdad, y no hay muerte-muerte-muerte! —Gritaba la palabra entre sollozos, escupiendo saliva.
—¡Cálmate, Akaren!
La mujer se calmó. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas, por la cara sucia, estriada de greñas de pelo gris.
Gavilán tomó entre sus manos aquella cara arrugada, bañada en llanto, y muy ligeramente, muy tiernamente, le besó los ojos. Ella permanecía inmóvil, con los ojos cerrados. Después, acercando los labios al oído de la mujer, le habló un momento en la Lengua Arcana, la volvió a besar y la soltó.
La mujer abrió grandes los ojos y lo miró un momento, con una mirada maravillada, pensativa. Así mira a su madre un niño pequeño; así una madre mira a su niño. Lentamente, dio media vuelta y fue hacia la casa, y entró, y cerró la puerta: todo en silencio, con la misma expresión serena, maravillada.
En silencio, el mago se volvió y echó a andar hacia la carretera. Arren lo siguió. No se atrevía a hacer preguntas. A los pocos pasos el mago se detuvo, allí, en el huerto abandonado, y dijo: —Le he quitado el nombre que tenía y le he dado uno nuevo. Y en cierto sentido esto entraña un renacimiento. No había nada más que se pudiera hacer por ella, ninguna otra esperanza.
El mago hablaba con una voz ahogada, tensa.
—Ha sido una mujer de poder —prosiguió—. No una bruja vulgar ni una mezcladora de filtros, sino una mujer de talento y sabiduría, capaz de crear cosas hermosas, una mujer orgullosa y honorable. Así era su vida. Y todo eso se ha perdido. —Se volvió bruscamente, e internándose por los senderos del huerto, se detuvo junto al tronco de un árbol, de espaldas al muchacho.
Arren lo esperó a la claridad radiante del sol moteada por la sombra del follaje. Sabía que a Gavilán le avergonzaba mostrar sus propias emociones; y en verdad, no había nada que el joven pudiera hacer o decir; pero por inclinación del corazón se había dado sin reservas a Gavilán, no ya con aquel fervor primero, aquella adoración romántica, sino con dolor, como si entre ellos se hubiese forjado un vínculo que ya nada podría romper, nacido de lo más profundo de ese amor. Porque en ese amor que ahora sentía había compasión, que da temple al amor, y plenitud, y durabilidad.
Al fin, Gavilán volvió a reunirse con Arren acercándose entre las sombras verdes del huerto. Ninguno de los dos habló, y juntos reanudaron la marcha. Ya hacía calor; la lluvia de la noche anterior se había secado y el polvo se levantaba en el camino. El comienzo de la jornada le había parecido a Arren insípido y tedioso, como contaminado por sus propios sueños; ahora disfrutaba de la mordedura del sol y del solaz de la sombra, y sentía el placer de caminar sin preocuparse por lo que esperaba delante.
De todos modos, nada consiguieron averiguar. Pasaron la tarde en conversaciones con los hombres que extraían los minerales colorantes, y en regateos por algunos pedazos de lo que según ellos era piedra emel. Cuando a paso cansino regresaban a Sosara, con el sol del atardecer martillándoles la cabeza y la nuca, Gavilán comentó: —Es malaquita azul; pero dudo que en Sosara noten la diferencia.
—Es rara la gente de aquí —dijo Arren—. Así es en todo, no notan la diferencia. Como lo que uno de ellos le dijo anoche al jefe: «No distinguirías el azur verdadero del azul barroso…». Se quejan de que los tiempos son malos, pero no saben cuándo empezaron los tiempos malos; dicen que el trabajo es de mala calidad, pero no hacen nada para mejorarlo; no saben ni siquiera cuál es la diferencia entre un artesano y un hechicero, entre la artesanía y la magia. Es como si no tuvieran una idea clara de las formas, las diferencias y los colores. Todo es igual para ellos, todo es gris.
—Sí —dijo el mago, pensativo. Caminó un trecho a grandes zancadas, la cabeza hundida entre los hombros, como un halcón; aunque de corta estatura, caminaba a pasos largos—. ¿Qué es lo que les falta?
Arren respondió sin vacilar: —Alegría de vivir.