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A medida que se acercaba la noche las nubes se elevaban en hileras apretadas desde el oeste, traídas por los grandes vientos marinos, y llameaban delante del sol, enrojeciendo el ocaso. Mientras recogía leña menuda en el valle de un arroyo, en aquella luz purpúrea, Arren alzó los ojos y vio a un hombre de pie, a menos de diez pasos. La cara del hombre era borrosa y extraña, pero Arren lo reconoció: el Tintorero de Lorbanería, Sopli, que había muerto.

Más atrás había otros, todos con caras tristes, de mirada inmóvil. Parecían hablar, pero Arren no alcanzaba a oír las palabras, sólo una especie de murmullo arrastrado por el viento del oeste. Algunos avanzaban lentamente hacia él.

Se irguió y los miró, y otra vez miró a Sopli; y luego les volvió la espalda, y se agachó, y a pesar de que le temblaban las manos, recogió otra rama seca de las malezas. La agregó a las demás, y recogió otra, y otra. Luego se enderezó y se volvió. No había nadie en el valle, sólo aquella luz purpúrea que ardía sobre el pasto. Fue a reunirse con Ged, depositó la carga en el suelo, y nada dijo de lo que había visto.

Toda la noche, en la brumosa oscuridad de aquella comarca huérfana de almas vivientes, cada vez que despertaba de un sueño entrecortado, oía alrededor aquel cuchicheo de las almas de los muertos. Se dominaba, decidía no escuchar, y volvía a dormirse.

Tanto él como Ged despertaron tarde, cuando el sol, ya un palmo por encima de las colinas, salía al fin de la niebla e iluminaba la tierra fría. Mientras comían la frugal colación matutina llegó el dragón, girando en el aire sobre ellos. Echaba fuego por las fauces, y humo y chispas por los ollares rojos; los dientes le brillaban como dagas de marfil en aquel resplandor espeluznante. Nada dijo, sin embargo, pese a que Ged lo saludó, gritándole en su lengua:

—¿Lo has encontrado, Orm Embar?

El dragón echó la cabeza hacia atrás y arqueó el cuerpo de una manera extraña, rasgando el aire con las zarpas filosas. Luego se remontó en vuelo veloz hacia el oeste, volviéndose para mirarlos mientras se alejaba.

Ged empuñó la vara y la golpeó contra el suelo. —No puede hablar —dijo—. ¡No puede hablar! Le han quitado las palabras de la Creación, dejándolo como una culebra, un gusano sin lengua, con una sabiduría muda. ¡Pero aún puede guiarnos, y nosotros podemos seguirlo! —Echándose los morrales sobre los hombros, emprendieron la marcha hacia el oeste a través de las colinas, la dirección en que volara Orm Embar.

Ocho millas o más anduvieron, sin aminorar el paso rápido y sostenido del principio. Ahora el mar se extendía a ambos lados, y seguían el dorso de una larga cadena descendente que atravesaba cañaverales secos y lechos de arroyos serpeantes, e iba a morir en una playa que se adentraba en el mar, de arena de color marfil. Era el cabo más occidental de todas las islas, el último confín de la tierra.

Orm Embar yacía agazapado sobre esa arena de marfil, la cabeza gacha como un gato enfurecido, respirando en jadeantes bocanadas de fuego. A cierta distancia, entre él y las largas y bajas rompientes del mar, se alzaba algo que parecía una cabaña o una choza, blanca, construida con maderas descoloridas por el tiempo y la intemperie. Pero no había despojos de naufragios en esa playa, que no miraba hacia ninguna otra tierra. Cuando se acercaron, Arren vio que aquellas paredes destartaladas estaban construidas con huesos enormes: huesos de ballena, pensó en el primer momento, y entonces vio los triángulos blancos, filosos como cuchillos y supo que eran huesos de dragón.

La luz del sol que se reflejaba sobre el mar centelleaba a través de las grietas entre hueso y hueso. El dintel de la puerta era un fémur más largo que un hombre, coronado por una calavera humana que contemplaba con ojos vacíos las colinas de Selidor.

Allí se detuvieron, y en el momento en que alzaban los ojos hacia la calavera, un hombre apareció en el quicio de la puerta. Llevaba una armadura de bronce dorado, de los días antiguos, y con rajaduras, como si la hubieran golpeado con un hacha; la vaina recamada de la espada estaba vacía. El rostro, de cejas negras y arqueadas y nariz afilada, tenía una expresión grave; los ojos eran oscuros, penetrantes y tristes. Tenía heridas en los brazos, y en la garganta y el flanco; ya no sangraban, pero eran heridas mortales. Estaba muy erguido y quieto, y los miraba.

Ged dio un paso hacia él. Así, frente a frente, se parecían un poco.

—Tú eres Erreth-Akbé —dijo Ged. El otro lo seguía mirando, y asintió una vez con un gesto, pero no habló.

—Aun tú, aun tú tienes que obedecerle. —Había furia en la voz de Ged—. ¡Oh mi señor, el mejor y el más valiente de todos nosotros, descansa en tu honra y en tu muerte! —Y Ged alzó las manos y luego las bajó en un amplio ademán, diciendo una vez más las palabras que pronunciara ante la muchedumbre de los muertos. Por un momento, sus manos dejaron en el aire una ancha estela luminosa. Cuando la luz se desvaneció, también el hombre de la armadura se había desvanecido, y sólo el sol resplandecía sobre la arena donde él había estado.

Ged golpeó con su vara la cabaña de huesos, y ésta se desmoronó y desapareció. No quedó nada en ella, excepto una enorme costilla clavada en la arena.

Se volvió a Orm Embar: —¿Es aquí, Orm Embar? ¿Es éste el sitio?

El dragón abrió la boca y emitió un largo siseo, jadeante.

—Aquí, en la última orilla del mundo, sí, está bien. —Y sosteniendo la negra vara de tejo en la mano izquierda, Ged abrió los brazos y habló. Y aunque habló en la Lengua de la Creación, Arren comprendió al fin, como por fuerza ha de comprender todo aquel que oiga esa invocación, ya que tiene poder sobre todas las cosas.— ¡Ahora te invoco a ti y en este lugar, mi enemigo, ante mis ojos y en tu carne, y por la palabra que no será pronunciada hasta el fin de los tiempos, te conmino a venir!

Pero en vez de pronunciar el nombre de aquél a quien invocaba, Ged sólo dijo: Mi enemigo.

Siguió un silencio, como si hasta los ruidos del mar se hubiesen extinguido. A Arren le pareció que el sol se debilitaba y empañaba, aunque estaba alto aún, en un cielo claro. Y de pronto, como si miraran a través de un vidrio oscuro, una sombra descendió sobre la playa; y delante de Ged la sombra se espesó, y era difícil ver qué había allí. Era como si no hubiese nada allí, nada en que la luz pudiera posarse, ninguna forma.

De esa oscuridad surgió de pronto un hombre. Era el mismo hombre que habían visto en la cresta de la duna, de cabellos negros y de brazos largos, alto y esbelto. Ahora tenía en la mano una larga vara o espada de acero, con runas grabadas todo a lo largo y la inclinó hacia Ged cuando lo enfrentó. Pero había algo extraño en sus ojos, como si, deslumbrados por el sol, no pudieran ver.

—Vengo —dijo— como se me antoja y a mi manera. Tú no puedes invocarme, Archimago. Yo no soy una sombra. Estoy vivo. ¡Sólo yo estoy vivo! Tú crees estarlo, pero te estás muriendo, muriendo. ¿Sabes qué es esto que tengo en la mano? Es la vara del Mago Gris: el que silenció a Nereger, el Maestro de mi arte. Pero ahora el Maestro soy yo. Y ya me he cansado de jugar contigo. —Y al decir esto blandió repentinamente la hoja de acero para alcanzar a Ged, que lo miraba como si no pudiera moverse, y no pudiera hablar. Arren estaba a sólo un paso detrás de él, empeñado en actuar; pero ni siquiera podía llevar la mano al pomo de la espada, y se había quedado sin voz.

Mas, por encima de Ged y de Arren, por encima de sus cabezas, enorme y llameante, el poderoso cuerpo del dragón se contorsionó en un salto, y se precipitó con toda su fuerza sobre el hombre, y la hoja de acero hechizada le entró cuan larga era en el pecho acorazado. El dragón se derrumbó sobre el hombre, y lo aplastó y lo quemó.