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—¿Hay una voz en esa gruta?

—La voz del mar.

—Pero pronuncia una palabra.

Gavilán escuchó; miró a Arren de soslayo, y otra vez la caverna.

—¿Cómo la oyes tú?

—Como diciendo el sonido ahm.

—En el Habla Arcana significa el principio, o hace mucho tiempo. Pero yo oigo ohb, que es una forma de decir el fin. ¡Mira, mira adelante! —concluyó bruscamente, en el mismo momento en que lo ponía en guardia—. ¡Vados! —Y pese a que Miralejos se abría paso como un gato esquivando los peligros, estuvieron ocupados algún tiempo en la barra del timón, y lentamente la caverna que rugía aquella eterna y enigmática palabra fue quedando atrás.

Ahora navegaban en aguas más profundas, fuera ya de la fantasmagoría de las rocas, y delante de ellos, asomaba una isla que parecía una torre. Los acantilados eran negros, cilíndricos, como grandes y apretados pilares, de bordes rectos y superficies planas, y se elevaban a pico cien metros por encima del mar.

—Ese es el Alcázar de Kalessin —comentó el mago—. Así lo llamaban los dragones, cuando estuve aquí hace mucho tiempo.

—¿Quién es Kalessin?

—El más anciano…

—¿Él mismo construyó este lugar?

—No lo sé. No sé si fue construido. Ni qué edad puede tener. Digo «él», pero ni siquiera eso sé… Comparado con Kalessin, Orm Embar es como un niño de un año. Y tú y yo somos como criaturas de un día. —Escrutó las monumentales empalizadas, y Arren las miró, intranquilo, imaginando que un dragón podía lanzarse desde aquella lejana cornisa negra y caer sobre ellos casi al mismo tiempo que su sombra. Pero no apareció ningún dragón. Surcaron lentamente las aguas tranquilas a sotavento de la roca, no oyendo nada más que el murmullo y el chapoteo de las olas sombrías sobre las columnas de basalto. Allí el agua era profunda, sin rocas ni arrecifes; Arren maniobraba la barca y Gavilán, de pie en la proa, escudriñaba los acantilados y el cielo luminoso.

La barca salió al fin de la sombra del Alcázar de Kalessin a la luz del sol del atardecer. Habían cruzado el Paso de los Dragones. El mago levantó la cabeza, como quien ve de pronto aquello que esperaba ver, y surcando el vasto espacio de oro, el dragón Orm Embar apareció ante ellos sobre alas doradas.

Arren oyó que Gavilán le gritaba: «¿Aro Kalessin?». Adivinó el significado de estas palabras, pero no pudo entender la respuesta del dragón. Sin embargo, cada vez que oía el Habla Arcana tenía siempre la impresión de que estaba a punto de comprender, que casi comprendía: como si fuese una lengua que había olvidado, no una que nunca había conocido. Cuando el mago la hablaba, su voz era mucho más clara que cuando hablaba en hárdico, y parecía envuelta en una especie de silencio, como el más leve toque sobre una gran campana. Pero la voz del dragón era como un gongo, profunda y a la vez estridente, o como el tañido sibilante de los címbalos.

Arren contempló a su compañero de pie en la angosta proa, hablando con la criatura monstruosa que planeaba sobre él ocultando la mitad del cielo; y una especie de orgullo jubiloso embargó el corazón del muchacho, al ver qué cosa tan pequeña es un hombre, tan frágil, y tan terrible. Porque el dragón hubiera podido arrancarle la cabeza con un solo zarpazo, hubiera podido triturar la barca y hundirla como una piedra hunde una hoja que flota sobre el agua, si sólo se tratase de una cuestión de tamaño. Pero Gavilán era tan peligroso como Orm Embar: y el dragón lo sabía.

El mago volvió la cabeza. —Lebannen —dijo, y el muchacho se levantó y se adelantó, pese a que no tenía ningún deseo de acercarse, ni un solo paso, a aquellas mandíbulas de casi cinco metros y a aquellos ojos auriverdes y rasgados de pupilas hendidas que ardían sobre él desde el aire.

Gavilán no le dijo nada, pero le puso una mano sobre el hombro y de nuevo le habló al dragón, brevemente.

—Lebannen —dijo la voz profunda sin ninguna pasión—. ¡Agni Lebannen!

Arren levantó la cabeza; sintió en seguida la presión de la mano del mago, y evitó la mirada de los ojos de oro verde.

No sabía hablar la Lengua Arcana; pero no era mudo: —Te saludo, Orm Embar, Señor Dragón —dijo con voz clara, como un príncipe que saluda a otro príncipe.

Se hizo un silencio, y el corazón de Arren latió desacompasado y con violencia. Pero Gavilán sonreía de pie junto a él.

Después de esto el dragón habló de nuevo, y Gavilán le respondió; y ese diálogo le pareció largo a Arren. Al fin acabó, y de repente. El dragón remontó vuelo con un golpe de alas que estuvo a punto de hacer zozobrar la embarcación, y desapareció. Arren miró al sol y descubrió que no parecía estar más cerca del ocaso; en realidad, no había pasado mucho tiempo. Pero el rostro del mago tenía un color de cenizas húmedas, y los ojos le resplandecían cuando se volvió hacia Arren. Se sentó en la bancada.

—Magnífico, muchacho —dijo—. No es fácil… hablar a los dragones.

Arren fue a buscar víveres, pues no habían probado bocado en todo el día; y el mago no dijo nada más hasta que hubieron comido y bebido. El sol tocaba ahora el horizonte, aunque en aquellas latitudes septentrionales, y no mucho después del solsticio de verano, la noche llegaba tarde y lentamente.

—Bueno —dijo al fin—. Orm Embar me ha dicho, a su manera, muchas cosas. Dice que aquél a quien buscamos está y no está en Selidor… Le es difícil a un dragón hablar claro. No tienen mentes claras. Y aun cuando uno de ellos quiera decirle la verdad a un hombre, cosa nada frecuente, ignora qué aspecto tiene la verdad para un hombre. Así que le pregunté: «¿De la misma manera que está tu padre Orm en Selidor?». Porque como tú sabes, allí es donde Orm y Erreth-Akbé murieron combatiendo. Y él respondió: «No y sí. Lo encontrarás en Selidor, pero no en Selidor». —Gavilán hizo una pausa y reflexionó, mientras mascaba una corteza de pan duro—. Tal vez quiso decir que aunque el hombre no está en Selidor, es allí adonde tengo que ir para encontrarlo. Tal vez… Le pregunté entonces por los otros dragones. Dijo que ese hombre ha estado con ellos, y sin sentir ningún temor, porque aunque ha muerto retorna una y otra vez de la muerte, en carne y hueso, vivo. Por lo tanto ellos le temen como a una criatura sobrenatural; y por ese temor los domina con magia, y los ha despojado del Habla de la Creación, dejándolos librados a su propia naturaleza. Y así se devoran unos a otros, o se quitan ellos mismos la vida arrojándose al mar… una muerte abominable para la serpiente de fuego, la bestia del viento y el fuego. Le dije entonces: «¿Dónde está el señor Kalessin?», y todo cuanto me dijo fue: «En el Oeste», lo cual podría significar que Kalessin ha volado hacia esas tierras que según los dragones se extienden más allá de las aguas conocidas; o quizá no signifique eso. Así que terminé con mis preguntas, y él empezó con las suyas, diciendo: «He volado sobre Kaltuel volviendo al norte, y sobre las Puertas de Torin. En Kaltuel vi a unos aldeanos que sacrificaban a un niño de pecho sobre la piedra de un altar, y en Ingat a un hechicero que las gentes de su propia comunidad habían matado a pedradas. ¿Te parece, Ged, que se comerán al niño? ¿Regresará el hechicero de la muerte y apedreará a su propio pueblo?». Yo pensé que se burlaba de mí, y estaba a punto de contestarle con cólera, pero no, no se burlaba. Dijo: «El sentido ha desaparecido de las cosas. Hay un agujero en el mundo, y el mar escapa por él. La luz se está acabando. Nos quedaremos en la tierra yerma. No habrá más agua ni más muerte». Y entonces comprendí, por fin, lo que quería decirme.