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—Fui a Paln —le dijo a Ged—, después de que tú, en tu orgullo, creíste que me habías humillado y enseñado una lección. ¡Oh, una lección me enseñaste, en verdad, pero no la que tú te proponías! Entonces me dije: He visto la muerte ahora, y no la aceptaré. Que toda la estúpida naturaleza siga su estúpido curso, pero yo soy un hombre, mejor que la naturaleza, superior a la naturaleza. ¡Yo no seguiré ese camino! ¡No dejaré de ser yo! Y así resuelto, me dediqué otra vez al estudio del Saber Pelniano, pero ahí sólo encontré alusiones e ideas fragmentarias de lo que yo necesitaba. Entonces retejí todo, lo recreé, y urdí un sortilegio… el más prodigioso de todos los sortilegios que jamás se inventaron. ¡El más prodigioso y el último!

—Y al obrar ese sortilegio, moriste.

—¡Sí! Morí. Tuve el coraje de morir, para descubrir lo que vosotros, cobardes, nunca pudisteis descubrir: el camino de regreso a la muerte. Abrí la puerta que había estado cerrada desde el comienzo del tiempo. Y ahora vengo libremente a este lugar, y libremente regreso al mundo de los vivos. Sólo yo, entre todos los hombres de todos los tiempos, soy el Señor de los dos Reinos. Y la puerta que he abierto, no está abierta sólo aquí, sino también en la mente de los vivos, en los abismos y lugares secretos de ellos mismos, allí donde en las tinieblas todos somos uno. Ellos lo saben, y vienen a mí. Y también los muertos han de acudir a mí, todos, porque yo no he perdido el poder mágico de los vivos: tienen que saltar por encima del muro de piedras cuando yo lo ordeno, todas las almas, los señores, los magos, las altivas mujeres; ir y venir, de la vida a la muerte, a mi orden. Todos tienen que venir a mí, los vivos y los muertos, ¡a mí, que he muerto y estoy vivo!

—¿Adónde vienen, Araña? ¿Dónde estás tú?

—Entre los mundos.

—Pero eso no es ni vida ni muerte. ¿Qué es la vida, Araña?

—Poder.

—¿Qué es el amor?

—Poder —repitió pesadamente el ciego, encorvando los hombros.

—¿Qué es la luz?

—¡Oscuridad!

—¿Cómo te llamas?

—No tengo nombre.

—Todos en este reino llevan un nombre verdadero.

—¡Dime el tuyo, entonces!

—Yo me llamo Ged. ¿Y tú?

El ciego titubeó, y dijo: —Araña.

—Ése era tu nombre común, no tu nombre verdadero. ¿Dónde está tu nombre? ¿Dónde está tu verdad? ¿La dejaste en Paln, donde moriste? ¡De muchas cosas te has olvidado, oh Señor de los dos Reinos! Te has olvidado de la luz, y del amor, y de tu propio nombre.

—Ahora conozco el tuyo, y tengo poder sobre ti, Ged el Archimago… ¡Ged que fue Archimago mientras vivía!

—De nada te sirve mi nombre —dijo Ged—. Tú no tienes sobre mí ningún poder. Yo estoy vivo; mi cuerpo yace sobre la playa de Selidor, bajo el sol, sobre la tierra que gira. Y cuando ese cuerpo muera, aquí estaré: pero sólo en nombre, en nombre sólo, en sombra. ¿No comprendes? ¿No has comprendido nunca, tú, que a tantas sombras has llamado de entre los muertos, que has invocado todas las legiones de los difuntos, hasta a mi señor Erreth-Akbé, el más sabio de todos nosotros? ¿No has comprendido que él, sí, hasta él, no es nada más que una sombra y un nombre? Su muerte no ha disminuido la vida. Ni lo ha disminuido a él. Él está allá, ¡allá, no aquí! Aquí no hay nada, polvo y sombras. Allá están la tierra y la luz del sol, las hojas de los árboles, el vuelo del águila. Allá él está vivo. Y todos aquellos que un día murieron, viven aún; han vuelto a nacer y no tienen fin, ni habrá jamás un fin. Todos, salvo tú. Porque tú rechazaste la muerte. Has perdido la vida, has perdido la muerte para salvarte tú. ¡Tú! ¡Tu yo inmortal! ¿Qué es? ¿Quién eres tú?

—Yo soy yo. Mi cuerpo no se pudrirá ni morirá…

—Un cuerpo vivo sufre, Araña; un cuerpo vivo envejece, muere. La muerte es el precio que pagamos por nuestra vida, y por la vida toda.

—¡Yo no lo pago! ¡Yo puedo morir y en ese mismo instante vivir otra vez! ¡A mí no me pueden matar, soy inmortal, soy yo para siempre!

—¿Quién eres tú, entonces?

—El Inmortal.

—Di tu nombre.

—El Rey.

—Di mi nombre. Te lo he dicho hace un minuto apenas. ¡Di mi nombre!

—Tú no eres real. Tú no tienes nombre. Sólo yo existo.

—Tú existes, sin nombre, sin forma. No puedes ver la luz del día; no puedes ver la oscuridad. Vendiste la tierra verde y el sol y las estrellas para salvarte tú. Pero tú no eres tú. Todo cuanto vendiste, eso eras tú. Has dado todo por nada. Y ahora quieres atraer el mundo hacia ti, toda esa luz y la vida que perdiste, para llenar tu nada. Pero es imposible. Todos los cantos de la tierra, todas las estrellas del cielo no podrían llenar tu nada.

La voz de Ged resonaba como el hierro, allí en el valle frío al pie de las montañas, y el hombre ciego retrocedió, sobrecogido. Alzó el rostro, y la mortecina claridad de las estrellas lo iluminó; parecía llorar, pero sin una lágrima, pues no tenía ojos. Abría y cerraba la boca, llena de oscuridad, pero de ella no brotaban palabras, sólo un gemido ronco. Al fin dijo una palabra, formada a duras penas con los labios contraídos, y esa palabra era «Vida».

—Te daría la vida, Araña, si pudiera. Pero no puedo. Estás muerto. Pero puedo darte la muerte.

—¡No! —bramó el ciego, y luego dijo—: No, no… —y se dejó caer en el suelo sollozando, aunque sus mejillas seguían tan secas como el lecho pedregoso del río por el que sólo corría noche, no agua—. Tú no puedes. Nadie podrá liberarme, nunca. He abierto la puerta entre los mundos, y no puedo cerrarla. Nadie puede cerrarla. No volverá a cerrarse nunca más. Me llama, me atrae. Necesito volver a ella, necesito transponerla, y regresar aquí, al polvo y al frío y al silencio. Me aspira, me sorbe. No puedo alejarme de ella. No la puedo cerrar. Acabará por sorber la luz, toda la luz del mundo. Y todos los ríos serán semejantes al Río Seco. ¡No hay poder capaz de cerrar la puerta que yo he abierto!

Muy extraña era la mezcla de desesperanza y vindicación, de terror y vanidad, las palabras y la voz del ciego.

Ged sólo dijo: —¿Dónde está?

—Por allá. No lejos. Puedes ir. Pero no podrás hacer nada. No la podrás cerrar. Aunque en ese solo acto empeñaras y perdieras todo tu poder, no sería bastante. Nada es bastante.

—Puede ser —respondió Ged—. Pero si tú has elegido la desesperación, recuerda que nosotros todavía no. Condúcenos.

El ciego alzó el rostro, en el que luchaban visiblemente el miedo y el odio. Triunfó el odio.

—No quiero —dijo.

Arren se adelantó entonces, y dijo: —Querrás.

El ciego no se movió. El frío silencio y las tinieblas del reino de los muertos los envolvían, envolvían las palabras.

—¿Y tú quién eres?

—Mi nombre es Lebannen.

Ged habló: —Tú, tú que te llamas Rey, ¿no sabes quién es éste?

Otra vez Araña enmudeció. Luego habló, jadeando un poco: —Pero él está muerto… Estáis muertos los dos. No podéis volver atrás. No hay ninguna salida. ¡Estáis atrapados! —Y mientras hablaba la débil luz que lo envolvía se extinguió; y lo oyeron dar media vuelta en la oscuridad y echar a andar de prisa, alejándose de ellos, hacia las tinieblas.

—¡Dadme luz, mi señor! —gritó Arren, y Ged enarboló la vara por encima de su cabeza, dejando que la luz blanca desgarrase la arcana oscuridad, erizada de rocas y de sombras, por entre las que corría la alta figura encorvada, remontando el lecho pedregoso con un andar extraño, ciego y seguro a la vez. Detrás de él partió Arren, espada en mano; y detrás de Arren, Ged.

Arren pronto se alejó de su compañero, y la luz, ahora muy tenue, se interrumpía una y otra vez a causa de las rocas y las sinuosidades del lecho del río; pero el ruido de la marcha, la presencia invisible de Araña delante de él, eran guía suficiente. A medida que el camino se hacía más escabroso, Arren se aproximaba lentamente al hombre ciego. Iban escalando una garganta abrupta, atascada de piedras; próximo ya a su nacimiento, el Río Seco se estrechaba, serpeando entre riberas escarpadas. Las rocas se despeñaban bajo sus pies, y también bajo sus manos, porque se veían obligados a gatear. Arren adivinó el estrechamiento final de las orillas y abalanzándose de un salto llegó hasta Araña y lo aferró por el brazo, inmovilizándolo. Estaban en una especie de hoya rocosa de unos dos metros de ancho, que quizá fuera antaño un estanque, si alguna vez había corrido agua por allí; y encima de la hoya había un derrumbado peñasco de roca y escoria. En ese peñasco se abría un boquete negro, la fuente del Río Seco.