La tierra se extendía delante de ellos, baja y azul a la luz de la tarde, como un banco de bruma. —¿Es Selidor? —preguntó Arren, y el corazón se le aceleró; pero el mago le dijo:
—Obb, supongo, o Jessage. Todavía no estamos ni a mitad de camino, hijo.
Aquella noche atravesaron los estrechos entre esas dos islas. No vieron ninguna luz, pero un acre olor a humo flotaba en el aire, tan penetrante que les irritaba los pulmones. Cuando amaneció, y miraron hacia atrás, la isla oriental, Jessage, estaba quemada, negra tierra adentro hasta donde alcanzaba la vista, y una niebla azulada y opaca flotaba sobre ella.
—Han quemado los campos —dijo Arren.
—Sí. Y las aldeas. He sentido antes el olor de ese humo.
—¿Son salvajes, aquí en el oeste? Gavilán sacudió la cabeza.
—Labriegos; aldeanos.
Arren contempló la ruina negra en que se había convertido la tierra, los árboles abrasados en los huertos contra el cielo; torció la cara. —¿Qué mal les han hecho los árboles? —dijo—. ¿Tienen que castigar a la hierba por los errores que ellos mismos han cometido? Son hombres salvajes estos que incendian la tierra sólo porque están peleando con otros hombres.
—No tienen guía —dijo Gavilán—. No hay un Rey; y los hombres aptos para reinar, y los dotados de poderes mágicos, todos se han apartado, encerrándose en ellos mismos, buscando la puerta que lleva al más allá de la muerte. Así era en el Sur, y presumo que lo mismo ha de ocurrir aquí.
—¿Y todo esto es obra de un solo hombre, el hombre de quien hablaba el dragón? No parece posible.
—¿Por qué no? Si hubiera un Rey de las Islas, sería sólo uno. Y reinaría. Un solo hombre puede destruir o gobernar, con la misma facilidad: ser Rey, o Anti-Rey.
Otra vez hablaba con aquel dejo de burla, o de desafío, que ponía colérico a Arren.
—Un rey tiene servidores, lugartenientes, soldados, mensajeros. Gobierna a través de sus servidores. ¿Dónde están los servidores de este… Anti-Rey?
—En nuestra mente, hijo. En nuestra mente. El traidor, el yo, ese yo que grita: ¡Yo quiero vivir, y que se pudra el mundo con tal que yo viva! La pequeña alma traicionera que hay en nosotros en la oscuridad como una araña en una caja. Nos habla a todos. Pero sólo algunos la comprenden. Los magos, los trovadores, los hacedores. Y los héroes, los que buscan ser ellos mismos. Ser uno mismo es una cosa rara, y grande. Ser uno mismo para siempre, ¿no es más grande todavía?
Arren miró a Gavilán a los ojos. —Queréis decir que no lo es. Mas decidme por qué. Yo era un niño cuando emprendí este viaje, no creía en la muerte. Pero no he aprendido a regocijarme, a acoger con alegría mi muerte, o la vuestra. Si le tengo amor a mi vida, ¿no he de aborrecer el fin?
El maestro de esgrima de Arren en Berila era un hombre de unos sesenta años, bajo, calvo y frío. Arren lo había detestado durante años, si bien reconocía que era un gran esgrimista. Pero un día, durante los ejercicios, había tomado desprevenido al maestro, y lo había desarmado: y nunca olvidó aquella felicidad incrédula, incongruente, que había iluminado de súbito el rostro frío del maestro, la esperanza, la alegría: ¡un igual, por fin un igual! A partir de ese día el maestro de esgrima lo había sometido a un entrenamiento despiadado, y cada vez que se enfrentaban con los sables, aquella misma sonrisa implacable aparecía en el rostro del viejo, iluminándolo, a medida que Arren ponía en la lucha un renovado ardor. Ahora estaba en el rostro de Gavilán.
—La vida sin fin —dijo el mago—. La vida sin muerte. La inmortalidad. Toda alma la desea, apoyándose en la fuerza de ese deseo. Pero ten cuidado, Arren. Tú eres alguien que podría ver cumplido ese deseo.
—¿Y entonces?
—Entonces… esto que ves. Esta calamidad asolando las tierras. Las artes del hombre olvidadas. El cantor enmudecido. El ojo ciego. ¿Y entonces? Un falso rey reinando. Reinando para siempre. Y sobre los mismos súbditos para siempre. No más nacimientos; no más vidas nuevas. No más niños. Sólo lo que es mortal engendra vida, Arren. Sólo en la muerte hay renacimiento. El Equilibrio no es inmovilidad. Es un movimiento… un eterno devenir.
—Pero ¿cómo los actos de un hombre, la vida de un solo hombre pueden perturbar el Equilibrio del Todo? Seguramente eso no es posible, no debería permitirse… —Se interrumpió de golpe.
—¿Quién permite? ¿Quién prohíbe?
—Yo no lo sé.
—Ni yo.
Casi con encono, y con terquedad, Arren preguntó: —Entonces, ¿cómo es posible que estéis tan seguro?
—Sé cuánto mal puede hacer un hombre —dijo Gavilán, y la cara cruzada de cicatrices se le contrajo, pero más de dolor que de cólera—. Lo sé porque yo lo he hecho. He hecho el mismo mal, movido por la misma soberbia. Abrí la puerta entre los mundos. Un resquicio apenas, un pequeño resquicio, sólo para demostrar que yo era más fuerte que la muerte misma. Era joven, y aún no había encontrado la muerte… como tú… Costó la fuerza del Archimago Nemmerle, su maestría y su vida, cerrar esa puerta. Puedes ver en mí, en mi cara, la marca que esa noche me ha dejado. Pero a él lo mató. Oh, la puerta entre la luz y las tinieblas puede ser abierta, Arren; requiere fuerza, mas se puede hacer. Pero volver a cerrarla, eso es otra historia.
—Pero con seguridad lo que vos hicisteis no era lo mismo…
—¿Por qué? ¿Porque soy un hombre bueno? —Aquella frialdad semejante a la del maestro de esgrima estaba otra vez en la mirada de Gavilán—. ¿Qué es un hombre bueno, Arren? ¿Es un hombre bueno aquel que no haría el mal, aquel que no abriría la puerta que da a las tinieblas, aquel que no lleva la oscuridad dentro de él? Mira de nuevo, muchacho. Mira un poco más lejos. Tendrás necesidad de cuanto aprendas, para ir adonde tienes que ir. ¡Mira dentro de ti! ¿No oíste una voz que te decía Ven? ¿No la seguiste, acaso?
—Sí. Pero yo… yo creí que esa voz era la de él.
—Era la de él. Y era la tuya. ¿Cómo podría hablarte a ti y a todos los que saben escuchar si no con vuestra propia voz?
—¿Por qué vos no la oís, entonces?
—¡Porque no quiero oírla! —dijo con vehemencia Gavilán—. Yo había nacido para el poder, lo mismo que tú. Pero tú eres joven. Tú estás en las fronteras de lo posible, en el país de las sombras, en el reino del sueño, y oyes la voz que dice Ven. Como la oí yo, una vez. Pero yo soy viejo. Yo ya he hecho mi elección, he hecho lo que tenía que hacer. Ahora estoy a la luz del día, frente a mi propia muerte. Y sé que sólo hay un poder que valga la pena tener. Y ése es el poder, no de tomar, sino de aceptar. No de tener, sino de dar.
Jessage estaba ahora lejos detrás de ellos, una mancha azul en el agua.
—Entonces yo soy su servidor —dijo Arren.
—Sí. Y yo el tuyo.
—Pero entonces, ¿quién es él? ¿Quién es?
—Un hombre, creo.
—¿El hombre de quien hablasteis una vez, el hechicero de Havnor, el que invocaba a los muertos? ¿Es él?
—Es muy posible que lo sea.
—Pero era viejo, contasteis, cuando lo conocisteis años atrás… ¿No estará muerto ahora?
—Puede ser —dijo Gavilán.
Y no dijeron más.
Esa noche el mar era de fuego. Las olas violentas que la proa de Miralejos arrojaba hacia atrás, y el movimiento de cada pez a través de la superficie del agua, estaban envueltos en un halo de luz viva. Arren, sentado con el brazo apoyado sobre la regala y la cabeza sobre el brazo, contemplaba aquellas ondas y remolinos de destellos plateados. Metió la mano en el agua, la retiró y una luz le corrió levemente por los dedos.
—Mirad —dijo—. Yo también soy un mago.
—Ese don no lo tienes —dijo su compañero.
—Vaya ayuda que podré prestaros sin él —dijo Arren, los ojos fijos en el incesante cabrilleo de las olas— cuando encontremos a nuestro enemigo.