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Orm Embar arrastró una vez más cuesta arriba la escamosa mole de su cuerpo, batió las alas, y se elevó en el aire.

Ged se sacudió la arena de las ropas y le dijo a Arren: —Ahora me has visto de rodillas. Y quizá me verás así una vez más, antes del fin.

Arren no le preguntó qué quería decir; en aquel largo viaje compartido había aprendido que siempre había alguna razón en la reserva del mago. Sin embargo, le pareció que aquellas palabras eran un mal augurio.

Escalaron de nuevo la duna para volver a la playa y asegurarse de que la barca estaba a buen resguardo de las mareas y la tempestad, y recoger de ella capotes para la noche y los víveres que les quedaban. Ged se detuvo un instante junto a la proa delgada que durante tanto tiempo lo llevara tan lejos por mares extraños; puso la mano sobre ella, pero no echó ningún sortilegio ni pronunció ninguna palabra. Luego fueron una vez más tierra adentro, hacia el norte, hacia las colinas.

Caminaron todo el día, y al anochecer acamparon a la orilla de un río que descendía serpeando hacia los lagos y marismas sofocados por los cañaverales. Aunque era pleno verano soplaba un viento frío, un viento que venía del oeste, desde los innumerables piélagos vírgenes de tierras de la Mar Abierta. Una bruma velaba el cielo y ni una sola estrella brillaba sobre aquellas colinas que jamás conocieran la luz de una ventana, la lumbre de un hogar.

Arren despertó en la oscuridad. La pequeña hoguera se había apagado, pero una luna descendía hacia el poniente y alumbraba la tierra con una luz gris y brumosa. En el valle del río y en la falda de la colina había una gran multitud de hombres y mujeres, todos inmóviles, todos silenciosos, los rostros vueltos hacia Ged y Arren.

Arren no se atrevió a hablar, pero puso una mano sobre el brazo de Ged. El mago se despertó con un sobresalto y se incorporó diciendo: —¿Qué pasa? —Siguió la mirada de Arren y vio la muchedumbre silenciosa.

Todos vestían ropas oscuras, hombres y mujeres. En aquella luz débil, no era posible distinguir claramente los rostros, pero a Arren le pareció que entre los que estaban más cerca de ellos, del otro lado del arroyuelo, había algunos que conocía, aunque no hubiera podido decir quiénes eran.

Ged se levantó, dejando caer la capa. El rostro, el cabello, la camisa le brillaban con un pálido color plateado, como si la luz de la luna se concentrara en él. Extendió los brazos en un amplio ademán y dijo en voz alta: —¡Oh vosotros que habéis vivido, sed liberados! Rompo los lazos que os atan: ¡Anvassa mane harw pennodathe!

Por un momento todos permanecieron inmóviles, aquella muchedumbre silenciosa, luego se volvieron lentamente, y pareció que caminaban hacia la penumbra gris, y desaparecieron.

Ged se sentó. Miró a Arren y posó una mano sobre el hombro del muchacho; el contacto era cálido y firme. —No hay nada que temer, Lebannen —dijo con una dulzura un tanto burlona—. Eran sólo los muertos.

Arren asintió, pese a que le castañeteaban los dientes y sentía el cuerpo helado.— ¿Cómo…? —comenzó, pero la mandíbula y los labios no le obedecieron.

Ged comprendió. —Han venido invocados por él. Esto es lo que él promete: vida eterna. Si él los llama, pueden retornar. Si él lo ordena, han de remontar las colinas de la vida aunque no puedan mover ni una brizna de hierba.

—Entonces… entonces, ¿él también está muerto?

Ged sacudió la cabeza, pensativo. —Los muertos no pueden llamar a los muertos de vuelta al mundo. No, tiene los poderes de un hombre vivo; y más… Pero si alguno pensaba acompañarlo, se ha burlado de ellos. No comparte esos poderes. Se ha asignado el papel de Rey de los Muertos; y no sólo de los muertos… Pero eran sólo sombras.

—No sé por qué les tengo miedo —dijo Arren con vergüenza.

—Les tienes miedo porque tienes miedo a la muerte, y con razón: porque la muerte es terrible, y hay que temerla —dijo el mago. Agregó leña al fuego, sopló las pequeñas ascuas bajo las cenizas, y una llama pequeña y brillante floreció sobre las ramas secas, una luz que reconfortó a Arren—. Y también la vida es una cosa terrible —dijo Ged—, y hay que temerla y glorificarla.

Los dos habían vuelto a sentarse, arrebujados en los capotes. Durante un rato permanecieron callados. Luego Ged habló, en tono grave: —Lebannen, cuánto tiempo seguirá hostigándonos, con espectros y sombras, es algo que no sé. Pero tú sabes a dónde irá él al fin.

—Al reino de las sombras.

—Sí. Entre ellas.

—Ahora las he visto. Iré con vos.

—¿Es la fe en mí lo que te impulsa? Puedes confiar en mi amor, pero no en mi fuerza. Porque creo que me he topado con un igual.

—Iré con vos.

—Pero si fuese derrotado, si mi poder y mi vida se agotaran, no podría guiarte de regreso; y solo no podrás regresar.

—Regresaré con vos.

Ante esas palabras Ged dijo: —Entras en la edad del hombre a las puertas de la muerte. —Y luego pronunció, en voz muy baja, aquella palabra o nombre con que el dragón había llamado dos veces a Arren:— Agni… Agni Lebannen.

Después de eso no volvieron a hablar y pronto el sueño los venció otra vez, y se echaron a dormir junto a la lumbre de la hoguera pequeña y efímera.

Llegó la mañana y reanudaron la marcha, rumbo al norte y al oeste; y esta vez por decisión de Arren, no de Ged, quien dijo: —Elige tú nuestro camino; para mí todos son iguales.

Caminaban sin prisa; no tenían una meta, y esperaban alguna señal de Orm Embar. Siguieron la cadena de colinas más baja, la más exterior, casi constantemente con el océano a la vista. Los pastos eran cortos y secos, sin cesar zarandeados por el viento. A la derecha se elevaban las colinas doradas y desiertas, y a la izquierda se extendían las ciénagas salinas y el mar occidental. Una vez divisaron una bandada de cisnes en vuelo, muy lejos en el sur. Ninguna otra criatura viviente se les apareció en todo ese día. Una especie de fatiga medrosa, el cansancio de esperar lo peor, fue invadiendo a Arren a lo largo del camino. La impaciencia lo dominaba, y una cólera sorda. Al fin dijo, luego de horas de silencio:

—¡Esta tierra está tan muerta como el mismísimo reino de la muerte!

—No digas eso —replicó el mago con aspereza. Siguió caminando un momento y luego prosiguió, con una voz distinta—: Contempla esta tierra: mira alrededor de ti. Éste es tu reino, el reino de la vida. Ésta es tu inmortalidad. Observa las colinas, las colinas mortales. No son imperecederas. Las colinas con las hierbas vivas que crecen en ellas, y el agua que fluye por las vertientes. En el mundo entero, en todos los mundos, en toda la inmensidad del tiempo no hay otro río, otro arroyo que sea igual a uno de éstos, que surgen fríos de las entrañas de la tierra, donde no hay ojos que los vean, y que a través de la luz del sol y de las tinieblas corren hacia el mar. Profundas son las fuentes del ser, más profundas que la vida, que la muerte…

Calló, pero en sus ojos, mientras miraba a Arren y las colinas bañadas por el sol, había un amor inmenso, inefable, atormentado. Y Arren vio eso, y viéndolo, lo vio a él, lo vio por primera vez, entero, tal como era.

—No puedo expresar lo que quiero —dijo Ged con tristeza.

Pero Arren pensó en aquella primera hora en el Patio de la Fuente, en el hombre que se arrodillaba al pie de manantial; y la alegría, límpida como el agua que recordaba, brotó de pronto en él. Miró a su compañero y dijo: —He dado mi amor a lo que es digno de amor. ¿No es eso el reino, y la fuente imperecedera?

—Sí, muchacho —dijo Ged, con dulzura, y con dolor.

Siguieron andando juntos y en silencio. Pero Arren veía ahora el mundo con los ojos de su compañero, veía el vivo esplendor que se revelaba en torno de ellos en aquella tierra silenciosa y desolada (como por un poder de encantamiento que sobrepasaba a cualquier otro) en cada brizna de hierba encorvada por el viento, en cada sombra, en cada piedra. Así acontece cuando uno ve por última vez un lugar querido, antes de emprender un viaje sin retorno: lo ve entonces por completo y tal como es, y más querido aún, como no lo ha visto nunca y nunca volverá a verlo.