Araña no había intentado librarse de la mano que lo sujetaba. Se había quedado inmóvil, y la luz que se acercaba con Ged le iluminó el rostro, el rostro sin ojos que ahora se volvía hacia Arren. —Aquí es —dijo al cabo, mientras una especie de sonrisa se le formaba en los labios—. Éste es el sitio que buscas. ¿Lo ves? Aquí puedes resucitar. Basta con que me sigas. Vivirás en la inmortalidad. Seremos reyes juntos.
Arren miró el negro y seco manantial, el boquete polvoriento, el lugar en el que un alma muerta, arrastrándose dentro de la tierra y la oscuridad había nacido otra vez, muerta, y le pareció un sitio abominable, y dijo con voz áspera, tratando de vencer una náusea mortaclass="underline" —¡Ciérrate!
—Se cerrará —dijo Ged, emergiendo junto a ellos: y ahora era él, eran sus manos y su cara las que irradiaban aquella luz blanquísima, como si fuera una estrella caída a la tierra en esa infinita noche. Ante él se abría el manantial, el negro boquete de la puerta. Era ancha y cavernosa, pero si era o no profunda, no había modo de saberlo. Nada había allí en que la luz pudiera caer, nada que el ojo pudiese distinguir. Era el vacío. Del otro lado, ni luz ni oscuridad, ni vida ni muerte. La nada. Un camino que no conducía a ninguna parte.
Ged alzó las manos y habló.
Arren seguía sujetando el brazo de Araña; el ciego había apoyado la mano libre contra las rocas del acantilado. Los dos estaban mudos, paralizados por el poder del sortilegio.
Con toda la pericia de una larga vida de entrenamiento, y con toda la pujanza de su corazón, Ged se esforzaba por cerrar aquella puerta, por restituir la unidad del mundo. Y al conjuro de su voz, y las órdenes de sus manos, las rocas empezaron a acercarse una a otra penosamente, tratando de volver a unirse. Pero al mismo tiempo la luz se debilitaba, desaparecía de las manos y el rostro del mago, se extinguía en la vara de tejo hasta que sólo quedó un pequeño y tenue resplandor. A aquella débil luz Arren vio que la puerta estaba casi cerrada.
Bajo su mano, el ciego sintió el movimiento de la roca, cómo las piedras se juntaban y sintió también que el arte y el poder estaban agotándose en él, consumiéndose… Gritó, de pronto: —¡No! —y de un tirón se desprendió de la mano que lo sujetaba, y se abalanzó sobre Ged y lo inmovilizó en un ciego, poderoso abrazo. Derribándolo bajo su peso, cerró las manos alrededor de la garganta del mago a fin de estrangularlo.
Arren blandió entonces la espada de Serriadh, y la hoja descendió precisa y con fuerza sobre el cuello encorvado bajo la maraña de pelo.
El espíritu viviente tiene peso en el mundo de los muertos, y la sombra de la espada de Arren tenía filo. La hoja abrió una herida profunda, seccionando la espina dorsal del ciego. La sangre saltó a borbotones, negra a la luz de la espada.
Pero es en vano matar a un muerto; y Araña estaba muerto, muerto hacía muchos años. La herida se cerró, reabsorbiendo la sangre. El hombre ciego se irguió, muy alto, los largos brazos buscando a tientas a Arren, el rostro contraído de rabia y de odio: como si sólo ahora hubiese comprendido quién era su verdadero rival y enemigo.
Tan horrible fue verlo recobrarse de un golpe mortal, esta imposibilidad de morir, más horrible que cualquier agonía, que un frenesí de repulsión se apoderó de Arren, una furia demente. Blandiendo la espada asestó un nuevo golpe, un golpe implacable y terrible. Araña se desplomó con el cráneo partido en dos y el rostro enmascarado de sangre, pero Arren se precipitó al instante sobre él, para golpear otra vez, antes que la herida se cerrase, para golpear hasta matar…
A su lado Ged, intentando ponerse de rodillas, pronunció una palabra.
Al sonido de la voz de Ged, Arren se detuvo como si una mano le hubiese aferrado la mano que empuñaba la espada. El ciego, que había empezado a levantarse, también quedó paralizado. Ged se puso de pie; se tambaleaba un poco. Cuando pudo mantenerse derecho, se volvió hacia el acantilado.
—¡Ciérrate y únete! —dijo con voz clara, y con la vara trazó una figura en líneas de fuego y a través de la grieta de las rocas: la Runa de Agnen, la runa que sella los caminos, la que se inscribe sobre las lápidas de las sepulturas. Y no quedó entonces brecha alguna ni hueco entre las piedras. La puerta se había cerrado.
El suelo de la Tierra Yerma tembló bajo los pies de los hombres, y el largo fragor de un trueno estremeció el cielo estéril e inmutable.
—Por la palabra que no será pronunciada hasta el fin de los tiempos, te he convocado. Por la palabra que fue dicha a la hora de la creación de las cosas, yo ahora te libero. ¡Libérate! —E inclinándose sobre el hombre ciego, caído de rodillas, Ged le habló en un murmullo al oído, bajo el blanco cabello enmarañado.
Araña se levantó. Miró lentamente alrededor. Miró a Arren, luego a Ged. No dijo nada pero los escrutó con ojos sombríos. No había dolor en su rostro, ni cólera, ni odio. Lentamente dio media vuelta, y se alejó cuesta abajo por el lecho del Río Seco, y pronto desapareció.
La luz se había apagado en la vara de tejo y en el rostro de Ged. Estaba allí de pie, en la oscuridad. Cuando Arren se le acercó, se aferró al brazo del joven para sostenerse. Por un momento, lo sacudió el espasmo de un sollozo ronco. —Está hecho —dijo—. Todo ha pasado.
—Hecho está, mi amado señor. Es tiempo de volver.
—Sí. Es tiempo de volver a casa.
Ged daba la impresión de un hombre aturdido o exhausto. Descendió el curso del río siguiendo a Arren, tropezando, avanzando con penosa lentitud entre las rocas y los pedregones. Arren no se apartaba de él. En las riberas bajas del Río Seco, donde el suelo era menos escarpado, se volvió un momento a mirar el camino por el que habían venido, la larga pendiente informe que subía hacia las tinieblas. En seguida reanudó la marcha.
Ged no hablaba. Tan pronto como se detuvieron, se había dejado caer sobre una roca de lava, agotado.
Arren sabía que el camino por el que había venido estaba cerrado para ellos. La alternativa era seguir adelante. Tenían que continuar, continuar hasta el fin. Ni siquiera demasiado lejos es bastante lejos, pensó. Alzó los ojos hacia los picachos oscuros, fríos y silenciosos contra las estrellas inmóviles, terribles; y una vez más la voz irónica, burlona de su voluntad habló en él, implacable: «¿Te detendrás a mitad de camino, Lebannen?».
Se acercó a Ged y le dijo con dulzura: —Es preciso que continuemos, mi señor.
Ged no respondió, pero se puso en pie.
—Tendremos que ir por las montañas, me parece.
—Tu camino, hijo —dijo Ged en un ronco murmullo—. Ayúdame.
Empezaron a caminar, remontando las pendientes de polvo y escoria que penetraban en las montañas; Arren ayudaba a su compañero lo mejor que podía. En la negra oscuridad de las curvas y gargantas, tenía que buscar a tientas el camino, y no le era fácil sostener a Ged al mismo tiempo. Caminar era difícil, un tropezar constante, pero cuando tuvieron que trepar y gatear por las pendientes cada vez más abruptas fue todavía más difícil. Las rocas eran ásperas, y les quemaban las manos, como hierro al rojo. Sin embargo hacía frío, más y más frío a medida que ascendían. Era un tormento tocar aquella tierra. Quemaba como brasas encendidas: un fuego ardía dentro de las montañas. Pero el aire era siempre frío, siempre oscuro. Ni un solo ruido. Ni un soplo de viento. Las rocas erizadas se quebraban bajo las manos, cedían bajo los pies. Negros, cortados a pico, los espolones y los abismos se alzaban delante de ellos y se precipitaban junto a ellos en la oscuridad. Atrás, abajo, el reino de los muertos se perdía en las sombras. Adelante, arriba, los picos y las rocas se alzaban contra las estrellas. Y nada se movía a todo lo largo y lo ancho de aquellas montañas negras, excepto las dos almas mortales.