—Si trajera paz y fuerza; si Roke y Havnor lo reconociesen.
—Y hay una profecía que aún ha de cumplirse, ¿no es verdad? Maharion predijo que el próximo rey sería un mago.
—El Maestro de Cantos, un havnoriano, interesado en el asunto, desde hace tres años nos repite a cada rato las palabras de Maharion: Heredará mi reino aquel que haya cruzado en vida el país de las tinieblas y llegue hasta las costas más lejanas del día.
—Un mago, por lo tanto.
—Sí, puesto que sólo un hechicero o un mago podría cruzar el tenebroso país de los muertos y luego regresar. Aunque en verdad no lo cruzan. Al menos, siempre hablan de esa comarca como si tuviese una sola frontera, y más allá se extendiesen las tierras sin fin. ¿Qué son, entonces, las costas más lejanas del día? Pero eso dice la profecía del último Rey, y por lo tanto, alguien tendrá que nacer un día y darle cumplimiento. Y Roke lo reconocerá, y las naciones y las flotas y los ejércitos se unirán todos a él. Entonces habrá de nuevo majestad en el centro del mundo, en la Torre de los Reyes de Havnor. Yo iría a ponerme a las órdenes de alguien así, yo serviría a un verdadero rey de todo corazón y con toda mi arte —dijo Albur, y en seguida se echó a reír y se encogió de hombros para que Arren no pensara que había hablado con demasiada emoción.
Pero Arren lo miraba con simpatía y pensaba: «Él sentiría por ese rey lo mismo que siento yo ahora por el Archimago». En voz alta, dijo: —Un rey necesitaría tener siempre cerca a hombres como tú.
Permanecieron un rato en silencio, pensativos, pero juntos, hasta que un gong resonó en la Casa Grande detrás de ellos.
—¡Al fin! —dijo Albur—. Lentejas y sopa de cebollas esta noche. Ven.
—Me pareció oírte decir que no se cocinaba aquí, en la Escuela —le dijo Arren, siempre soñador, siguiéndolo.
—Oh, algunas veces… por error…
Ninguna magia había intervenido en aquella comida, muy sustanciosa por cierto. Después de la cena, salieron a caminar por los prados en el suave azul del crepúsculo. —Éste es el Collado de Roke —dijo Albur mientras empezaban a subir por una colina redondeada. La hierba húmeda de rocío les rozaba las piernas, y abajo, en el pantanoso Riacho de Zuil, un coro de sapos pequeños daba la bienvenida a los primeros calores y a las más cortas noches estrelladas.
Había un misterio en ese suelo. Albur dijo en voz baja: —Esta colina fue la primera que emergió de los mares, cuando se pronunció la Primera Palabra.
—Y será la última en sumergirse, cuando todas las cosas sean deshechas —dijo Arren.
—Por lo tanto, un lugar seguro para estar —dijo Albur, luchando contra el miedo; pero al instante gritó, sobrecogido—: ¡Mira! ¡El Boscaje!
Al sur del Collado un gran halo de luz iluminaba la tierra, como si estuviese saliendo la luna, pero la delgada luna nueva ya se ponía en el oeste, del otro lado de la cresta de la colina; y había un aleteo en este resplandor, como hojas que se movían en el viento.
—¿Qué es eso?
—Viene del Bosque… los Maestros han de estar allí. Dicen que así brilló, como un claro de luna, cuando se reunieron hace cinco años, para elegir al Archimago. Pero ¿por qué se habrán reunido ahora? ¿Serán las noticias que tú has traído?
—Puede ser —dijo Arren.
Albur, excitado e inquieto, quiso volver a la Casa Grande, para oír lo que se decía a propósito de aquel Concilio de los Maestros. Arren lo acompañó, pero volviendo la cabeza una y otra vez para contemplar aquella luminosidad extraña, hasta que desapareció detrás de la colina, y sólo la luna brilló en el poniente, y las estrellas de la primavera.
A solas en la oscuridad, en la celda de piedra que era su alcoba, Arren yacía con los ojos abiertos. Toda su vida había dormido en una cama, bajo pieles suaves; hasta en la galera de veinte remos en que viajara desde Enlad habían proporcionado al joven príncipe un lecho más mullido que éste: una yacija de paja sobre el suelo de piedra y una andrajosa manta de fieltro. Mas en nada de esto reparaba el muchacho. «Estoy en el corazón del mundo», pensaba. «Los Maestros están deliberando en el lugar sagrado. ¿Qué van a hacer? ¿Urdirán acaso una gran magia, para salvar la Magia? ¿Será verdad que la magia está desapareciendo en el mundo? ¿Hay algún peligro que nos amenace, aun aquí en Roke? Quiero quedarme. No volveré a casa. Prefiero barrer el cuarto del Archimago a ser príncipe en Enlad. ¿Me permitirá permanecer aquí como novicio? Aunque tal vez no se enseñe más el arte de la magia, ni el nombre verdadero de las cosas. Mi padre posee el don, pero yo no lo tengo; quizá es verdad que la magia se está acabando en el mundo. Aunque así fuera, me quedaría cerca de él. Aunque él perdiese poderes y artes. Aunque no lo viera nunca más. Aunque nunca más me hablara.» Pero su ardiente imaginación volaba mucho más lejos, y así se vio de pronto cara a cara con el Archimago, una vez más en el patio bajo el serbal; y el cielo estaba sombrío, y el árbol sin follaje, y silenciosa la fuente; y él decía: «Mi señor, la tempestad se cierne sobre nosotros, pero permaneceré junto a vos, y os serviré», y el Archimago le sonreía… Pero allí le fallaba la imaginación, porque no había visto sonreír aquel rostro sombrío.
Por la mañana, despertó sintiendo que si hasta ayer había sido un muchacho, hoy era un hombre. Estaba dispuesto a todo. Pero cuando llegó el momento, se quedó con la boca abierta.
—El Archimago desea hablaros, Príncipe Arren —le anunció en el umbral de la celda un novicio muy joven y menudo; aguardó un instante, y luego escapó antes que Arren atinase a responderle.
Arren bajó por la escalera de la torre y atravesó los corredores de piedra buscando el camino hacia el patio de la fuente, sin saber a dónde tenía que ir. Un viejecito le salió al encuentro en el corredor, con una sonrisa que le arrugaba media cara, de la nariz al mentón: el mismo que le cerrara el paso la víspera, a la puerta de la Casa Grande, exigiéndole que dijese su nombre verdadero antes de entrar.
—Ven por aquí —dijo el Maestro Portero.
Las salas y pasadizos de esa parte del edificio estaban en silencio, libres del ajetreo y el alboroto de los muchachos que animaban el resto de la Casa Grande. Allí se sentía la vejez inmemorial de los muros. El encantamiento con que habían sido dispuestas y protegidas las antiguas piedras era allí evidente. Había runas inscritas a intervalos en los muros, tallas profundas, algunas incrustadas en plata. Arren había aprendido de su padre las Runas Hárdicas, pero de éstas no conocía ninguna, aunque algunas parecían encerrar un significado que casi conocía, o que había conocido y no podía recordar del todo.
—Has llegado, hijo —dijo el Portero, prescindiendo de títulos tales como Señor o Príncipe. Arren lo siguió al interior de una estancia larga, con un bajo techo de vigas. En uno de los extremos de la sala, en un hogar de piedra, ardía un fuego y las llamas se reflejaban en el piso de roble; en el otro extremo las ventanas ojivales dejaban entrar la turbia claridad de una mañana brumosa. Delante del hogar aguardaba, de pie, un grupo de hombres, pero entre ellos Arren vio a uno solo: el Archimago. Se detuvo, se inclinó, y esperó en silencio.
—Éstos son los Maestros de Roke, Arren —dijo el Archimago—, siete de los nueve. El Maestro de las Formas nunca sale del Boscaje, y el de los Nombres está en su torre, treinta millas al norte. Todos saben por qué has venido. Señores míos, éste es el hijo de Morred.
Ningún orgullo despertó en Arren esta frase, sólo una especie de temor. Estaba orgulloso de su linaje, pero se veía a sí mismo sólo como un heredero de una dinastía de príncipes, un miembro de la Casa de Enlad. Morred, el fundador de la dinastía, estaba muerto desde hacía dos mil años.