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Arren no sólo no comprendía; estaba, además, muy perturbado. Porque Gavilán, al repetir las palabras del dragón se había nombrado a sí mismo con su nombre verdadero, era evidente. Y eso había despertado en la memoria de Arren el penoso recuerdo de la mujer de Lorbanería gritando a quien quisiera oírla: «¡Mi nombre es Akaren!». Si los poderes de la magia, y los de la música y la palabra, y los de la confianza se estaban debilitando y marchitando entre los hombres, si un miedo demente se estaba apoderando de ellos de modo que, como los dragones privados de razón, se volvían unos contra otros para destruirse, si eso ocurría, ¿escaparía su señor a ese destino? ¿Era en verdad tan fuerte?

No parecía fuerte, encorvado sobre su cena de pan y pescado ahumado, el pelo encanecido y chamuscado por el fuego, las manos frágiles, la cara fatigada.

Sin embargo, el dragón le temía.

—¿Qué te atormenta, hijo?

Con él, sólo cabía la verdad.

—Habéis pronunciado vuestro nombre verdadero, mi señor.

—Oh, sí. Olvidé que no lo había dicho antes. Necesitarás de mi nombre verdadero, si vamos allá adonde debemos ir. —Alzó los ojos hacia Arren, todavía masticando—. ¿Pensaste que me estaba volviendo senil, y que iría pregonando mi nombre a los cuatro vientos, como un viejo legañoso que ha perdido la razón y la vergüenza? ¡No, hijo, todavía no!

—No —dijo Arren, tan azorado que no pudo decir nada más. Estaba rendido; el día había sido largo, y poblado de dragones. Y las perspectivas eran cada vez más sombrías.

—Arren —dijo el mago—. ¡No! Lebannen, allí adonde vamos, no hay nada que ocultar. Allí todos llevan sus verdaderos nombres.

—Nadie puede hacer daño a los muertos —dijo Arren, sombrío.

—Pero no es sólo allí, no sólo en la muerte, donde la gente recobra sus nombres. Aquellos que pueden ser más dañados, los más vulnerables, aquellos que han dado amor, y no lo piden de vuelta: ésos se llaman unos a otros por sus nombres. Los fieles de corazón, los capaces de dar vida… Pero estás rendido, hijo. Échate y duerme. No hay nada que hacer ahora, salvo mantener el rumbo toda la noche. Y en la mañana veremos la última isla del mundo.

En la voz del mago había una extrema gentileza. Arren se acurrucó en la proa y al instante el sueño empezó a invadirlo. Oyó que el mago entonaba un cántico en voz muy queda, casi un murmullo, no en lengua hárdica sino en el Habla de la Creación; y cuando empezaba al fin a comprender, y a recordar lo que las palabras significaban, justo antes de comprenderlas, se quedó dormido.

En silencio el mago guardó el pan y la carne, inspeccionó las líneas, puso todo en orden en la barca, y luego, tomando el cabo de guía de la vela en la mano y sentándose en la bancada de popa, puso en la vela el fuerte viento de magia. Incansable, Miralejos enfiló hacia el norte, una flecha sobre el mar.

Miró a Arren, el rostro dormido del muchacho iluminado por el oro rojo del largo crepúsculo, la áspera cabellera movida por el viento. Ya no era el adolescente de aspecto delicado, sereno y principesco que pocos meses antes lo aguardara sentado junto a la fuente de la Casa Grande; éste era un rostro más delgado, más duro y mucho más fuerte. Pero no menos hermoso.

—No he encontrado a nadie que me siguiera en mi camino —dijo Ged el Archimago en voz alta, hablándole al joven dormido, o quizá al viento hueco—. A nadie más que a ti. Y tú has de seguir tu camino, no el mío. Sin embargo, tu reino, en parte, será también mi reino. Porque yo te reconocí, ¡yo fui el primero en reconocerte! Y más me alabarán por esto en los días del futuro que por todas mis hazañas de magia… Si hay días en el futuro. Porque ante todo tenemos que encontrar el punto de Equilibrio, el centro pendular del mundo. Y si yo caigo, caerás tú, y todo el resto… Por un tiempo, por un tiempo. No hay oscuridad que dure eternamente. Y aún allí, hay estrellas… Oh, cuánto me gustaría verte coronado en Havnor, y el sol resplandeciendo sobre la Torre de la Espada, y sobre el Anillo que para ti trajimos de Atuan, desde las tumbas tenebrosas, Tenar y yo, ¡antes aún que tú nacieras!

Rió, y volviéndose de cara al norte, dijo entre dientes en la lengua común: —¡Un cabrerizo sentando en el trono al heredero de Morred! ¿No aprenderé nunca?

Luego, siempre con el cabo de guía en la mano y la vela henchida y roja a los últimos resplandores del poniente, habló otra vez en voz baja: —Ni en Havnor quisiera estar, ni en Roke. Es tiempo de acabar con el poder. De abandonar los juguetes viejos y seguir andando. Es tiempo de que vuelva a casa. Quisiera ver a Tenar. Quisiera ver a Ogion, y hablar con él antes de que muera, en la casa de los acantilados de Re Albi. Ardo en deseos de caminar por la montaña, la montaña de Gont, por los bosques en otoño, cuando las hojas brillan. No hay ningún reino que pueda compararse a los bosques. Es tiempo de que vaya allí, de que vaya en silencio, solo. Y acaso allí aprenda al fin lo que ninguna acción, ningún arte, ningún poder puede enseñarme, lo que nunca he aprendido.

El poniente entero estallaba en rojas llamaradas de furia y de gloria, y el mar se teñía de púrpura, y la vela en lo alto brillaba como la sangre; y luego cayó silenciosa la noche. Toda esa noche el muchacho durmió y el hombre veló, mirando adelante, escrutando la oscuridad. No había estrellas.

11. Selidor

Por la mañana, al despertar, Arren vio delante de la barca, brumosas y bajas en el oeste azul, las costas de Selidor.

En el Palacio de Berila había viejos mapas, trazados en los tiempos de los Reyes, cuando los mercaderes y los exploradores navegaban más allá de las Comarcas Interiores y los Confines eran mejor conocidos. Un gran mapa del Norte y el Oeste se extendía a lo largo de dos paredes de mosaico en la sala del trono, con la isla de Enlad, en oro y gris, sobre la cabecera del trono. Arren lo veía ahora con el ojo de la mente como lo había visto miles de veces en la niñez y la adolescencia. Al norte de Enlad estaba Osskil, y al oeste de Osskil, Ebosskil, y al sur de éste, Semel y Paln; y allí se terminaban las Comarcas Interiores, y en el mosaico de un pálido verdeazul no había nada más que mar vacío, con la diminuta figura de una ballena o un delfín puesta aquí y allá. Por fin, pasando el ángulo en el que el muro del Norte se encontraba con el muro del Oeste, aparecía Narveduen, y más allá de ella tres islas menores. Y luego otra vez mar, y mar vacío, mar y mar; hasta el borde mismo de la pared, y el contorno del mapa, donde emergía Selidor, y más allá la nada.

La recordaba vívidamente, la forma curva, la ancha bahía en el corazón de la isla, abriéndose en un estrecho hacia el levante. No habían llegado aún tan al norte, pero ahora enfilaban hacia una cala profunda, en el cabo más meridional de la isla, y allí, mientras el sol estaba todavía bajo, velado por la bruma de la mañana, bajaron a tierra.

Así concluyó la larga travesía desde las Rutas de Balatrán hasta la Isla Occidental. La inmovilidad del suelo les pareció extraña, cuando vararon la barca en la arena y después de tanto tiempo pisaron tierra firme.

Ged escaló una duna baja coronada de hierbas, cuya cresta se inclinaba sobre la pendiente, consolidada en cornisas por las duras raíces de los pastos. Cuando llegó a la cima se detuvo, atisbando el este y el norte. Arren se había demorado en la barca para ponerse los zapatos, que no usaba desde hacía muchos días; sacó luego la espada de la caja de herramientas y se la puso al cinto, esta vez sin preguntarse si debía o no debía hacerlo. Luego subió a reunirse con Ged y contemplar el paisaje.