Se despertó de golpe: el trovador había dejado de cantar. No sólo el que estaba cerca de ellos, sino todos los otros, en las balsas próximas y en las más alejadas. Las voces tenues se habían extinguido como un grito distante de aves marinas.
Arren miró hacia el este por encima del hombro, esperando ver el alba. Pero sólo flotaba allí la luna vieja, baja aún, asomando apenas sobre el horizonte, dorada en medio de las estrellas del estío.
Luego miró hacia el sur y vio, muy alta en el cielo, la amarilla Gobardón, y debajo sus ocho compañeras, incluso la última: la Runa del Fin, clara y resplandeciente por encima del mar. Y al volverse a mirar a Gavilán, vio el rostro oscuro alzado, contemplando esas mismas estrellas.
—¿Por qué has callado? —le preguntó el jefe al trovador—. Aún no ha despuntado el día, ni siquiera el alba.
El hombre balbuceó y dijo: —No sé.
—¡Sigue cantando! La Larga Danza no ha terminado.
—Ya no sé las palabras —dijo el cantor, y elevó la voz en un grito como de terror—. No puedo cantar. He olvidado la canción.
—¡Canta otra, entonces!
—Ya no hay más cantos. Todo ha terminado —gritó el trovador, e inclinó el cuerpo doblándose hacia adelante, y el jefe lo miró, estupefacto.
Las balsas se mecían en silencio bajo el chisporroteo de las antorchas. La quietud del océano se cerraba alrededor de aquel pequeño aliento de vida y luz, y lo devoraba. Ningún bailarín se movía.
A Arren le pareció que el resplandor de las estrellas empezaba a velarse. Y sin embargo, la luz del alba no asomaba aún en el este. Sintió horror y pensó: «No habrá amanecer. No habrá día».
En ese momento el mago se levantó. Y mientras se levantaba, una luz tenue, blanca y fugaz, corrió a lo largo de la vara, y ardió en la runa de plata incrustada en la madera. —La danza no ha terminado —dijo—, ni la noche. Arren, canta.
Arren hubiera querido decir: «¡No puedo, señor!», pero miró las nueve estrellas en el sur, inspiró profundamente, y cantó. La voz le sonó velada y ronca al principio, pero fue cobrando fuerza a medida que cantaba, y el canto era el más antiguo de los cantares, el de la creación de Ea, y el equilibrio entre la oscuridad y la luz, y la creación de las tierras verdes por aquel que pronunció la Primera Palabra, el primer Señor de los Días Antiguos, Segoy.
Antes que Arren terminase de cantar, el cielo había palidecido hasta un azul grisáceo, y en él sólo la luna y Gobardón brillaban aún débilmente, y las antorchas crepitaban al viento del amanecer. Terminado el canto, Arren calló; y los bailarines que se habían congregado para escucharlo se marcharon en silencio, de balsa en balsa, mientras la claridad se expandía en el levante.
—Es un hermoso canto —dijo el jefe con voz vacilante, aunque trataba de mostrarse impasible—. No hubiera estado bien finalizar la Larga Danza antes de que se completase. Haré azotar con correas de nilgu a esos cantores perezosos.
—Consuélalos, más bien —dijo Gavilán. Todavía estaba de pie y su tono era grave—. Ningún cantor elige el silencio. Ven conmigo, Arren.
Se volvió para dirigirse a la cabaña, y Arren lo siguió. Pero los prodigios de aquel amanecer no habían terminado aún, porque en el mismo instante, y mientras la linde del mar se teñía de blancura en el este, un gran pájaro apareció volando desde el norte; tan alto se cernía que la luz del sol que aún no había brillado sobre el mundo le iluminaba las alas; y el pájaro batía el aire con pinceladas de oro. Arren dio un grito, señalándolo. El mago alzó los ojos sorprendido. Y el rostro se le transfiguró, y se le hizo fiero y exultante, y gritó:
—¡Nam hietha arw Ged Arkvaissa! —que en la Lengua de la Creación significaba: «Si es a Ged a quien buscas, aquí lo encontrarás».
Y como una plomada de oro, las alas en alto y desplegadas, enorme y atronador en el aire, con garras que podrían atrapar un buey como si fuese un ratón, con un rizo de humeante llama brotándole de los largos ollares, el dragón se abatió como un halcón sobre la balsa oscilante.
Los balseros gritaban, aterrorizados; unos se tiraban al suelo, otros saltaban al mar, y algunos se quedaron quietos, mirando, con un asombro que sobrepasaba al miedo.
El dragón se cernió sobre la balsa. Treinta metros medían, tal vez, de extremo a extremo las enormes alas membranosas, que brillaban a la luz del sol naciente como humo estriado de oro; y no menos largo era el cuerpo, pero enjuto, arqueado como el de un lebrel, con zarpas de lagarto y escamas de serpiente. A lo largo del angosto espinazo corría una hilera de dardos dentados, parecidos a espinas de rosal, pero de un metro de altura en la giba del lomo, y disminuyendo de tal modo que el último, en el extremo de la cola, no era más largo que la hoja de un cuchillo pequeño. Esas espinas eran grises, y las escamas del dragón parecían de hierro, pero con reflejos de oro. Los ojos eran verdes y rasgados.
Temiendo por la suerte de su pueblo y olvidando su propio miedo, el jefe de los balseros salió de la cabaña con un arpón de los que utilizaban para la caza de ballenas: era más largo que él y remataba en una gran punta barbada de marfil. Blandiéndolo con su brazo menudo y musculoso corrió hacia adelante para tomar impulso y lanzarlo contra el vientre angosto y escamoso del dragón que se cernía sobre la balsa. Arren, despertando de su estupor, alcanzó a verlo, y abalanzándose sobre él le sujetó el brazo y cayó al suelo en un montón con él y el arpón.
—¿Acaso quieres encolerizarlo con ese ridículo alfiler? —jadeó—. ¡Deja que el Señor de Dragones sea el primero en hablar!
El jefe, a medias sin resuello, clavó entonces una mirada estúpida en Arren, y luego en el mago, y en el dragón. Pero no dijo nada. Y entonces el dragón habló.
Nadie excepto Ged —a quien se dirigía— pudo comprenderlo, porque los dragones sólo hablan la Lengua Arcana, la lengua propia de los dragones. La voz era suave y sibilante, casi como la de un gato cuando bufa de rabia, pero enorme, y había en ella una música terrible. Quienquiera que oyese esa voz se detendría, y escucharía inmóvil.
El mago respondió brevemente, y el dragón habló otra vez, suspendido sobre el hombre y agitando apenas las alas: como una libélula, pensó Arren, suspendida en el aire.
El mago respondió entonces una sola palabra: Memeas, «iré», y levantó la vara de madera de tejo. Las quijadas del dragón se abrieron y una serpentina de humo escapó de ellas en un arabesco largo. Las alas de oro se sacudieron batiendo el aire y levantando un gran viento que olía a incendio; y la enorme criatura dio media vuelta y voló hacia el norte.
Ahora había silencio en las balsas, sólo interrumpido por los débiles gorjeos y lloriqueos de los niños, y las voces de las mujeres que los tranquilizaban; y los hombres volvían a trepar a bordo desde la mar, un poco abochornados; y las olvidadas antorchas continuaban encendidas a los primeros rayos del sol.
El mago se volvió a Arren. Había un fulgor en su rostro que podía ser de alegría o de cólera, pero habló con una voz tranquila: —Ahora tenemos que partir, hijo. Di tus adioses y ven. —Se volvió hacia el jefe de los balseros para darle las gracias y despedirse, y luego dejó la balsa grande, y cruzando otras tres (ya que aún seguían todas juntas, como habían sido dispuestas para la danza) llegó a la que estaba amarrada Miralejos. Porque la barca había seguido a la ciudad balsera en aquel largo y lento derivar hacia el sur, meciéndose vacía detrás de ellos; pero los Hijos de la Mar Abierta habían llenado de agua de lluvia el barril de la barca, y la habían abastecido de provisiones, deseando así homenajear a sus huéspedes; porque muchos de ellos creían que Gavilán era uno de las Grandes, que había tomado la forma de un hombre en lugar de la forma de una ballena. Cuando Arren se reunió con él, ya había izado la vela. Arren soltó la amarra y saltó a la barca, y en el mismo instante Miralejos viró y la vela se tendió como al impulso de un viento de altura, aunque sólo soplaba la brisa del amanecer. Escoró por la banda y enfiló veloz hacia el norte, siguiendo el rastro del dragón, ligera como una hoja llevada por el viento.