Y eso era todo cuanto le quedaba por hacer. Más allá, no veía nada: lo cercaba la bruma.
Buscó a tientas en sus bolsillos, allí, acurrucado junto a Ged en la niebla, para ver si tenía algo que pudiera serle útil. En el bolsillo de la túnica encontró un objeto duro, de bordes afilados. Lo sacó y lo miró, perplejo. Era una piedra pequeña, negra, porosa y dura. Estuvo a punto de tirarla. Luego sintió en la mano las aristas filosas, ásperas y quemantes, sintió el peso, y supo qué era: un trocito de roca de las Montañas del Dolor. Se lo había metido en el bolsillo mientras trepaba o cuando se arrastraba con Ged a cuestas hacia el borde del desfiladero. La sostuvo en la mano, esa cosa inmutable, la Piedra del Dolor. Cerró la mano, y la apretó. Y sonrió entonces, una sonrisa que era a la vez sombría y jubilosa, conociendo, por primera vez en su vida, allá en el confín del mundo, a solas, y sin nadie que lo alabara, el sabor de la victoria.
Las nieblas se disipaban y dispersaban. A lo lejos, a través de ellas, vio brillar el sol sobre la Mar Abierta. Las dunas y las colinas aparecían y desaparecían, incoloras y agrandadas por los velos de niebla. La luz del sol brilló de pronto sobre el cuerpo de Orm Embar, magnífico en la muerte.
El dragón de hierro negro continuaba agazapado, inmóvil en la otra orilla del arroyo.
Pasado el mediodía, el sol brilló más luminoso y cálido, ahuyentando los últimos celajes de bruma. Arren se quitó las ropas mojadas, las puso a secar, y caminó desnudo, llevando sólo el cinto y la espada. Puso a secar también las ropas de Ged, pero aunque un baño agradable y reparador de calor y de luz caía sobre él, Ged no reaccionaba.
Se oyó un ruido, como de metal frotado contra metal, el chasquido de espadas que se cruzan. El dragón color de hierro se había levantado sobre las patas combadas. Se puso en marcha y cruzó el arroyo, arrastrando el largo cuerpo por la arena con un suave siseo.
Arren vio las arrugas de las articulaciones de la escápula, la malla de los flancos desgarrados y escarados como la armadura de Erreth-Akbé, y los largos dientes romos y amarillentos. En todo esto, y en los movimientos seguros, mesurados, y en la calma profunda y aterradora que envolvía a la criatura, Arren adivinó los signos de la edad: una edad inmemorial, incalculable. Así pues, cuando el dragón se detuvo a pocos pasos de donde yacía Ged, Arren, de pie entre los dos, dijo en hárdico, porque no conocía el Habla Arcana: —¿Eres tú, Kalessin?
El dragón no respondió, pero pareció sonreír. Luego, bajando la enorme cabeza y estirando el cuello, miró a Ged, y dijo su nombre.
La voz del dragón era enorme, y suave, y olía como una fragua.
Habló otra vez, y una vez más; y a la tercera, Ged abrió los ojos. Al cabo de un momento intentó incorporarse. Arren se arrodilló y lo sostuvo. Entonces Ged habló. —Kalessin —dijo—, ¡senvannisai'n ar Roke! —Y quedó sin fuerzas; apoyó la cabeza en el hombro de Arren y cerró los ojos.
El dragón no contestó. Volvió a agacharse, inmóvil como antes. La niebla reapareció, velando el sol que descendía hacia el mar.
Arren se vistió y envolvió a Ged en el capote. Tenía la intención de llevar a su compañero un poco más arriba, hasta el suelo más alto y seco de las dunas, pues la marea, que se había retirado a lo lejos, refluía otra vez, y él empezaba a recobrar las fuerzas.
Pero cuando se inclinaba para levantar a Ged, el dragón extendió una enorme pata acorazada hasta casi tocarlo. Las zarpas de esa pata eran cuatro, con un espolón trasero, como la pata de un gallo, pero éstos espolones eran de acero, largos como guadañas.
—¡Sobriost!—dijo el dragón, como un viento de enero a través de cañaverales.
—Deja en paz a mi señor. Salvándonos a todos, ha consumido sus energías, y quizá su vida misma. ¡Déjalo en paz!
Así habló Arren, vehemente e imperioso. Estaba harto de temores y terrores. Los había sufrido en demasía y no los soportaría nunca más. El dragón lo enfurecía, su enormidad lo exasperaba, su fuerza bestial, esa ventaja injusta. Él había conocido la muerte, el sabor de la muerte: ya ninguna amenaza tenía poder sobre él.
El viejo dragón Kalessin lo espió con un ojo rasgado, terrible, dorado. Había siglos, eones, en ese ojo de mirada insondable que albergaba la aurora del mundo. Y aunque Arren no lo miraba, sabía que la criatura lo contemplaba con una profunda y mansa hilaridad.
—Arw sobriost —dijo el dragón, y los herrumbrados ollares se le dilataron, y el fuego contenido y sofocado chisporroteó.
Arren, que sostenía a Ged por las axilas, y que se disponía a levantarlo cuando el movimiento del dragón lo detuvo, sintió que la cabeza de Ged giraba lentamente, y oyó su voz: —Eso significa: montad aquí.
Por un instante Arren no se movió. Todo aquello era descabellado. Pero ahí estaba la enorme pata con sus zarpas, posada delante de él como un escalón; y más arriba, la curvatura del codo; y más arriba aún la protuberancia de la escápula y la musculatura del ala, allí donde emergía de la clavícula: cuatro peldaños; una escalera. Y allí, entre el nacimiento de las alas y la primera púa de hierro del acorazado espinazo, en el hueco de la nuca, había sitio suficiente para que un hombre se sentase a horcajadas, o dos hombres. Si estaban locos, y desesperados, y dejaban de pensar.
—¡Montad! —dijo Kalessin en la Lengua de la Creación.
Y Arren se irguió y ayudó a su compañero a mantenerse en pie. Ged levantó la cabeza, y guiado por los brazos de Arren subió aquellos extraños escalones. Los dos se sentaron a horcajadas en el áspero y acorazado hueco de la nuca del dragón, Arren atrás, listo para sostener a Ged en caso necesario. Los dos sintieron que un calor entraba en ellos, un calor benéfico como el del sol. La vida ardía como fuego bajo aquella armadura de hierro.
Arren advirtió que la vara de tejo del mago había quedado enterrada a medias en la arena; el mar trepaba hacia ella y se la llevaría. Intentó apearse para ir a buscarla, pero Ged lo retuvo. —Déjala. He consumido en ese seco manantial toda mi magia, Lebannen. Ya no soy mago ahora.
Kalessin volvió la cabeza y los miró de soslayo. La antigua risa persistía en la mirada del dragón. Si era macho o hembra, nadie podía decirlo; lo que Kalessin pensaba, nadie podía saberlo. Lentamente desplegó las alas. No eran doradas como las de Orm Embar, sino rojas, oscuras, como la herrumbre o la sangre o como la seda púrpura de Lorbanería. El dragón alzó las alas, con cuidado, para no golpear a los minúsculos jinetes, y tomó impulso irguiéndose sobre las grandes ancas, y saltó al aire como un gato, y las alas se abatieron y los transportaron por encima de la niebla que flotaba sobre Selidor.
Batiendo con esas alas purpúreas el aire del anochecer, Kalessin giró por encima de la Mar Abierta, y se volvió hacia el este, y voló.
Cierto día de verano, sobre la isla de Ully, se vio volar a poca altura un enorme dragón, y más tarde en Usidero, y en el norte de Ontuego. Aunque los dragones son temidos en el Confín de Poniente, pues los pobladores los conocen demasiado bien, después que éste hubo pasado, y cuando los aldeanos salieron de sus escondites, quienes lo habían visto decían: —No han muerto, como creíamos, todos los dragones. Tal vez tampoco los hechiceros. En ese vuelo había por cierto un gran esplendor, quizá fuera el Patriarca.
Dónde Kalessin se posaba cuando bajaba a tierra, nadie lo sabía. En las islas lejanas hay junglas, hay colinas agrestes que pocos hombres han visitado alguna vez, y en las que hasta el descenso de un dragón puede pasar inadvertido.
Pero en las Noventa Islas hubo gritería y alboroto. Los hombres cruzaban en sus barcas los canales entre las pequeñas islas, hacia el oeste, gritando: —¡Escondeos! ¡Escondeos! ¡El Dragón de Pendor ha roto el juramento! ¡El Archimago ha perecido y el Dragón viene a devorarnos!