A medida que avanzaba le parecía a Arren que en aquella penumbra intemporal no había en verdad ninguna dirección, adelante o atrás, este u oeste, no había ningún camino por donde ir. ¿Habría una salida? Pensaba en cómo habían bajado la colina, siempre descendiendo, incluso en los recodos. Y en la ciudad oscura las calles descendían aún, de modo que para regresar al muro de las piedras sólo tendrían que subir, y lo encontrarían en la cresta de la colina. Pero no se volvían. Lado a lado, avanzaban, avanzaban siempre. ¿Seguía él a Ged? ¿O lo guiaba?
Llegaron a las afueras de la ciudad. El campo de los muertos innumerables estaba vacío. Ni un árbol ni un espino, ni una brizna de hierba crecía en la tierra pedregosa bajo las estrellas que nunca se ponían.
No había horizonte, porque el ojo no alcanzaba a ver tan lejos en la penumbra; pero delante de ellos había una ancha franja de cielo sin aquellas estrellas diminutas e inmóviles, y en ese espacio sin estrellas el terreno era escabroso y empinado como una cadena montañosa. A medida que avanzaban, las formas parecían más nítidas; altos picos, que no azotaba ningún viento, ninguna lluvia. No había nieve que centelleara a la luz de las estrellas. Eran negros. Al verlos, a Arren se le encogió el corazón. Apartó los ojos. Pero él los conocía; los reconocía, y volvía a mirarlos; y cada vez que los miraba, un peso frío le agobiaba el pecho, y se sentía a punto de desfallecer. Pero seguía andando, siempre cuesta abajo, porque la tierra descendía en pendiente hacia el pie de la montaña. Al fin dijo: —Mi señor, ¿qué son…? —señaló las montañas, porque no pudo seguir hablando; tenía la garganta seca.
—Lindan con el mundo de la luz —respondió Ged— lo mismo que el muro de las piedras. No tienen otro nombre que Dolor. Hay un camino que las atraviesa. Está vedado para los muertos. No es largo. Pero es un amargo camino.
—Tengo sed —dijo Arren, y su compañero respondió:
—Aquí se bebe polvo.
Siguieron andando.
A Arren le parecía que su compañero avanzaba ahora con más lentitud y que por momentos vacilaba. Él mismo no sentía ya ninguna vacilación, aunque estaba cada vez más cansado. Era preciso que siguieran adelante, que continuaran descendiendo.
De vez en cuando atravesaban otras ciudades de los muertos, donde los tejados sombríos se alzaban en ángulos contra las estrellas, esas estrellas que brillaban eternamente en el mismo sitio. Después de las ciudades, reaparecían las tierras yermas, donde nada crecía, las tierras tenebrosas. Nada era visible, adelante o atrás, excepto las montañas cada vez más cercanas, gigantescas. A la derecha la pendiente informe se hundía en la oscuridad como desde que traspusieran, ¿cuánto tiempo hacía?, el muro de piedras. —¿Qué hay de este lado? —murmuró Arren porque deseaba oír el sonido de una voz, pero el mago meneó la cabeza:
—No sé. Puede que sea un camino sin fin.
En la dirección que seguían, el declive parecía cada vez menos pronunciado. El suelo rechinaba bajo los pies, áspero como polvo de lava. Y ellos avanzaban, avanzaban, y Arren ya no pensaba en el regreso, ni en cómo podrían volver atrás. Ni se le había ocurrido detenerse, pese a que se sentía muy cansado. Por un momento pretendió aclarar la yerta oscuridad, el cansancio y el horror que pesaban dentro de él, evocando la tierra natal; pero no pudo recordar cómo era la luz del sol, ni el rostro de su madre. No había más alternativa que seguir andando.
De pronto sintió el suelo llano bajo los pies; y a su lado Ged vaciló. Entonces él también se detuvo. Aquel largo descenso había terminado: ése era el fin; no había forma de seguir adelante, era inútil continuar.
Estaban en el valle directamente al pie de las Montañas del Dolor. Había rocas en el suelo, y peñascos alrededor, ásperos al tacto como la escoria, como si ese angosto valle pudiera ser el seco lecho de un antiguo río, o el curso de un río de fuego enfriado hacía mucho tiempo, nacido de los volcanes cuyos picos descollaban en las alturas, negros e inmisericordes.
Allí se detuvo, inmóvil, en el angosto valle de oscuridad, y Ged estaba inmóvil junto a él. Inmóviles los dos y sin rumbo, como los muertos, mirando hacia la nada, silenciosos. Arren pensó con un cierto temor: «Hemos venido demasiado lejos».
No parecía tener mucha importancia.
Ged repitió en voz alta el pensamiento de Arren: —Hemos venido demasiado lejos para volver atrás. —La voz era queda, pero tenía una resonancia que la lóbrega e inmensa oquedad de alrededor no apagó del todo, y Arren se reanimó un poco al oírla. ¿No habían ido hasta allí para encontrar a aquél a quien buscaban?
Una voz dijo en la oscuridad: —Habéis venido demasiado lejos.
Arren le respondió: —Sólo demasiado lejos es suficientemente lejos.
—Habéis venido hasta el Río Seco —dijo la voz—. Ya no podréis volver al muro de piedras. Ya no podréis volver a la vida.
—No por este camino —dijo Ged hablando a las tinieblas. Arren apenas alcanzaba a verlo, aunque estaban cerca uno del otro, pues la mole de las montañas ocultaba la mitad de la luz de las estrellas, y era como si la corriente del Río Seco fuese la oscuridad misma—. Pero nos enseñarás tu camino.
Ninguna respuesta.
—Aquí nos encontramos de igual a igual. Si tú estás ciego, Araña, nosotros estamos en la oscuridad.
Ninguna respuesta.
—Aquí ningún daño podemos hacerte. No podemos matarte. ¿Qué puedes temer?
—No tengo miedo —dijo la voz en la oscuridad. Luego lentamente, centelleando un poco como con esa luz que irradiaba a veces la cara de Ged, el hombre apareció a cierta distancia río arriba de Ged y Arren, entre las moles indistintas de las piedras. Era alto, ancho de hombros y de brazos largos, como la figura que se les había aparecido en la cresta de la duna y en la playa de Selidor, pero más viejo; el pelo blanco le caía en una espesa maraña sobre la frente alta. Así aparecía en espíritu, en el reino de la muerte, no mutilado, no consumido por el fuego del dragón; pero no intacto. Las cuencas de los ojos estaban vacías.
—No tengo miedo —dijo—. ¿Qué puede temer un hombre muerto? —Se rió. La carcajada sonó tan falsa y siniestra, allí en aquel angosto valle pedregoso bajo las montañas, que Arren se quedó un instante sin aliento. Pero empuñó la espada y escuchó.
—No sé qué podría temer un hombre muerto —respondió Ged—. No la muerte, por cierto. Sin embargo, parece que tú la temes. Has encontrado la forma de esquivarla.
.—Es verdad. Estoy vivo: mi cuerpo vive.
—No muy bien —dijo secamente el mago—. La ilusión puede ocultar la edad; pero Orm Embar no ha sido piadoso con ese cuerpo.
—Yo puedo repararlo. Conozco secretos para curar y rejuvenecer que no son meras ilusiones. ¿Por quién me tomas? ¿Porque a ti te llaman Archimago, me tomas a mí por un hechicero de aldea? ¡A mí, el único entre todos los magos que haya encontrado el Camino de la Inmortalidad, que ningún otro ha encontrado nunca!
—Tal vez no lo buscamos —dijo Ged.
—Lo buscasteis, sí. Todos vosotros. Lo buscasteis y no pudisteis encontrarlo, y entonces inventasteis sabios discursos sobre la aceptación y el equilibrio, el equilibrio de la vida y de la muerte. Pero eran palabras, mentiras para ocultar vuestro fracaso… ¡vuestro miedo a la muerte! ¿Qué hombre no querría vivir eternamente, si pudiera? Y yo puedo. Yo soy inmortal. He hecho lo que tú no pudiste hacer, y por tanto soy tu amo; y tú lo sabes. ¿Te gustaría saber cómo lo hice, Archimago?
—Me gustaría.
Araña se acercó un paso. Arren observó que aunque no tenía ojos, no se movía como un hombre totalmente ciego; parecía saber con exactitud dónde estaban Ged v Arren, aunque en ningún momento volviera la cabeza hacia Arren. Tenía sin duda una segunda vista mágica, semejante al oído y la vista que tienen los espectros y las apariciones: algo capaz de percibir, aunque podía no ser un verdadero sentido de la vista.