Cuando Arren volvió la cabeza, vio la ciudad de las balsas, como minúsculos y dispersos despojos de un naufragio, varillas y trocitos de madera flotando a la deriva: las cabañas y los postes de las antorchas. Pronto todo eso se perdió en la incandescencia del sol matinal sobre las aguas. Miralejos corría hacia adelante. Cada vez que la roda mordía las olas, la espuma volaba en un fino polvo de cristal, y el viento desplazado echaba hacia atrás los cabellos de Arren obligándolo a cerrar los ojos.
Ningún viento de la tierra hubiera podido hacer que una barca tan pequeña surcara el mar tan rápidamente, sólo una tempestad, y quizá entonces fuera engullida por las olas. No era un viento de la tierra lo que la empujaba sino la palabra y los poderes del mago.
Durante largo rato Gavilán había estado de pie junto al mástil, los ojos avizores. Al fin se sentó en su antiguo sitio junto al timón, y apoyó una mano sobre él, y miró a Arren.
—Era Orm Embar —dijo—, el Dragón de Selidor, descendiente de aquel famoso Orm que mató a Erreth-Akbé y fue muerto por él.
—¿Andaba de caza, señor? —preguntó Arren, porque no sabía a ciencia cierta si las palabras que el mago le había dicho al dragón eran de bienvenida o de amenaza.
—Sí, y yo era la presa. Lo que un dragón busca lo encuentra siempre. Ha venido a pedirme ayuda. —Soltó una breve carcajada—. Y eso es algo que yo no creería si me lo contaran: que un dragón le pida ayuda a un hombre. ¡Y éste, entre todos! No el más viejo, aunque sea viejísimo, pero sí el más poderoso. No oculta su nombre verdadero como los hombres y los otros dragones. No teme que alguien pueda dominarlo. Tampoco engaña, como suelen hacer los de su especie. Hace ya mucho tiempo, en Selidor, me perdonó la vida, y me dijo una gran verdad: me dijo cómo se podía reencontrar la Runa de los Reyes. ¡Pero jamás imaginé que tuviera que pagar semejante deuda, a semejante acreedor!
—¿Qué pide de vos?
—Mostrarme el camino que busco —respondió el mago, ahora más sombrío. Y luego de una pausa—: Me dijo que en el oeste hay otro Señor de Dragones, que trabaja para nuestra destrucción, y que tiene más poder que nosotros. Yo dije: «¿Más grande aún que el tuyo, Orm Embar?», y él dijo: «Más aún que el mío. Necesito de ti: sígueme a prisa». Y ante esa orden, yo obedezco.
—¿No sabéis nada más?
—Sabré más.
Arren enrolló el cabo de amarre, lo guardó, y se dedicó a otros pequeños menesteres en la barca, pero todo el tiempo la excitación cantaba en él como la cuerda tensa de un arco, y cantó en su voz cuando al fin habló. —Es un guía mejor —dijo—, ¡mejor que los otros!
Gavilán lo miró, y rió. —Sí —dijo—. Esta vez no nos extraviaremos, parece.
Así iniciaron los dos la gran carrera a través del océano. Mil millas o más separaban los mares de los balseros, ausentes en los mapas, de la Isla de Selidor, la más lejana y occidental de todas las islas de Terramar. Día tras día salía el sol, resplandeciente en el límpido horizonte, y se hundía purpúreo en el oeste, y bajo el arco de oro del sol y los circuitos de plata de las estrellas la barca corría hacia el norte, solitaria sobre la mar.
A veces las nubes tormentosas del pleno verano se amontonaban a lo lejos, arrojando sombras de púrpura sobre el horizonte; Arren observaba entonces al mago, cuando éste se levantaba y con la voz y las manos pedía a las nubes que flotaran hacia ellos, y que vertieran su lluvia sobre la barca. Los relámpagos estallaban entre las nubes, el trueno bramaba, y el mago seguía aún de pie con la mano en alto, hasta que la lluvia caía sobre él, y sobre Arren, y en los recipientes que habían dispuesto, y en la barca, y en el mar, aplastando las olas con su violencia. Y él y Arren sonreían mostrando los dientes, porque alimentos, si no de sobra, tenían bastantes, pero necesitaban agua. Y se deleitaban contemplando el furioso esplendor de la tempestad que obedecía a la palabra del mago.
Arren se maravillaba de ese poder que su compañero utilizaba ahora con tanta ligereza, y una vez dijo: —Cuando iniciamos nuestro viaje no solíais obrar encantamientos.
—La primera lección en Roke, y la última, es «Haz lo que sea necesario». ¡Y no más!
—Las lecciones intermedias han de consistir, entonces, en aprender qué es lo necesario.
—Así es. Es preciso tener en cuenta el Equilibrio. Pero cuando el Equilibrio mismo está roto… entonces hay que tener en cuenta otras cosas. Por encima de todo, la prisa.
—Pero ¿cómo se explica que los hechiceros del Sur, y ahora todos, en todas partes, hasta los trovadores de las balsas, hayan perdido su arte mientras que vos conserváis el vuestro?
—Porque yo no deseo nada más que mi arte —dijo Gavilán.
Y al cabo de un rato añadió, más animoso: —Y si he de perderlo pronto, lo aprovecharé, mientras dure.
Y en verdad, había ahora en él una especie de alegría, una complacencia, que Arren, viéndolo siempre tan cauteloso, no había sospechado. La mente de un mago se deleita con juegos de ilusión; el disfraz de Gavilán en Hort, que tanto perturbara a Arren, había sido un juego para él; un juego insignificante, por lo demás, para alguien que podía transformarse a voluntad, cambiando no sólo el rostro y la voz, sino también el cuerpo, y convirtiéndose si así lo deseaba en pez, en delfín, en halcón. Y una vez dijo: —Mira, Arren: Te voy a mostrar Gont —y le había pedido que observara la superficie del barril de agua, que había destapado y que estaba lleno hasta el borde. Muchos hechiceros comunes pueden hacer aparecer una imagen en el espejo del agua, y eso había hecho éclass="underline" un pico inmenso, coronado de nubes, elevándose desde un mar gris. Luego la imagen cambió, y Arren vio claramente un acantilado de aquella isla montañosa. Era como si él, Arren, fuese un pájaro, una gaviota o un halcón, suspendido en el viento lejos de la costa, y mirase a través del viento ese acantilado que desde una altura de seiscientos metros dominaba las rompientes del mar. Allá arriba, en la cornisa, había una casita—. Esto es Re Albí —dijo Gavilán—, y allí vive mi maestro, Ogion, el que apaciguó el terremoto, de esto hace mucho, mucho tiempo. Cuida sus cabras, recoge hierbas, y guarda silencio. Me pregunto si aún paseará por la montaña; es muy viejo ahora. Pero yo lo sabría, claro que lo sabría, incluso ahora, si Ogion hubiese muerto… —La voz del mago vaciló un momento y la imagen se enturbió, como si el acantilado mismo se estuviese desmoronando. En seguida se aclaró, y también la voz de Gavilán se aclaró—: Solía subir a solas a los bosques, al final del estío y en el otoño. Así fue como llegó a mí, la primera vez, cuando yo era un niño en una aldea montañosa, y me dio mi nombre. Y con él la vida.
En la imagen que ahora mostraba el espejo de agua, era como si el observador fuese un pájaro en medio del bosque, asomándose a mirar un paisaje de praderas empinadas bañadas por el sol, bajo las rocas y las nieves de la cumbre, y dentro del bosque un sendero escarpado que descendía hacia una oscuridad verde atravesada por dardos de oro.
—No hay silencio semejante al silencio de esos bosques —dijo Gavilán, nostálgico.
La imagen se desvaneció, y sólo el disco enceguecedor del sol de mediodía se reflejó en el agua del tonel.
—Allí —dijo Gavilán, mirando a Arren con una expresión extraña, burlona—, allí, si yo pudiera alguna vez volver allí, ni siquiera tú podrías seguirme.