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A medida que el sol expandía su luz por encima de las brumas del levante, las diminutas manchas que Arren veía revolotear en el aire parecían centellear, como polvo de oro que se agitara en el agua, o partículas de polvo en un rayo de sol. Y entonces Arren supo que eran dragones.

Cuando Miralejos se aproximó a las islas, Arren vio los dragones que se remontaban y volaban en círculos en el viento de la mañana, y el corazón le saltó en el pecho, hacia ellos, en un rapto de alegría, un júbilo triunfante, que era como un dolor. Toda la gloria de la mortalidad se reflejaba en ese vuelo, cuya belleza estaba hecha de la fuerza terrible, del delirio absoluto, y de la gracia de la razón. Porque aquéllas eran criaturas pensantes, capaces de hablar y de una antigua sabiduría: en las figuras de aquel vuelo había una armonía voluntaria y feroz.

Arren no habló, pero pensó: No me importa lo que pueda ocurrir después; he visto los dragones en el viento de la mañana.

De vez en cuando las figuras se alejaban y los círculos se quebraban, y a menudo en pleno vuelo los ollares de un dragón echaban una larga cinta de fuego que ondulaba y flotaba un instante en el aire, repitiendo la curva y el brillo del largo y arqueado cuerpo del dragón. El mago los observó un momento y dijo: —Están encolerizados. Danzan su cólera en el viento.

Y un momento después: —Ahora estamos en el avispero. —Porque los dragones habían visto la pequeña vela sobre las olas, y primero uno y luego otro suspendieron el torbellino de la danza y descendieron en una fila larga por el aire, batiendo las grandes alas, en línea recta hacia la barca.

El mago miró a Arren, que estaba en el timón, porque había marejada de proa. El muchacho sujetaba la barra con mano firme, pero no apartaba los ojos del batir de aquellas alas. Como satisfecho con lo que había visto, Gavilán se dio vuelta otra vez, y de pie junto al mástil, quitó de la vela el viento mágico. Luego levantó la vara y habló en voz alta.

Al sonido de la voz del mago y las palabras del Habla Arcana, algunos de los dragones dieron media vuelta en pleno vuelo y se dispersaron y regresaron a las islas. Otros se detuvieron y planearon, las garras aceradas de los miembros delanteros medio extendidas. Uno, dejándose caer casi a ras del agua, voló lentamente hacia ellos: en dos aletazos estuvo encima de la barca, el vientre acorazado suspendido sobre el mástil. Arren vio, entre la coyuntura de la escápula y el pecho, la carne rugosa, indefensa, que es junto con el ojo la única parte vulnerable del dragón, a menos que se lo ataque con una lanza dotada de un poderoso encantamiento. Un humo nauseabundo, de olor a carroña, salía en grandes bocanadas del largo hocico dentado y asfixiaba y estremecía al muchacho.

La sombra pasó. Volvió a pasar, de nuevo volando bajo, y esta vez Arren sintió el aliento abrasador antes que el humo. Oyó la voz de Gavilán, clara y tajante. El dragón sobrevoló la barca y se alejó. Y tras él partieron los otros, regresando en ondulada procesión hacia las islas como pavesas llevadas por una ráfaga de viento.

Arren se recobró y se enjugó el sudor glacial que le cubría la frente. Al mirar a su compañero, notó que se le habían blanqueado los cabellos: el aliento el dragón los había quemado, encrespándole las puntas. Y la gruesa lona de la vela estaba chamuscada de un lado, de un color herrumbre.

—Tienes un poco quemada la cabeza, muchacho —dijo Gavilán.

—También lo está la vuestra, señor.

Gavilán se pasó la mano por el pelo, sorprendido. —¡Es verdad! Eso ha sido una insolencia; mas no deseo entrar en discordia con estas criaturas. Parecen estar enloquecidas, o atontadas. No han hablado. Jamás he conocido a un dragón que no hablase antes de atacar, aunque sólo fuese para atormentar a su presa… Ahora tenemos que seguir. No los mires a los ojos, Arren. Da vuelta la cara si es preciso. Navegaremos con el viento del mundo, que es propicio y sopla desde el sur, y es posible que yo necesite de mi arte para otros menesteres. Quédate en el timón, pero déjala ir como quiera.

Miralejos continuó navegando, y pronto pasó entre una isla distante a la izquierda, y las dos islas gemelas que habían visto antes a la derecha. Éstas se elevaban del mar en riscos bajos, y toda la roca desnuda estaba blanqueada por los excrementos de los dragones y de las pequeñas y temerarias golondrinas de mar de cabeza negra, que anidaban entre ellos.

Los dragones habían volado muy alto y describían círculos en el aire, como buitres. Ni uno solo volvió a descender en picado hacia la barca. A veces se llamaban unos a otros, con gritos ásperos y estridentes a través de los pozos de aire, pero si había palabras en aquellos alaridos, Arren no pudo distinguirlas.

La barca bordeó un pequeño promontorio, y Arren vio en la orilla lo que en un momento le pareció una fortaleza en ruinas. Era un dragón. Una de las alas negras estaba replegada y la otra extendida a través de la arena y hasta la orilla del mar, de modo que el vaivén de las olas la sacudía de adelante hacia atrás en un remedo de vuelo. El cuerpo serpentino yacía cuan largo era sobre la roca y la arena. Le faltaba una pata de delante; del gran arco de las costillas le habían arrancado el caparazón de malla, y tenía el vientre desgarrado, de modo que la venenosa sangre de dragón había ennegrecido la arena, en metros a la redonda. Sin embargo, la criatura vivía aún. Tan prodigiosa es la fuerza de la vida en los dragones que sólo un poder igual de hechicería puede matarlos rápidamente. Los ojos auriverdes estaban abiertos; y la cabeza enorme y enjuta se sacudió apenas al paso de la barca, y con un silbido bronco, entrecortado, un vapor mezclado con una espuma sanguinolenta le brotó de golpe de los ollares.

En la playa, entre el dragón moribundo y la orilla del mar, se veían las marcas y estrías dejadas por las zarpas y los cuerpos pesados de otros dragones; las entrañas de la criatura yacían desparramadas y pisoteadas en la arena.

Ni Arren ni Gavilán hablaron hasta que estuvieron a una buena distancia de la isla, avanzando a través de las aguas turbulentas del Paso de los Dragones, flanqueado de arrecifes, pináculos y figuras de roca, hacia las islas septentrionales de la doble cadena. Sólo entonces habló Gavilán: —Fue un espectáculo funesto —dijo, y su voz era lúgubre y fría.

—¿Se… comen a los de su misma especie?

—No. No más que nosotros. Han enloquecido. Les han quitado el don de la palabra. Ellos, que hablaron antes que los hombres, ellos, más antiguos que cualquier otra criatura, los Hijos de Segoy… reducidos al mudo terror de las bestias. ¡Ah, Kalessin! ¿A dónde te han llevado tus alas? ¿Has vivido para ver a tu raza caída en la vergüenza?

La voz del mago vibraba como golpes de martillo sobre el yunque; con los ojos en alto, escudriñaba el cielo. Pero los dragones estaban atrás, girando ahora en círculos más bajos sobre las islas rocosas y la playa ensangrentada, y en lo alto no se veía nada más que el cielo azul y el sol del mediodía.

No había entonces ningún hombre viviente que hubiera cruzado, o visto, el Paso de los Dragones, excepto el Archimago. Hacía veinte años y más lo había navegado en toda su longitud de este a oeste, y de regreso. Era el delirio, para un navegante, y la maravilla. El agua se extendía en un laberinto de canales azules y bancos de verdor, y ahora él y Arren, en ese laberinto, por medio de la mano y la palabra y la más celosa vigilancia, buscaban un paso para la barca entre las rocas y los arrecifes: algunos tan bajos que el flujo de la marea los sumergía por completo. Otros afloraban a medias, cubiertos de anémonas y hálanos y serpentinos helechos de mar; como monstruos surgidos de las aguas, cascarudos o sinuosos. Otros se elevaban desde el mar en pináculos y acantilados, y había arcos y medios arcos, torres talladas, formas fantásticas de animales, lomos de jabalí y cabezas de serpiente, y todo inmenso, deforme, difuso, cual si la vida misma se agitase consciente a medias en la roca. El ruido de las olas era como una respiración sobre los arrecifes, que el rocío brillante y amargo humedecía. En una de esas rocas se veían claramente los hombros encorvados y pesados de un hombre, de noble cabeza, que meditaba frente al mar; pero cuando la barca hubo pasado y miraron desde el norte, el hombre había desaparecido, y la roca reveló una caverna contra la que el mar se estrellaba y caía con un estampido fragoroso y hueco; y parecía haber una palabra en aquel ruido. A medida que continuaban navegando, los ecos distorsionados se atenuaban y esa sílaba se percibía con más claridad; y Arren dijo entonces: