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—Pensé que podría decirme algo acerca de lo que busco.

—La gente viene a Lorbanería a buscar seda —dijo el alcalde—. No viene a buscar piedras. No viene a buscar encantamientos. Ni pantomimas y farfulles y supercherías de brujos. Aquí vive gente honesta, que hace un trabajo honesto.

—Es verdad. Tiene razón —dijeron los otros.

—Y no queremos aquí otra clase de gente, extranjeros que andan huroneando y metiendo la nariz en nuestros asuntos.

—Es verdad. Tiene razón —repitió el coro.

—Si hubiese en los alrededores algún hechicero que no estuviera loco, le daríamos un trabajo honesto en los cobertizos; pero no saben hacer un trabajo honesto.

—Quizá pudieran, si en verdad hubiese algo que hacer —dijo Gavilán—. Vuestros cobertizos están vacíos, los huertos descuidados, la seda almacenada fue tejida hace años. ¿Qué hacéis vosotros, aquí en Lorbanería?

—Nos ocupamos de nuestros propios asuntos —replicó el alcalde, pero el hombre flaco intervino, excitado:

—¿Por qué los navíos no vienen? ¡A ver, dinos eso! ¿Qué están haciendo en Hortburgo? ¿Acaso nuestro trabajo es de mala calidad?… —Unas protestas furiosas lo interrumpieron. Se gritaban unos a otros, se incorporaban de un salto; el alcalde blandió el puño ante la cara de Gavilán, otro sacó un cuchillo. Se habían puesto frenéticos. Arren estuvo de pie en un instante y miró a Gavilán, esperando verlo erguirse envuelto en el súbito resplandor de la luz mágica, y enmudecerlos de golpe con la revelación de su poder. Pero no lo hizo. Se quedó allí, sentado, mirándolos de hito en hito y escuchando sus amenazas. Y poco a poco se fueron calmando, tan incapaces al parecer de persistir en la cólera como en el regocijo. El cuchillo volvió a la vaina, las amenazas se trocaron en burlas. Empezaron a marcharse como perros que abandonan una riña, algunos pavoneándose, otros con un andar furtivo.

Cuando se quedaron solos, Gavilán se levantó, entró en la posada y bebió un largo trago de agua del cántaro que estaba junto a la puerta. —Vamos, muchacho —dijo—. Ya he tenido bastante.

—¿A la barca?

—Sí. —Puso sobre el alféizar dos piezas de plata y se echó al hombro el pequeño atado de ropa. Arren estaba cansado y soñoliento, pero echó una última mirada a la estancia del albergue, lóbrega y sofocante, y alborotada entre las vigas por el revoloteo de los inquietos murciélagos; pensó en la noche que había pasado en ese cuarto, y siguió a Gavilán de buena gana. Pensó también, mientras bajaban por la única y oscura calle de Sosara, que al partir a esa hora burlarían a Sopli el loco. Pero cuando llegaron al puerto, allí estaba, esperándolos en el espigón.

—Hete aquí —dijo Gavilán—. Sube a bordo, si quieres venir.

Sin una palabra, Sopli saltó a la barca y se acurrucó junto al mástil, como un perro grande e hirsuto. Al verlo, Arren se rebeló. —¡Mi señor! —dijo. Gavilán se volvió; se enfrentaron, cara a cara sobre el muelle por encima de la barca.

—En esta isla están todos locos, pero yo creía que vos no lo estabais. ¿Por qué lo lleváis?

—Para que nos sirva de guía.

—¿De guía… hacia una locura más grande? ¿A la muerte, ahogados, o por una cuchillada en la espalda?

—A la muerte, pero por qué camino no lo sé.

Arren hablaba con ardor, y aun con cierta resonancia de ferocidad en la voz. No estaba acostumbrado a que se le opusieran. Pero desde esa tarde, cuando en la carretera había tratado de protegerlo del loco, y había comprendido cuan vana e innecesaria era esa protección, tenía un sentimiento de amargura: aquel arrebato de amor de la mañana había sido superfluo, malgastado. Él era incapaz de proteger a Gavilán; no se le permitía tomar ninguna iniciativa, o no se le permitía, ni siquiera, comprender la naturaleza de aquella búsqueda. Lo llevaban simplemente a la rastra, tan inútil como un niño. Pero él no era un niño.

—No quisiera discutir con vos, mi señor —dijo con tanta frialdad como le fue posible—. Pero esto… ¡esto está más allá de la razón!

—Está más allá de la razón. Vamos allá adonde la razón no puede llevarnos. ¿Quieres venir, o no?

Lágrimas de cólera saltaron a los ojos de Arren.

—Dije que vendría y que os serviría. Yo no quebranto mi juramento.

—Eso está bien —dijo el mago secamente, e hizo ademán de volverse. Pero en seguida enfrentó otra vez a Arren—: Yo te necesito, Arren, y tú me necesitas. Porque quiero decirte esto: creo que este camino que seguimos es tu camino, no por obediencia o lealtad hacia mí, sino porque era el tuyo antes aún de que me vieras por primera vez; antes de que pusieras el pie en Roke; antes de que partieras de Enlad. No puedes volverte atrás.

El mago hablaba con aspereza; Arren le respondió con igual sequedad: —¿Cómo podría volverme, sin una barca, aquí en la orilla del mundo?

—¿Esto, la orilla del mundo? No, está mucho más lejos. Quizá aún lleguemos a ella.

Arren sacudió la cabeza una vez, y se dejó caer en la barca. Gavilán soltó la amarra y llamó un viento suave a la vela. Una vez que se alejaron de los borrosos y desiertos muelles de Lorbanería, la brisa sopló fresca y limpia desde el oscuro norte, y la luna se quebró en plata sobre el terso mar delante de ellos, y se elevó a la izquierda de la barca en tanto viraban hacia el sur para costear la isla.

7. El loco

El loco, el Tintorero de Lorbanería, estaba acurrucado contra el mástil, los brazos alrededor de las rodillas y la cabeza gacha. La mata de pelo hirsuto parecía negra a la luz de la luna. Gavilán dormía en la popa envuelto en una manta. Ninguno de los dos se movía. Arren estaba sentado en la proa, muy erguido; se había jurado velar toda la noche. Si el mago prefería creer que el lunático pasajero no lo atacaría, a él o a Arren, durante la noche, allá él; Arren, sin embargo, era dueño de tener sus propias ideas, y cargar con sus propias responsabilidades.

Pero la noche era muy larga y muy calma. La luz de la luna se derramaba inalterable sobre el mar. Acurrucado contra el mástil, Sopli roncaba, unos ronquidos largos, bajos. Suavemente avanzaba la barca; suavemente Arren se deslizó en el sueño. Despertó una vez, sobresaltado, y vio la luna apenas más alta; abandonó la guardia que se había impuesto, se acomodó y se quedó dormido.

Volvió a soñar, como al parecer lo hacía siempre en este viaje, y al principio los sueños eran fragmentarios pero insólitamente placenteros y reconfortantes. En el lugar del mástil de Miralejos crecía un árbol, con grandes ramas arqueadas cubiertas de follaje; unos cisnes tiraban de la barca, hendiendo las aguas con alas vigorosas delante de la proa; a lo lejos, sobre el verde berilo del mar, resplandecía una ciudad de torres blancas. Luego él estaba en una de esas torres, escalando los peldaños que ascendían en espiral, trepando por ellos ligero e impaciente. Estas escenas cambiaban y recurrían y desembocaban en otras, que pasaban sin dejar rastro; pero de pronto se hallaba en la temida y opaca medialuz de los páramos, y el horror crecía en él hasta impedirle respirar. Pero él seguía avanzando, porque tenía que hacerlo. Al cabo de un largo rato se daba cuenta de que avanzar allí era girar en círculos y volver siempre sobre sus pasos. Sin embargo tenía que salir, escapar; era cada vez más apremiante. Echaba a correr. A medida que corría los círculos se estrechaban y el suelo empezaba a inclinarse. Iba corriendo en la creciente oscuridad, cada vez más rápido, alrededor del reborde interior de un pozo, un enorme torbellino que lo aspiraba hacia abajo, hacia las tinieblas; y en el momento en que lo supo, resbaló y cayó.

—¿Qué pasa, Arren?

Gavilán le hablaba desde la popa. El amanecer gris mantenía en calma el cielo y el mar.

—Nada.