Levantándose de la arena, arqueando el lomo y batiendo las grandes alas membranosas, Orm Embar aulló vomitando goterones de fuego. Intentó volar pero no podía volar. Maligno y frío, el metal le traspasaba el corazón. Se acurrucó en la arena, y la sangre empezó a manarle a borbotones de la boca, negra, venenosa y humeante, y el fuego ardió en sus ollares hasta que quedaron convertidos en pozos de cenizas. Al fin inclinó la cabeza sobre la arena.
Así murió Orm Embar, allí donde pereciera su antepasado Orm, sobre la osamenta de Orm enterrada en la arena.
Pero allí, en el sitio en que aplastara a su enemigo, quedaba una cosa horrible y arrugada, como el cuerpo de una gran araña que se ha secado en la tela. Había sido quemada por el aliento del dragón, estrujada por sus zarpas. Sin embargo, mientras Arren la observaba, la cosa se movió. Se alejó del dragón, arrastrándose.
La cara se alzó hacia ellos. No quedaba en ella ningún encanto, sólo ruina, vejez que había sobrevivido a la vejez. La boca se le había marchitado, las cuencas de los ojos estaban vacías, y desde hacía mucho tiempo. Así Ged y Arren vieron por fin la cara viva del enemigo.
Se volvió. Los brazos calcinados, ennegrecidos, se tendieron envueltos en una sombra apretada, aquella misma sombra que se expandía y velaba la luz del sol. Entre los brazos del Destructor era como una arcada o un portal, aunque borrosa y sin contornos; y del otro lado no había ni arena pálida ni océano, sino una larga pendiente de oscuridad que se perdía en las tinieblas.
Por ese boquete entró la forma aplastada y rastrera, y en el momento en que llegó a la oscuridad, pareció erguirse súbitamente, y avanzar con rapidez; y desapareció.
—Ven, Lebannen —dijo Ged, posando la mano derecha sobre el brazo del muchacho, y juntos se encaminaron hacia la tierra yerma.
12. La Tierra Yerma
En la mano del mago, la vara de madera de tejo brillaba en la monótona y ominosa oscuridad con destellos de plata. Otro tenue centelleo atrajo la mirada de Arren: un resplandor de luz a lo largo del filo desnudo de la espada que llevaba en la mano. Cuando la muerte del dragón había roto el hechizo, Arren había desenvainado la espada, allí, en la playa de Selidor. Y aquí, pese a no ser nada más que una sombra, era una sombra viviente, y llevaba la sombra de la espada.
No había ninguna otra luz. Era como la nubosa penumbra de un anochecer de fines de noviembre, de aire hosco, frío, neblinoso, que permitía ver, mas no con claridad ni a lo lejos. Arren conocía este paraje, los páramos y yermos de sus sueños desesperanzados, pero le parecía estar más lejos, inmensamente más lejos que en cualquiera de sus sueños. No podía distinguir nada con claridad, excepto que él y su compañero estaban detenidos en la ladera de una colina, y que delante de ellos había un muro de piedra, no más alto que la rodilla de un hombre.
Ged seguía con la mano derecha apoyada en el brazo de Arren. Echó a andar, y Arren marchó con él; pasaron al otro lado del muro.
Informe, la larga pendiente se perdía delante de ellos, descendiendo a la oscuridad.
Pero en lo alto, donde Arren esperaba ver una espesa techumbre de nubes, el cielo era negro, y había estrellas. Las miró, y sintió como si se le encogiera el corazón, pequeño y frío, dentro del pecho. Jamás había visto estrellas como ésas. Brillaban inmóviles, sin parpadear. Eran las estrellas que no salen ni se ponen, que ninguna nube puede ocultar, que ninguna aurora hará palidecer. Pequeñas e inmóviles brillan sobre la tierra yerma.
Ged bajó por la colina del otro lado del muro de la vida y Arren lo acompañó paso a paso. Había terror en él, pero estaba tan resuelto y decidido que no lo gobernaba el miedo, y ni siquiera lo tenía muy en cuenta: era sólo como si algo gimiera muy dentro de él, como un animal encerrado en un cubículo y encadenado.
El descenso de aquella ladera de la colina parecía interminablemente largo; pero quizá fuera corto: porque no había tiempo allí, donde ningún viento soplaba, y las estrellas no se movían. Por fin desembocaron en las calles de una de esas ciudades que hay allí, y Arren vio las casas en cuyas ventanas jamás se enciende una luz, y de pie en algunos portales, con los rostros quietos y las manos vacías, los muertos.
Las plazas de los mercados estaban todas desiertas. En aquel lugar no había venta ni compra, ni ganancia y desembolso. No se utilizaba nada; no se producía nada. Ged y Arren caminaban solitarios por las calles estrechas, aunque de vez en cuando, en alguna esquina, veían otra figura lejana y apenas visible en la oscuridad. En el primero de esos encuentros Arren se sobresaltó y desenvainó la espada, pero Ged meneó la cabeza y siguió andando. Arren vio entonces que la figura era una mujer que caminaba lentamente y no huía de ellos.
Todos aquellos que veían —no muchos, porque aunque muchos son los muertos, inmensa es la comarca— estaban inmóviles o se desplazaban lentamente y sin rumbo. Ninguno de ellos parecía herido, como el espectro de Erreth-Akbé invocado a la luz del día en el lugar donde había muerto. No había en ellos rasgo alguno de enfermedad. Estaban intactos, y curados. Curados del dolor, y de la vida. No eran repulsivos, como había temido Arren, ni aterradores como había imaginado. Tenían rostros apacibles, libres de la cólera y el deseo, y en sus ojos sombríos no había ninguna esperanza.
En vez de miedo, entonces, una inmensa piedad despertó en el corazón de Arren, y si había en ella un fondo de miedo, no era por él mismo, era por todos nosotros. Porque veía a la madre y al niño que habían muerto juntos, y juntos estaban en la tierra oscura; pero el niño no corría ni lloraba, y la madre no lo tenía en brazos, ni siquiera lo miraba. Y aquellos que habían muerto por amor se cruzaban en las calles sin verse.
El torno del alfarero estaba inmóvil, el telar vacío, el horno frío. Ninguna voz cantaba, jamás.
Las calles oscuras se sucedían entre las casas oscuras, y ellos las atravesaban. No se oía más ruido que el de sus pasos. Hacía frío. Arren no había notado ese frío al principio, pero era un frío que se le escurría en el espíritu, que allí era también su carne. Se sentía muy cansado. Debía de haber recorrido un largo camino. ¿Para qué seguir?, pensó, y sus pasos se hicieron un poco más lentos.
De improviso Ged se detuvo, volviéndose para enfrentar a un hombre que estaba en el cruce de dos calles. Era alto y esbelto, con una cara que Arren creía haber visto antes, pero no recordaba dónde. Ged le habló, y ninguna otra voz había roto el silencio desde que cruzaran el muro de las piedras: —¡Oh Thorion, amigo mío, cómo has venido aquí!
Y tendió ambas manos al Invocador de Roke.
Thorion no respondió ni con un gesto. Siguió inmóvil, inmóvil también el semblante; pero la luz plateada de la vara de Ged rasgó las sombras profundas de los ojos del Invocador, encendiendo en las pupilas una pequeña luz, o encontrándola. Ged tomó la mano que no se le ofrecía, y dijo una vez más: —¿Qué haces tú aquí, Thorion? Tú aún no eres de este reino. ¡Vuélvete!
—He seguido al que no muere. Y perdí mi camino. —La voz era queda y sorda, como la de un hombre que habla en sueños.
—Cuesta arriba: hacia el muro —dijo Ged, señalando el camino que él y Arren habían recorrido, la larga y oscura calle descendente. Un temblor estremeció la cara de Thorion, como si de pronto una esperanza lo hubiese atravesado de lado a lado, una espada intolerable.
—No puedo encontrar el camino —dijo—. Mi señor, no puedo encontrar el camino.
—Tal vez lo encuentres —dijo Ged, y lo abrazó, y echó a andar otra vez. Detrás de él, en el cruce, Thorion continuaba inmóvil.