Ged, deshecho de fatiga, trastabillaba a cada paso, o perdía pie. Le costaba respirar, y cuando sus manos tropezaban con las rocas, ahogaba un grito de dolor. Oyéndolo, a Arren se le encogía el ánimo. Trataba de impedir que se cayera. Pero a menudo el sendero era demasiado angosto para que pudieran avanzar juntos, y Arren tenía que adelantarse a estudiar el terreno. Y al fin, en una ladera que trepaba abrupta hasta las estrellas, Ged resbaló y cayó de bruces, y no volvió a levantarse.
—Mi señor —dijo Arren, arrodillándose junto a él, y luego dijo su nombre—: Ged.
Ged no respondió ni se movió.
Arren lo alzó en brazos y así lo llevó cuesta arriba por la escarpada ladera. Ésta culminaba en un trecho de terreno llano, y allí Arren puso a Ged en el suelo, y se dejó caer junto a él, exhausto y dolorido, sin ninguna esperanza. Aquélla era la cima del desfiladero entre los dos picos negros, la que con tanto esfuerzo había tratado de alcanzar. Aquél era el paso, y el fin. Imposible ir más allá. El extremo de la meseta era el borde cortante de un acantilado: más allá continuaban las tinieblas, y las estrellas colgaban pequeñas e inmóviles en el abismo negro del cielo.
La tenacidad puede sobrevivir a la esperanza. Arren avanzó arrastrándose, en cuanto pudo hacerlo. Se asomó por encima del filo de oscuridad. Y allá abajo, sólo un corto trecho más abajo, vio la playa de arena de marfil; las olas blancas y ambarinas se encrespaban y rompían en espuma contra ella, y más allá del mar el sol se ponía en una bruma de oro.
Arren volvió a la oscuridad. Volvió atrás. Alzó a Ged lo mejor que pudo, y con él en brazos avanzó penosamente hasta que le flaquearon las fuerzas y no pudo dar un paso más. Allí todo cesó: el dolor y la sed, y la oscuridad, y la luz del sol, y el ruido de las rompientes marinas.
13. La Piedra del Dolor
Cuando Arren despertó, una niebla gris ocultaba el mar y las dunas y las colinas de Selidor. Las rompientes emergían de la niebla murmurando en un trueno contenido y se retiraban siempre murmurando. Había marea alta, y la playa era mucho más angosta que cuando llegaran allí por primera vez: las últimas espumas de las olas lamían la mano izquierda extendida de Ged, que yacía de cara sobre la arena.
Tenía las ropas y los cabellos empapados, y las ropas heladas se le pegaban al cuerpo, como si una ola al menos hubiese caído sobre él. Del cuerpo sin vida de Araña no había rastros. Tal vez el oleaje lo había arrastrado al mar. Pero detrás de Arren, cuando volvió la cabeza, el cuerpo de Orm Embar, enorme y borroso en la niebla, se alzaba como una torre en ruinas.
Arren se levantó, tiritando; a duras penas podía mantenerse en pie, a causa del frío, del entumecimiento, y de esa debilidad y ese mareo que se sienten cuando uno ha estado acostado largo tiempo. Se tambaleaba como un borracho. En cuanto pudo mover las piernas, se acercó a Ged, y consiguió arrastrarlo un poco más arriba, fuera del alcance de las olas, pero eso fue todo cuanto pudo hacer. Muy frío, muy pesado le pareció el cuerpo de Ged; había cruzado con él en brazos la frontera de la muerte hacia la vida, aunque tal vez en vano. Puso el oído contra el pecho de Ged, pero no pudo dominar el temblor de sus propios miembros y el castañeteo de sus dientes. Se levantó otra vez, y trató de patear con fuerza para darse un poco de calor; y finalmente, temblando y arrastrándose como un viejo, partió en busca de las alforjas. Las habían dejado a la orilla de un arroyuelo que bajaba desde la cresta de las colinas, mucho tiempo atrás, cuando descendieron hasta la casa de huesos. Era el arroyo lo que estaba buscando, porque no pensaba en otra cosa que en agua, en agua dulce.
Antes de lo que esperaba llegó al arroyo, allí donde descendía hacia la playa serpeando laberíntico y se ramificaba como un árbol de plata para volcarse en la orilla del mar. Allí se dejó caer de bruces y bebió, con la cara y las manos sumergidas en el agua, sorbiendo el agua con la boca y con la mente.
Se irguió al fin, y en ese momento vio del otro lado del arroyo, enorme, un dragón.
La cabeza —color de hierro, moteada como por una herrumbre rojiza alrededor de los ollares, las órbitas y la quijada— colgaba frente a él, casi sobre él. Las zarpas se hundían profundamente en la blanda arena húmeda de la orilla del arroyo. Las alas, replegadas y visibles en parte, eran como velas, pero el largo cuerpo oscuro se perdía en la bruma.
No se movía. Podía haber estado agazapado allí hacía horas, años, o siglos. Estaba tallado en hierro, modelado en piedra… pero los ojos, esos ojos que Arren no se atrevía a mirar, los ojos como de aceite girando sobre agua, como un humo amarillo detrás de un vidrio, esos ojos opacos, profundos y amarillos observaban a Arren.
No había nada que pudiera hacer; de modo que se levantó. Si el dragón quería matarlo, lo mataría; y si no, iría y trataría de socorrer a Ged, si aún era posible socorrerlo. Se levantó y echó a andar cuesta arriba por la orilla del riacho, en busca de las alforjas.
El dragón no hizo nada. Acurrucado e inmóvil, observaba a Arren. Arren encontró las alforjas, llenó los dos odres en el arroyo, y a través de la arena volvió al sitio en que dejara a Ged. Apenas se hubo alejado unos pocos pasos del arroyo, el dragón desapareció en la espesura de la niebla.
Le dio agua a Ged, pero no consiguió reanimarlo. Yacía inerte y frío, la cabeza pesada en el brazo de Arren. El rostro cetrino tenía un color grisáceo, y la nariz, los pómulos y la antigua cicatriz parecían sobresalir en la cara, inflamados. Hasta el cuerpo estaba quemado, y enflaquecido, como consumido en parte.
Arren permaneció sentado sobre la arena húmeda, la cabeza de su compañero sobre las rodillas. La niebla era una esfera vaga y flotante alrededor de ellos, más ligera sobre sus cabezas. En medio de esa niebla, en alguna parte, estaba el dragón muerto, Orm Embar, y el dragón vivo esperando a la orilla del arroyo. Y en algún lugar, en la orilla opuesta de Selidor, estaba la barca Miralejos, vacía de provisiones, en otra playa. Y más allá el mar, hacia el este. Trescientas millas quizá hasta cualquier otra isla del Confín del Poniente; mil hasta el Mar Interior. Una larga travesía. «Tan lejos como Selidor», solían decir en Enlad. Las viejas historias que se contaban a los niños, los mitos, comenzaban así: «Había una vez, en tiempos tan remotos como la eternidad, y en tierras tan lejanas como Selidor, un príncipe…».
Él era el príncipe; pero en los viejos cuentos, eso era el comienzo; y esto parecía ser el fin.
Sin embargo, no estaba abatido. Aunque muy cansado, y afligido por su compañero, no sentía la más mínima amargura, ningún pesar. Sólo que ya no había nada más que hacer. Estaba todo hecho.
Tan pronto como recobrara las fuerzas, pensó, probaría suerte en la pesca de aguas bajas con la línea que llevaba en la alforja; porque una vez saciada la sed, había empezado a sentir la mordedura del hambre, y los víveres, excepto un paquete de pan duro, se habían agotado. Y ese pan él no lo tocaría, porque si lo remojaba y lo ablandaba en agua, podría tal vez conseguir que Ged comiese un poco.