Se casaban muy jóvenes. Cangrejo- Azul, el muchacho que llevaba el nombre tatuado, y la bonita Albatros eran marido y mujer, aunque él tenía apenas diecisiete años y ella dos menos; había muchos casamientos como aquél entre las balsas. Numerosos bebés gateaban y hacían pininos por las balsas, atados con largas correas a los cuatro postes del cobertizo central, en el que todos se apiñaban a la hora de la canícula para dormir en montón una agitada siesta. Todos se turnaban para recoger las grandes algas marinas de hojas pardas, el nilgu de as Rutas, dentado como el helecho y de veinticinco o treinta metros de largo. Todos participaban en la tarea de machacar y prensar el nilgu con el que hacían los lienzos, y en el trenzado de las fibras más bastas para confeccionar con ellas cuerdas y redes; todos se ocupaban de pescar, de secar el pescado, de transformar en herramientas el marfil de las ballenas, y de todas las demás tareas necesarias para la vida en las balsas. Pero siempre había tiempo para nadar y para conversar, y nunca una hora fija para terminar un trabajo. No había horas: sólo días enteros, noches enteras. Al cabo de algunos de esos días y noches, Arren tenía la impresión de haber vivido en la balsa un tiempo incalculable, y de que Obehol era un sueño, y que detrás de aquel sueño había otros, más vagos, y que en algún otro mundo había vivido en tierra y había sido un príncipe en Enlad.
Cuando al fin fue convocado a la balsa del jefe, Gavilán lo miró un momento y dijo: — Te pareces al Arren que conocí en el Patio del Manantiaclass="underline" terso y resplandeciente como una foca dorada. Te sienta la vida aquí, muchacho.
— Sí, mi señor.
—¿Pero dónde es aquí? Hemos dejado atrás los lugares. Hemos navegado fuera de los mapas… Hace mucho tiempo oí hablar del pueblo de los Balseros, pero creía que era uno de los tantos cuentos del Confín Austral, una quimera sin sustancia. Sin embargo, hemos sido socorridos por esa quimera, y nuestras vidas han sido salvadas por un mito.
Sonreía al hablar, como si hubiera participado de ese bienestar intemporal a la luz del estío; pero tenía el rostro sombrío y una opaca oscuridad en los ojos. Arren se dio cuenta y lo enfrentó.
—Yo he traicionado —dijo, y se detuvo—. He traicionado vuestra confianza en mí.
—¿Cómo es eso, Arren?
—Allá… en Obehol. Cuando por una vez tuvisteis necesidad de mí. Estabais herido y necesitabais mi ayuda. Yo no hice nada. La barca navegaba a la deriva, y yo la dejé derivar. Vos sufríais de dolor, y yo no hice nada por vos. Veía la tierra… veía la tierra, y ni siquiera intenté cambiar el rumbo de la barca…
—Cálmate, hijo —dijo el mago con tanta firmeza que Arren obedeció. Y un momento después—: Dime en qué pensabas en aquel momento.
—En nada, mi señor… ¡en nada! Pensaba que cualquier cosa que hiciera sería inútil, que vuestro poder mágico os había abandonado… no, que nunca había existido. Que me habíais embaucado. —El sudor le perlaba el rostro y tenía que forzar la voz, pero prosiguió—: Tenía miedo de vos. Le tenía miedo a la muerte. Le tenía tanto miedo que no quería miraros, porque quizá estabais muriendo. No podía pensar en nada, salvo en que había… había un medio para mí de no morir, si podía encontrarlo. Pero durante todo ese tiempo la vida se me escapaba, como si hubiese una gran herida de donde manaba la sangre… como de la vuestra. Pero esa herida estaba en todas las cosas. Y yo no hacía nada, salvo tratar de sustraerme al horror de la muerte.
Se interrumpió, pues no soportaba decir la verdad de viva voz. No era vergüenza lo que le impedía hablar, sino miedo, el miedo mismo. Ahora sabía por qué esa existencia apacible en las balsas, en la mar y a la luz del sol le parecía una vida después de la vida, un sueño, una quimera. Era porque sabía, en su corazón, que la realidad estaba vacía, vacía de vida, de calor, de color, de sonido: vacía de sentido. Todo ese juego maravilloso de la forma y la luz y el color en la mar y en los ojos de los hombres no era nada más que eso: un juego de ilusiones en un vacío hueco.
Las ilusiones pasaban, y sólo lo informe permanecía, lo confuso y lo frío. No había nada más.
Gavilán lo estaba mirando, y Arren había bajado la vista. Pero de improviso una vocecita habló dentro de él, la voz del coraje o quizá la voz de la ironía. Era arrogante y despiadada, y le decía: ¡Cobarde! ¡Cobarde! ¿También esto vas a tirar por la borda?
Alzó pues los ojos, con un gran esfuerzo de la voluntad, y sostuvo la mirada de su compañero.
Gavilán estiró el brazo y tomando la mano de Arren, la apretó con rudeza: ahora los dos se tocaban, se tocaban con los ojos y con la carne.
—Lebannen —dijo. Nunca había pronunciado el nombre verdadero de Arren, y Arren nunca se lo había dicho—. Lebannen, esto es. Y tú eres. No hay seguridad. No hay fin. La palabra ha de oírse en silencio. Para que se vean las estrellas es preciso que haya oscuridad. La danza se baila siempre sobre el sitio vacío, sobre el terrible abismo.
Arren hubiera querido soltarse, pero el mago lo retenía. —Os he traicionado —dijo—. Y volveré a traicionaros. ¡No tengo suficiente fuerza!
—Tienes suficiente fuerza. —La voz de Gavilán parecía tierna, pero había en ella la misma dureza que había asomado en lo más hondo de la vergüenza de Arren—. Lo que amas, amarás. Lo que emprendas, lo llevarás a cabo. Se puede confiar en ti. No es de extrañar que no lo hayas aprendido todavía; sólo has tenido diecisiete años para aprenderlo. Pero reflexiona un momento, Lebannen. Rehusar la muerte es rehusar la vida.
—¡Pero yo buscaba la muerte! —Arren levantó la cabeza y clavó la mirada en Gavilán—. Como Sopli…
—Sopli no buscaba la muerte. Buscaba acabar con el miedo a la muerte.
—Pero hay un camino. El camino que él buscaba. Sopli. Y Liebre, y los otros. El camino de regreso a la vida, a la vida sin muerte. Vos… vos más que cualquier otro… vos tenéis que conocer ese camino…
—Yo no lo conozco.
—Pero los otros, los hechiceros…
—Sé lo que ellos creen buscar. Pero sé que morirán, como ha muerto Sopli. Que yo moriré. Que tú morirás.
El puño del mago seguía reteniendo a Arren.
—Y valoro ese conocimiento. Es un gran don. Es el don de la identidad. Porque sólo perdemos aquello que es nuestro. Esa identidad, nuestro tormento y nuestra gloria, nuestra humanidad, no perdura. Cambia y desaparece. Una ola en el mar. ¿Querrías acaso que el mar quedara inmóvil, que las mareas cesaran para salvar una sola ola, para salvarte tú? ¿Renunciarías a la habilidad de tus manos, a la pasión de tu corazón, a la avidez de tu mente, para comprar seguridad?
—Seguridad —repitió Arren.
—Sí —dijo el mago—. Seguridad.
Soltó la mano de Arren y apartó de él los ojos, dejándolo solo, aunque seguían estando frente a frente.
—No sé —dijo Arren al cabo—. No sé lo que busco, ni a dónde voy, ni quién soy.
—Yo sé quién eres —dijo Gavilán en el mismo tono de voz, bajo y duro—. Eres mi guía. En tu inocencia y tu coraje, en tu insensatez y tu lealtad, eres mi guía, el niño a quien envío delante de mí en la noche oscura. Es tu miedo lo que sigo. Tú has pensado que yo te trataba con dureza. Nunca has sabido hasta qué punto. Me sirvo de tu amor como un hombre que enciende una vela para alumbrarse el camino y la deja arder hasta que se consume. Y hay que seguir. Hay que seguir y recorrerlo todo, hasta el último día. Hasta el lugar donde los manantiales se secan, el lugar al que te arrastra tu miedo mortal.