Arren adivinó la profunda desazón de aquel hombre, y sintió terror. Pero el miedo afila el ánimo, y con el corazón sobresaltado respondió al punto: —Mi señor, elijo ir con vos.
Arren salió de la Casa Grande con el corazón y el espíritu embargados de asombro. Se decía que era feliz, pero la palabra no parecía ser la adecuada. Que era fuerte, le había dicho el Archimago, un hombre llamado a un gran destino, y esas alabanzas, se decía, lo enorgullecían. Pero él no sentía ningún orgullo. ¿Por qué no? El mago más poderoso del mundo le había dicho: «Mañana nos haremos a la mar, rumbo a las orillas del Destino», y él había asentido, e iría: ¿no tendría que sentir orgullo? Pero no era así. Sólo sentía extrañeza.
Bajó por las sinuosas y empinadas calles de Zuil-burgo, buscó en los muelles al capitán de su nave, y le dijo: —Parto mañana con el Archimago hacia Wathort y el Confín Austral. Di al Príncipe, mi padre, que cuando haya cumplido este servicio regresaré a Berila.
El capitán puso mala cara. Sabía cómo podía ser recibido por el Príncipe de Enlad el portador de semejante nueva. —Tendré que llevar una palabra escrita de vuestro puño y letra, príncipe —dijo.
Considerando que esto era justo, Arren partió de prisa. Sentía que tenía que hacerlo todo en el momento y encontró una extraña tiendecita en la que compró una piedra de tinta, un pincel y una hoja de papel terso y grueso como el fieltro; luego volvió a paso rápido a los muelles y se sentó en el embarcadero para escribir a sus padres. Cuando imaginó a su madre con esa misma hoja de papel en la mano, leyendo la carta, lo invadió una profunda tristeza. Ella era una mujer alegre y paciente, pero Arren sabía que él era la fuente de ese contentó, y que ella esperaba ansiosa a que él regresara. No había modo de que olvidara esa larga ausencia. La carta fue seca y breve. Firmó con la runa-espada, selló la carta con un poco de brea para calafatear que encontró en un caldero, y la entregó al capitán del navío. De pronto: —¡Espera! —dijo; como si la nave fuese a levar anclas en ese mismo instante, y echó a correr cuesta arriba por el empedrado de las calles escarpadas hacia la extraña tiendecita. Le fue difícil dar con ella porque había algo raro en las calles de Zuiclass="underline" era casi como si los recodos y revueltas fuesen distintos cada vez. Dio al fin con la calleja que buscaba, y entró en la tienda como una exhalación, apartando las sartas de abalorios que adornaban la entrada. Antes, cuando comprara la tinta y el papel, había visto en un escaparate de broches y prendedores uno de plata que tenía la forma de una rosa silvestre; y su madre se llamaba Rosa—. Llevaré éste —dijo con un aire de impaciencia principesca.
—Una antigua orfebrería de plata de la Isla de O. Veo que sois buen conocedor de antigüedades —dijo el tendero, mirando no la espléndida vaina, sino la empuñadura de la espada de Arren—. Os costará cuatro marfiles.
Arren pagó sin protestar el precio más bien alto; tenía la escarcela repleta de las piezas de marfil que en las Comarcas Interiores se utilizan como dinero. La idea de un regalo para su madre lo complacía; el acto de comprar lo complacía; al salir de la tienda apoyó la mano en el pomo de la espada, con un toque de jactancia.
El Príncipe le había dado esa espada cuando Arren iba a dejar Enland, el día anterior, y él la había recibido solemnemente; y la había llevado en el cinto como si fuese un deber, incluso durante la travesía. Sentía con orgullo el peso del arma sobre la cadera, el peso de los años incontables sobre la mente. Porque aquella era la espada de Serriadh, el hijo de Morred y Elfarran; no había en el mundo ninguna más antigua, a no ser la espada de Erreth-Akbé, que estaba clavada en la cumbrera de la Torre de los Reyes, en Havnor. Ésta no había estado guardada jamás, siempre había sido usada; y sin embargo, los siglos no la habían gastado, ni debilitado, pues la habían forjado con un encantamiento muy poderoso. La historia decía que nunca había sido desenvainada, y jamás lo sería, excepto al servicio de la vida. Jamás se dejaría esgrimir para saciar la sed de sangre, de codicia o de venganza, ni en guerras de conquista. De ella, el tesoro más grande del palacio, había recibido Arren su nombre común: Arrendek la llamaba de niño: «la pequeña Espada».
El nunca la había utilizado, ni tampoco su padre, ni su abuelo. La paz había reinado en Enlad durante muchos años.
Y ahora, en la calle de la extraña ciudad de la Isla de los Magos, la empuñadura de la espada le parecía extraña cuando la tocaba. La sentía indócil y fría. Era pesada, le entorpecía la marcha; tironeaba de él. La impresión de maravilla persistía, pero se había enfriado. Bajó de nuevo al muelle, le dio al capitán de la nave el broche para su madre, y se despidió deseándole un buen viaje de regreso. Al volverse, cubrió con la capa la vaina que guardaba el arma antigua e inflexible, la cosa mortífera que había heredado. Ya no se sentía con ánimo jactancioso. «¿Qué estoy haciendo?», se preguntaba mientras trepaba por los senderos angostos, ahora sin prisa, en dirección a la Casa Grande, maciza como una fortaleza, que se elevaba por encima de la ciudad. «¿Cómo es que no estoy viajando de vuelta a casa? ¿Por qué voy a partir en busca de algo que no comprendo, con un hombre a quien no conozco?»
Y no encontraba respuesta a estas preguntas.
3. Hortburgo
En la oscuridad que precede al alba, Arren se puso las ropas que le habían dado, una indumentaria marinera muy gastada pero limpia, y por los corredores silenciosos de la Casa Grande se encaminó de prisa hacia la puerta del este, tallada en cuerno y diente de dragón. Allí el Portero le abrió la puerta y le indicó el camino con una ligera sonrisa. Arren echó a andar por la calle más alta de la villa y luego por un sendero que descendía hasta las casetas de botes de la Escuela, en la playa de la bahía, al sur de los diques de Zuil. Apenas si veía el camino. Los árboles, los tejados, las colinas eran bultos negros e informes. El aire oscuro no se movía, y hacía mucho frío. Todo era quietud, silencio, recogimiento y oscuridad. Sólo en el este, por encima del mar insondable, se divisaba una vaga línea clara: el horizonte, que parecía volcarse hacia el sol todavía invisible.
Llegó a la escalera de la caseta. No había nadie allí, ningún movimiento. Envuelto en un grueso capote marinero y con gorra de lana, Arren no sentía frío, pero tiritaba mientras aguardaba en la oscuridad, en los peldaños de piedra.
Las casetas se recortaban negras contra la negrura del agua, y de pronto llegó de allí un golpe seco, tres veces repetido. A Arren se le erizaron los cabellos. Una sombra alargada resbaló, silenciosa, sobre el agua: una embarcación se deslizaba hacia el muelle. Arren se precipitó escaleras abajo, corrió hasta el espigón y saltó a la barca.
—Ponte al timón —dijo el Archimago, una figura borrosa que se movía, ágil, en la proa— y sujétalo con firmeza mientras yo izo la vela.
Estaban ya fuera del puerto, y la vela, desplegándose como un ala blanca, reflejaba la luz creciente.
—Sopla un viento del oeste y no tenemos que remar para salir de la bahía, un regalo de despedida del Maestro de Vientos, no me cabe duda. Presta atención, hijo, ¡la barca es muy ligera de timón! Bien. Un viento del oeste, y un amanecer claro para el Día de Equilibrio de la primavera.
—¿Es Miralejos esta barca? —Arren conocía de oídas la embarcación del Archimago, a través de cantares y leyendas.