—Tú eres el jefe de este pueblo —dijo, pues sabía reconocer a un príncipe a primera vista.
—Lo soy —dijo el hombre, con una breve inclinación de cabeza. Arren estaba frente a él, erguido e inmóvil. Al fin el hombre escrutó brevemente los ojos de Arren—. Tú también eres un jefe —observó.
—Lo soy —le respondió Arren. Le hubiera gustado preguntar cómo sabía eso el balsero, pero no dijo nada—. Aunque sirvo a mi señor, que está allí.
El jefe de los balseros dijo algo que Arren no comprendió, ciertas palabras transformadas hasta lo irreconocible, o nombres que él ignoraba; luego dijo: —¿A qué habéis venido a Balatrán?
—En busca…
Pero Arren ignoraba cuánto podía decir, y en verdad qué decir. Todo lo acontecido y hasta el motivo mismo del viaje le parecían cosas del pasado que se le confundían en la memoria. Al fin dijo: —Nos dirigíamos a Obehol. Allí nos atacaron en cuanto desembarcamos. Mi señor fue herido.
—¿Y tú?
—Yo no —dijo Arren, recurriendo al frío dominio de sí mismo que desde niño había aprendido en la corte—. Pero había… había algo allí, una especie de locura. Un hombre que venía con nosotros se ahogó allí voluntariamente. Había un miedo… —Se interrumpió y quedó en silencio.
El jefe lo observaba, los ojos negros, opacos. Al fin dijo: —Entonces ¿habéis venido aquí por azar?
—Sí. ¿Estamos todavía en el Confín Austral?
—¿Confín? No. Las islas… —El jefe movió una mano negra y fina, describiendo un arco, no más que un cuarto del compás, de norte a este—. Las islas están allí —dijo—. Todas las islas. —Luego, señalando toda la mar anochecida que se extendía delante de ellos, de norte a sur pasando por el oeste, dijo—: La mar.
—¿De qué tierra sois vosotros, señor?
—De ninguna tierra. Somos los Hijos de la Mar Abierta.
Arren miró el rostro vivaz del hombre. Miró en torno, la balsa grande, con el templo y los altos ídolos, tallados todos en troncos de árboles, grandes deidades que eran una mezcla de delfín, pez, hombre y ave marina; observó a la gente atareada, tejiendo, tallando, pescando, cocinando sobre altas plataformas, cuidando a los niños pequeños; vio las otras balsas, setenta por lo menos, diseminadas por el agua en un gran círculo de quizá una milla de diámetro. Era una pequeña ciudad: el humo se elevaba en delgadas volutas de las casas distantes, el viento traía las voces agudas de los niños. Era una ciudad, y bajo el suelo se extendía el abismo.
—¿Nunca vais a tierra? —preguntó el muchacho en voz baja.
—Una vez al año. Vamos a la Duna Larga. Allí cortamos la madera y reparamos y pertrechamos las balsas. Eso en el otoño, y luego seguimos a las ballenas grises hacia el norte. En el invierno nos separamos, y las balsas navegan solas. En la primavera venimos a Balatrán, y nos reencontramos. Entonces hay un ir y venir de balsa a balsa, hay casamientos, se celebra la Larga Danza. Estas son las Rutas de Balatrán; desde aquí la gran corriente lleva hacia el sur. En verano, a favor de la gran corriente, derivamos rumbo al sur, hasta que vemos a las Grandes, las ballenas grises, virando hacia el norte. Entonces las seguimos, y volvemos al fin a las costas de Emah en la Duna Larga, por una corta temporada.
—Esto es en verdad prodigioso, mi señor —dijo Arren—. Nunca supe que existiera un pueblo como el vuestro. Mi patria está muy lejos de aquí. Sin embargo también allí, en la isla de Enlad, bailamos la Larga Danza en la víspera del solsticio de verano.
—Vosotros pisáis la tierra, sobre seguro —dijo el jefe en tono seco—. Nosotros bailamos sobre la mar profunda.
Al cabo de un momento preguntó: —¿Cómo se llama tu señor?
—Gavilán —dijo Arren. El jefe repitió las sílabas, pero era evidente que no tenían para él ningún significado. Y eso más que cualquier otra cosa hizo comprender a Arren que aquella historia era cierta, que ese pueblo vivía año tras año en alta mar, lejos de todas las tierras y del olor de la tierra, a donde no llegaban las aves terrestres, ignoradas por los hombres.
—La muerte estaba en él —dijo el jefe—. Necesita dormir. Tú vuelve ahora a la balsa de la Estrella; yo mandaré por ti.
Se levantó. Aunque perfectamente seguro de sí mismo, no estaba al parecer muy seguro respecto a Arren, no sabía si tratarlo como a un igual o como a un muchacho. Arren, dadas las circunstancias, prefería la segunda alternativa, y aceptó que lo despidiese de ese modo; pero en seguida tuvo que enfrentar un problema distinto. Las balsas, flotando a la deriva, habían vuelto a distanciarse, y unos cien metros de agua satinada ondulaban entre ellas.
El jefe de los Hijos de la Mar Abierta le habló una vez más, brevemente. —Nada —le dijo.
Arren se descolgó de la balsa con cautela. La frescura del agua era agradable en la espalda escoriada por el sol. Cruzó a nado y se encaramó a la otra balsa. Un grupo de cinco o seis niños y adolescentes lo observaban con un interés no disimulado. Una niña muy pequeña dijo: —Nadas como un pez en un anzuelo.
—¿Cómo quieres que nade? —preguntó Arren, un poco mortificado, pero de buen modo; en verdad, no hubiera podido mostrarse brusco con un ser humano tan pequeño. Era como una estatuilla de caoba pulida, frágil, exquisita.
—¡Así! —gritó la niña, y se zambulló como una foca en el espejo límpido y turbulento de las aguas. Sólo al cabo de un largo rato, y a una distancia inverosímil, oyó Arren el grito agudo de la niña y vio la cabeza negra, lisa y reluciente que asomaba a la superficie.
—Ven —dijo un muchacho que podía tener la edad de Arren, aunque por su estatura y su talla no representaba más de doce años: un adolescente de rostro grave, con un cangrejo azul tatuado en la espalda. Se zambulló y todos se zambulleron, hasta un niño de tres años; Arren se vio obligado a imitarlos, y así lo hizo, procurando no salpicar.
—Como una anguila —dijo el muchacho, emergiendo junto al hombro de Arren.
—Como un delfín —dijo una bonita muchacha con una bonita sonrisa y desapareció en las profundidades.
—¡Como yo! —chilló el niño de tres años, balanceándose como una botella.
Y así esa tarde, hasta que cayó la noche, y todo el largo y dorado día siguiente, y los subsiguientes, Arren nadó y conversó y trabajó con los jóvenes de la balsa de la Estrella. Y de todas las peripecias del viaje, desde aquella mañana del equinoccio en que él y Gavilán zarparan de Roke, ésta le parecía en cierto modo la más extraña; porque no tenía nada que ver con todo cuanto había acontecido antes, ni durante el viaje ni en toda su vida; y menos tenía que ver aún con lo que estaba por venir. Por la noche, cuando se acostaba entre los otros para dormir bajo las estrellas, pensaba: «Es como si me hubiese muerto, y ésta fuese otra vida, una vida después de la muerte, a la luz del sol, más allá de la orilla del mundo, entre los hijos y las hijas de la mar…». Antes de dormirse buscaba al sur, en la lejanía, la estrella amarilla y la figura de la Runa del Fin, y siempre veía a Gobardón, y el triángulo menor o el mayor; pero ahora las estrellas salían más tarde, y no podía mantener los ojos abiertos y ver cómo la figura entera se desprendía del horizonte. Noche tras noche, día tras día, las balsas derivaban hacia el sur, pero nunca había cambio alguno en el mar, porque lo eternamente cambiante nunca cambia; las lluvias tempestuosas de mayo terminaron y de noche resplandecían las estrellas, y durante el día el sol.
Sabía que no habrían de vivir toda la vida, para siempre, en esa paz que era como un sueño. Preguntó por el invierno, y ellos le hablaron de las largas lluvias y las violentas marejadas, de las balsas solitarias, aisladas unas de otras, derivando y cabeceando a través de la grisura y la oscuridad, semana tras semana tras semana. El último invierno, durante una tempestad que había durado un mes, habían visto olas tan enormes que parecían «nubes de tormenta», decían ellos, porque nunca habían visto una colina; podían verlas llegar, una detrás de otra, enormes, a millas de distancia, precipitándose gigantescas hacia ellos. ¿Podían las balsas surcar mares semejantes?, preguntó, y ellos dijeron que sí, pero no siempre. En la primavera, cuando volvían a reunirse en las Rutas de Balatrán, quizá faltaran dos balsas, o tres, o seis…