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—¿La pesadilla?

—Nada.

Arren tenía frío y tenía acalambrado el brazo derecho por haber dormido sobre él. Cerró de nuevo los ojos para protegerlos de la claridad creciente, y pensó: «Él insinúa esto y aquello, pero nunca quiere decirme claramente a dónde vamos, ni por qué, ni por qué tengo yo que ir allí. Y ahora arrastra a ese loco con nosotros. ¿Quién está más loco, el lunático o yo? ¿Por qué he venido? Entre ellos pueden entenderse, ahora los locos son los magos, dijo él. Yo hubiera podido estar en casa ahora, en mi hogar en el Palacio de Berila, en mi alcoba de paredes talladas, con alfombras rojas en el suelo, y el fuego encendido en el hogar, despertándome para salir a cazar halcones con mi padre. ¿Por qué he venido con él? ¿Por qué él me ha traído? Porque es mi camino, el mío, dice, pero así es como hablan los hechiceros, que con grandes palabras hacen que las cosas parezcan grandes. Pero el significado de las palabras está siempre en otra parte. Si hay un camino que he de seguir, es el de mi casa, no andar errando sin sentido a través de los Confines. Tengo deberes que cumplir en casa, y estoy eludiéndolos. Si de verdad piensa que un enemigo de la magia está operando en alguna parte, ¿por qué ha querido venir solo, conmigo? Podría haber traído otro mago que le ayudase… un centenar de magos. Podría haber traído todo un ejército de guerreros, una flota de navíos. ¿Es así como se afronta un gran peligro, con un viejo y un muchacho en una barca? Esto es pura locura. Él, él está loco; es como él dice, busca la muerte. Busca la muerte, y quiere llevarme con él. Pero yo no estoy loco ni soy viejo, no quiero morir, no quiero ir con él».

Se incorporó, apoyado sobre un codo, y miró hacia adelante. La luna, que había asomado frente a ellos cuando salían de la Bahía de Sosara, estaba otra vez a proa, hundiéndose en el horizonte de las aguas. Atrás, en el levante, el día clareaba pálido y triste. No había nubes, pero sí una neblina ligera, enfermiza. Más tarde, ardió el sol, pero con una luz velada, sin brillo.

Durante todo aquel día navegaron a lo largo de la costa de Lorbanería, baja y verde a mano derecha. Un viento ligero que soplaba desde tierra henchía el velamen. Hacia el anochecer costearon un largo cabo, el último; la brisa murió. Gavilán llamó a la vela el viento de magia, y como un halcón que echa a volar desde la muñeca del cazador, Miralejos se precipitó hacia adelante, dejando atrás la Isla de la Seda.

Sopli el Tintorero se había pasado el día acurrucado en el mismo sitio, visiblemente atemorizado por la barca y el mar, mareado y miserable. Ahora habló, con voz ronca: —¿Vamos hacia el oeste?

El sol en el ocaso le encendía la cara; pero Gavilán asintió sin impacientarse.

—¿A Obehol?

—Obehol está al oeste de Lorbanería.

—Muy lejos al oeste. Quizá el lugar está allí.

—¿Cómo es el lugar?

—¿Cómo puedo saberlo? ¿Cómo podría haberlo visto? ¡No está en Lorbanería! Lo he buscado durante años, cuatro años, cinco años, en la oscuridad, de noche, cerrando los ojos, y él siempre llamándome: Ven, ven, pero yo no podía ir. Yo no soy un señor de hechiceros que encuentra el camino en la oscuridad. Pero también hay un lugar al que se puede llegar a la luz, bajo el sol. Eso es lo que Mildi y mi madre no querían comprender. Se empeñaban en buscar en la oscuridad. Después el viejo Mildi murió, y mi madre perdió la razón. Olvidó los sortilegios que empleábamos para las tinturas, y eso le afectó el juicio. Quería morir, pero yo le he dicho que espere. Que espere hasta que yo encuentre el lugar. Tiene que haber un lugar. Si los muertos pueden volver a la vida en el mundo, ha de haber un lugar en el mundo donde eso ocurre.

—¿Vuelven a la vida los muertos?

—Creí que tú sabías esas cosas —dijo Sopli después de una pausa, mirando con suspicacia a Gavilán.

—Busco la forma de saberlas.

Sopli no dijo nada más. Súbitamente el mago lo miró, una mirada directa, imperiosa, pero le habló con gentileza: —¿Buscas la forma de vivir eternamente, Sopli?

Sopli le sostuvo la mirada un momento; luego escondió entre los brazos la hirsuta cabeza castaño-rojiza, cruzó los dedos de las manos sobre los tobillos y se columpió de adelante hacia atrás. Al parecer, ésa era la posición que adoptaba cuando sentía miedo, y en esos momentos no hablaba ni tenía en cuenta lo que se decía. Arren desvió la mirada con desesperación y repugnancia. ¿Cómo podrían seguir así, con Sopli, durante días o semanas, en una barca de seis metros de eslora? Era como compartir un cuerpo con un alma enferma…

Gavilán subió a la proa junto a él y apoyando una rodilla en la bancada contempló el lívido anochecer. En seguida dijo: —Es noble de espíritu.

Arren no replicó. Preguntó fríamente: —¿Qué es Obehol? Nunca he oído ese nombre.

—Yo conozco el nombre y dónde buscarlo en los mapas, nada más… ¡Mira, las compañeras de Gobardón!

La gran estrella de color topacio estaba ahora más alta en el sur, y debajo de ella, iluminando apenas el mar ensombrecido, brillaba una estrella blanca a la izquierda y una blanquiazulada a la derecha, formando un triángulo.

—¿Tienen nombres?

—El Maestro de Nombres lo ignoraba. Quizá las gentes de Obehol y Wellogy tengan nombres para ellas. Yo no lo sé. Ahora penetramos en mares extraños, Arren, bajo el Signo del Fin.

El muchacho no respondió y se quedó mirando con una especie de repulsión las brillantes estrellas sin nombre que resplandecían en las alturas, sobre el mar infinito.

Mientras navegaban rumbo al oeste día tras día, el calor de la primavera meridional reposaba sobre las aguas, y el cielo estaba claro. Sin embargo Arren tenía la impresión de que había una opacidad en la luz, como si cayera sesgada a través de un vidrio. El agua de mar estaba tibia y nadar no lo refrescaba. La comida salada no tenía sabor. No había frescura en las cosas, ni brillo, salvo de noche, cuando las estrellas irradiaban una luminosidad que Arren nunca había visto en ellas. Entonces se tendía boca arriba y las contemplaba hasta que se dormía. Y cuando dormía, soñaba: siempre el sueño de los páramos, o el pozo, o un valle rodeado de acantilados, o un camino largo que descendía bajo un cielo encapotado; siempre la luz mortecina, y el horror, y el desesperado esfuerzo por escapar.

Nunca le hablaba de esto a Gavilán. No le hablaba de nada que fuese importante para él, sólo de los menudos incidentes cotidianos de la travesía; y Gavilán, a quien siempre había que arrancarle las palabras, ahora estaba casi siempre en silencio.

Arren veía ahora que había estado loco al confiarse de cuerpo y alma a ese hombre inquieto y taciturno que se dejaba guiar por sus impulsos y que no hacía ningún esfuerzo por gobernar su vida, ni siquiera para salvarla. Porque ahora había en él un sentimiento de fatalidad; y eso, pensaba Arren, era porque no se atrevía a afrontar su propio fracaso, el fracaso de la magia como un gran poder entre los hombres.

Era evidente ahora. Para quienes conocían los secretos, no había muchos secretos en esas artes mágicas con las que Gavilán y todas las generaciones de magos y hechiceros habían conquistado tanta fama y poder. No eran mucho más que la manipulación de las nubes y los vientos, el conocimiento de las hierbas curativas, y una habilidad para crear ilusiones tales como nieblas y luces y cambios de forma, que podían maravillar al ignorante, pero que eran meras supercherías. La realidad no cambiaba. No había en la magia nada que diese a un hombre verdadero poder sobre los hombres; y era absolutamente inútil contra la muerte. Los magos no vivían más tiempo que los hombres comunes. Todas sus palabras secretas no les servían para postergar ni un solo instante la hora de la muerte.

Ni siquiera en cuestiones de poca monta merecía la magia que se la tomase en cuenta. Gavilán siempre era tacaño en el uso de sus artes; navegaban con el viento del mundo cada vez que podían, pescaban para procurarse alimentos, y economizaban el agua, como cualquier marino. Después de cuatro días de luchar contra un caprichoso viento de proa, Arren le preguntó si no convendría que llamase a la vela una brisa favorable, y cuando el mago meneó la cabeza, dijo: