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—Sí —dijo otra vez Gavilán, aceptando el juicio de Arren y considerándolo un momento—. Me alegra —dijo al fin— que puedas pensar por mí, hijo… Me siento cansado y estúpido. Me duele el corazón desde esta mañana, desde que hablamos con la que fue Akaren. No me gusta la desolación, la ruina. No quiero tener enemigos. Y si he de tener uno, no deseo ir a buscarlo, ni encontrarlo, ni enfrentarlo… Si la cacería es inevitable, que la presa sea un tesoro, no una criatura vil.

—Un enemigo, mi señor —dijo Arren. Gavilán asintió.

—¿Cuando ella hablaba del Gran Hombre, del Rey de las Sombras…?

Gavilán asintió otra vez. —Eso mismo creo yo —dijo—. Creo que hemos de llegar no sólo a un sitio, sino a una persona. Es el mal, el mal, lo que pesa sobre esta isla, esta pérdida de la habilidad manual y del orgullo, esta falta de alegría, esta desolación. Esto es obra de una voluntad maligna. Pero no una voluntad que se ensaña con este lugar, ni tampoco con Akaren ni con Lorbanería. El rastro que seguimos es un rastro de destrucción, como si corriésemos detrás de un carruaje que se precipita por la ladera de una montaña, desencadenando un alud.

—¿Podría ella, Akaren, deciros algo más acerca de ese enemigo, quién es y dónde está, o qué es?

—No ahora, muchacho —dijo el mago, con una voz tranquila pero desanimada—. Hubiera podido hacerlo, sin duda. En su locura había aún algo de magia. En realidad la locura era su magia. Pero yo no podía obligarla a que me respondiese. Sufría demasiado.

Y siguió andando, con la cabeza un poco hundida entre los hombros, como si él mismo soportara y quisiera evitar algún dolor.

Arren se dio vuelta; había oído el ruido de unos pasos, detrás de ellos, en el camino. Un hombre venía corriendo, a una buena distancia todavía, pero acercándose rápidamente. El polvo de la carretera y los cabellos largos e hirsutos eran unas aureolas rojas alrededor de él a la luz de la tarde, y su sombra alargada daba saltos fantásticos por entre los troncos y los senderos de los huertos junto al camino.

—¡Escuchad! —gritaba—. ¡Deteneos! ¡Lo he encontrado! ¡Lo he encontrado!

Pronto les dio alcance. La mano de Arren buscó primero en el aire el pomo de la espada que no estaba allí, luego el mango del cuchillo perdido, y se cerró por último en un puño, todo en medio segundo. Frunció el entrecejo y se adelantó. El hombre le llevaba a Gavilán más de una cabeza y era ancho de hombros: un loco jadeante, delirante, de mirada frenética. —¡Lo he encontrado! —repetía sin cesar mientras Arren, intentando dominarlo con una voz y una actitud severas y amenazadoras, le preguntaba:

—¿Qué quieres? —El hombre trató de esquivarlo para aproximarse a Gavilán. Arren se plantó de nuevo frente a él.

—Tú eres el Tintorero de Lorbanería —le dijo Gavilán.

Arren comprendió entonces que se había conducido como un tonto, tratando de proteger a Gavilán, y se hizo a un lado. El loco, al oír de labios del mago aquellas seis palabras, dejó de jadear y de estrujarse las grandes manos manchadas; los ojos se le tranquilizaron; asintió.

—Yo era el tintorero —dijo—, pero ya no sé teñir. —Miró de soslayo a Gavilán, y sonrió; meneó la cabeza orlada por una mata de pelo rojiza y polvorienta—. Tú le quitaste el nombre a mi madre —dijo—. Ahora no la conozco, ni ella me conoce a mí. Todavía me quiere, sí, pero me ha abandonado. Está muerta.

A Arren se le encogió el corazón, pero vio que Gavilán se limitaba a sacudir la cabeza. —No, no —dijo—, no está muerta.

—Pero lo estará. Morirá.

—Sí. La muerte es una consecuencia de la vida —dijo el mago. Durante un minuto pareció que el Tintorero trataba de entender el sentido de esa frase; luego fue en línea recta hasta Gavilán, lo agarró por los hombros y se inclinó sobre él. Lo hizo con tanta rapidez que Arren no tuvo tiempo de impedírselo, pero se había acercado a ellos y alcanzó a oír el susurro del hombre—. He encontrado el agujero de la oscuridad. El Rey estaba allí. Lo vigila y reina sobre él. Tenía una pequeña llama, un pequeño candil en la mano. Sopló, y la llama se apagó. Luego volvió a soplar, ¡y la llama se encendió! ¡Se encendió!

Gavilán no se resistió al abrazo ni al cuchicheo. Preguntó simplemente: —¿Dónde estabas cuando viste esas cosas?

—En la cama.

—¿Soñando?

—No.

—¿Las viste a través de la pared?

—No —dijo el Tintorero, en un tono repentinamente serio, como si se sintiera incómodo. Soltó al mago, y dio un paso atrás—. No, yo… yo no sé dónde está. Lo he encontrado, sí, pero no sé dónde.

—Pues eso es lo que a mí me gustaría saber —dijo Gavilán.

—Yo puedo ayudarte.

—¿Cómo?

—Tú tienes una barca. Has venido en ella, y en ella seguirás. ¿Irás hacia el oeste? Ése es el rumbo. El camino hacia el lugar en que él aparece. Tiene que haber un lugar, un lugar aquí, porque él está vivo… no como los espíritus, los fantasmas que atraviesan la pared, no es eso… sólo las almas atraviesan la pared pero esto es el cuerpo, es la carne inmortal. Yo he visto cómo soplaba en la oscuridad y encendía la llama, la llama que se había apagado. Eso he visto. —El rostro del hombre se había transfigurado; era de una belleza salvaje al oro purpúreo del largo atardecer—. Yo sé que él ha vencido a la muerte. Lo sé. He dado mi magia para saberlo. ¡Yo fui mago antes! Y tú lo sabes, y allí es a donde vas. Llévame contigo.

La luz resplandecía también sobre el rostro de Gavilán, impasible y duro. —Estoy tratando de ir allí —dijo.

—¡Déjame ir contigo!

Gavilán asintió brevemente. —Si estás en el puerto cuando zarpemos —dijo, con la misma frialdad de antes.

El Tintorero retrocedió otro paso, y allí se quedó, contemplándolo, mientras la exaltación del rostro se le velaba lentamente hasta transformarse en una expresión extraña, pesada; era como si la razón estuviese esforzándose por irrumpir a través del huracán de palabras, sentimientos y visiones que la confundían. Finalmente, dio media vuelta y sin una palabra echó a correr camino abajo hacia la niebla de polvo que él mismo levantara y no se había asentado aún en el camino. Arren suspiró, aliviado.

También Gavilán suspiró, pero el suyo no era un suspiro de alivio. —Bueno —dijo—. A caminos extraños, extraños guías. Sigamos andando.

Arren acomodó su paso al de Gavilán. —¿No pensaréis llevarlo con nosotros? —inquirió.

—Eso depende de él.

También de mí depende, pensó Arren en un relámpago de cólera. Pero no dijo nada, y continuaron la marcha juntos y en silencio.

No fueron bien recibidos de vuelta en Sosara. En una isla pequeña como Lorbanería todo se sabe en seguida, y sin duda los habían visto tomar el camino lateral que llevaba a la Casa de los Tintoreros, y hablar con el loco en la carretera. El posadero los sirvió con malos modos, y su mujer parecía muerta de miedo. Al anochecer, cuando los aldeanos vinieron a sentarse bajo los aleros de la taberna, se empeñaron en mostrar que no querían hablarles y conversaron animadamente entre ellos en medio de chanzas y carcajadas. Pero no tenían mucho que decirse, y la alegría se les acabó pronto. Durante un largo rato permanecieron todos sentados, en silencio; al fin, el alcalde le dijo a Gavilán: —¿Has encontrado tus rocas azules?

—He encontrado, sí, unas pocas piedras azules —respondió Gavilán con cortesía.

—Sopli te ha dicho sin duda dónde podías encontrarlas.

—Ja, ja, ja —corearon los otros, ante ese golpe magistral de ironía.

—¿Sopli será el hombre pelirrojo?

—El loco. Tú fuiste a visitar a su madre en la mañana.

—Buscaba a un mago —dijo el mago.

El hombre flaco, que era el que estaba sentado más cerca, escupió hacia la oscuridad. —¿Para qué?