Pasó la mano por encima de la borda y la metió en el agua: por un instante la vio, vivida, pálida y verdosa, bajo el agua viva. Se encorvó y chupó el agua de los dedos. Era amarga y le quemaba los labios, pero lo volvió a hacer. Sintió náuseas y se dobló en dos para vomitar, pero sólo un poco de bilis le quemó la garganta. Ya no quedaba agua para Gavilán, y Arren tenía miedo de acercarse a él. Se echó en la barca, tiritando a pesar del calor. En torno, todo era silencio, aridez y resplandor: un terrible resplandor. Escondió los ojos para no ver la luz.
Estaban allí, de pie en la barca, y eran tres: flacos como espinas y angulosos, los ojos grandes, parecían tres extrañas garzas o grullas negras. Las voces eran débiles, como gorjeos de pájaros. Arren no entendía lo que decían. Uno se arrodilló junto a él, y de una vejiga oscura que llevaba bajo el brazo vertió algo en la boca del muchacho: era agua. Gavilán bebió con avidez, se atragantó y volvió a beber hasta vaciar el odre. Luego miró en torno, y con un penoso esfuerzo se levantó, diciendo: —¿Dónde está, dónde está? —Porque sólo los tres extraños hombres flacos estaban con él en la barca.
Lo miraron sin comprender.
—El otro hombre —graznó, la garganta en carne viva y los labios resquebrajados, resecos, incapaces de formar las palabras—. Mi amigo…
Uno de los hombres entendió al fin la inquietud de Arren, si no sus palabras, y posando una mano leve sobre el brazo del muchacho, señaló con la otra: —Allí —dijo, tranquilizador.
Arren miró. Y delante de la barca y hacia el norte, vio muchas balsas, algunas agrupadas, muy próximas, y otras en largas sartas que se extendían a lo lejos a través del mar: tantas balsas que parecían hojas muertas flotando en un estanque. Todas tenían cerca del centro, y no muy elevadas sobre el nivel del agua, una o dos cabinas o cabañas; y algunas estaban provistas de mástiles. Como hojas flotaban, balanceándose suavemente a medida que las grandes olas del océano occidental pasaban bajo ellas. Entre las olas, las aguas rutilaban como si fueran de plata, y allá arriba, oscureciendo el poniente se cernían grandes nubes de tormenta.
—Allí —dijo el hombre señalando una balsa grande, muy próxima a Miralejos.
—¿Vivo?
Todos lo miraron, y al fin uno comprendió.
—Vivo. Está vivo.
Entonces Arren se echó a llorar, un sollozo seco, y uno de los hombres lo tomó por la muñeca con una mano enjuta y vigorosa y lo ayudó a saltar a la balsa a la que estaba amarrada Miralejos. La balsa era tan grande y tan marinera que no se inclinó, ni siquiera ligeramente, bajo el peso de los dos. El hombre lo condujo a través de la balsa en tanto uno de los otros tendía un pesado arpón que remataba en un garfio de diente de ballena y acercaba otra balsa próxima. Una vez allí el hombre guió a Arren hasta la cabaña, abierta por un lado y cerrada por otro con una cortina tramada. —Acuéstate —le dijo—, y a partir de ese instante Arren no supo nada más.
Tendido de espaldas, los ojos fijos en una rústica techumbre verde salpicada de diminutas motas de luz, creía estar en los huertos de manzanos de Semermine, donde los príncipes de Enlad pasan los veranos, en las colinas que se alzan detrás de Berila; creía estar en Semermine, tendido sobre la hierba espesa, viendo la luz del sol por entre la fronda de los manzanos.
Al cabo de un rato oyó el golpeteo y el empuje del agua en los huecos, bajo la balsa, y las voces apagadas de los balseros hablando una lengua que era hárdico común del Archipiélago, pero tan distinto en los sonidos y en los ritmos que le era difícil comprenderlo; y entonces supo dónde se hallaba: lejos, más allá del Archipiélago, más allá de todas las islas, perdido en la Mar Abierta. Pero ni siquiera ese pensamiento lo desazonó, tendido como estaba, tan confortablemente como si reposara en la hierba de los prados de la tierra natal.
Pensó, al cabo de un rato, que tenía que levantarse, y eso hizo, notando entonces que su cuerpo estaba mucho más delgado y como quemado, y que las piernas, aunque temblorosas, aún le respondían. Empujó a un lado la cortina y salió a la luz de la tarde. Había llovido mientras él dormía. Los maderos de la balsa, grandes troncos escuadrados y pulidos, ensamblados y calafateados con precisión, estaban oscuros, impregnados de humedad, y los enjutos balseros semidesnudos tenían los cabellos ennegrecidos y aplastados por la lluvia. Pero una mitad del cielo, en el este, estaba despejada, y allí brillaba el sol, y las nubes se deslizaban hacia el lejano nordeste en grandes copos de plata.
Uno de los hombres se acercó a Arren, cauteloso, y se detuvo a pocos pasos de él. Era bajo y menudo, no más alto que un chiquillo de doce años, de ojos oscuros, grandes y rasgados. Tenía en la mano una lanza que terminaba en unas púas de marfil.
Arren le dijo: —Os debo la vida, a ti y a tu gente.
El hombre inclinó la cabeza.
—¿Querrías llevarme adonde está mi compañero?
Volviéndose, el balsero alzó la voz en un grito agudo, penetrante como la llamada de un ave marina. Luego se sentó en cuclillas, como esperando, y Arren hizo lo mismo.
Todas las balsas tenían un mástil, aunque en la de Arren no lo habían levantado aún. En los mástiles se izaban las velas, pequeñas comparadas con la anchura de la balsa, y de un material pardo, no lona ni lino sino una sustancia fibrosa que no parecía tejida sino prensada, como el fieltro. A unas cuatro millas de distancia, una balsa arrió desde la cruceta y por medio de cuerdas la vela parda, y lentamente, y con la ayuda de pértigas y garfios, se abrió paso entre las otras para acercarse a la de Arren. Cuando llegó a unos dos o tres pies de distancia, el hombre acuclillado junto a Arren se levantó y saltó despreocupadamente hasta ella. Arren lo imitó, para aterrizar de mala manera sobre manos y rodillas; no tenía ninguna flexibilidad en las piernas. Se levantó, y pudo ver que el hombre lo observaba, no con una sonrisa irónica, sino con aprobación: como si respetara la serenidad de Arren.
Esta balsa era más grande y más alta de flotación que todas las demás, construida con troncos de doce metros de largo y uno y medio o más de ancho, ennegrecidos y pulidos por el desgaste y la intemperie. Unas estatuas de madera curiosamente talladas se alzaban alrededor de las diversas cabañas o recintos, con altas pértigas coronadas por penachos de plumas de aves marinas en los cuatro ángulos. El guía lo condujo a la más pequeña de las cabañas, y allí Arren vio a Gavilán, dormido.
Arren se sentó en el interior de la cabaña. El guía regresó a la otra balsa, y nadie vino a importunarlo. Al cabo de una hora, una mujer de la otra balsa le trajo la comida: una especie de guiso de pescado, frío, con algunos trocitos de una sustancia verde y transparente, salada pero sabrosa; y un pequeño tazón de agua, rancia y con sabor a brea por el calafateado de la barrica. Viendo la actitud de la mujer al ofrecerle el agua, Arren comprendió que lo que le regalaba era un tesoro, una cosa venerable. Y con respeto la bebió, y no pidió más, aunque hubiera podido beber diez veces otro tanto.
Unas manos diestras habían vendado el hombro de Gavilán, que ahora dormía con un sueño profundo y tranquilo. Cuando despertó, tenía los ojos límpidos. Miró a Arren y sonrió, con esa sonrisa dulce, alegre, que siempre sorprendía en su rostro duro. Y otra vez Arren tuvo ganas de llorar. Puso una mano sobre la mano de Gavilán y no dijo nada.
Uno de los balseros se aproximó y se sentó en cuclillas a la sombra de la gran cabaña vecina: una especie de templo, al parecer: un friso de intrincados diseños cuadrados coronaba el dintel, y las jambas de la puerta eran troncos tallados en forma de ballenas grises, prontas a zambullirse. Este hombre era pequeño y delgado como los otros, menudo como un chiquillo, pero tenía un rostro fuerte, curtido por los años. Sólo llevaba un taparrabo, pero se movía con dignidad. —Necesita dormir —dijo, y Arren dejó solo a Gavilán y fue hacia el hombre.