– Tengo hambre -pensó Ramón Siffoni, que no había cenado. Un poco más allá, vio una especie de pequeña montaña bajo la luna, y en su cima un hotel. A pesar de la hora se veían luces en las ventanas de la planta baja, y pensó que no era descabellado que hubiera un comedor. La suposición se hizo mucho más verosímil al ver, ya cuando subía, que frente al hotel había estacionados varios camiones. Todo viajero en la Argentina sabe que donde paran los camioneros se come bien: con más razón entonces, se come.
Cuando echó pie a tierra, una mujer se dirigió hacia él, aunque a la vez parecía huir de él. No se fijó bien, porque le llamó la atención el autito celeste del que ella se había apeado.
Silvia Balero notó que no la reconocía, aunque él le abría la puerta en sus cotidianas visitas a la costurera. Todas las mujeres debían de parecerle iguales. Era esa clase de hombre.
– Disculpe que lo moleste, no sé qué pensará usted de mí, pero ¿puedo pedirle un favor?
Siffoni la miraba con gesto que parecía maleducado pero en realidad era de intriga, porque le resultaba conocida, y no sabía de dónde.
– ¿Podría acompañarme adentro? Quiero decir, como si fuéramos colegas, viajantes. Ya que usted va a alojarse aquí… Me da inquietud entrar sola.
Al fin él reaccionó, y partió rumbo a la puerta:
– No. Voy a cenar nada más.
– ¡Yo también! ¡Después sigo viaje! Se preguntaba: "¿Dónde habrá dejado el camión? Pareció como si bajara del aire vacío."
Pero la entrada estaba cerrada; entre unas cortinillas se veía el lobby oscuro y desierto. Ramón dio unos pasos a lo largo de la fachada, con la mujer atrás. Las ventanas de un salón que bien podía ser el comedor también mostraban al otro lado un espacio negro, pero de algún lado llegaban hasta él unas rayas de luz humosa. Ramón Siffoni retrocedió unos metros. Desde el camino había visto luces encendidas, pero ahora no sabía de qué lado. Trataba de hacerse cargo de la estructura del edificio. No podía concentrarse por la perplejidad que le causaba la compañía: a la luz de la luna, la mujer no parecía muy lúcida. ¿Estaría borracha, sería una loca? Esa clase de hombres siempre está pensando lo peor de las mujeres, justamente porque todas les parecen la misma.
Las dificultades que encontraba se debían a que el plano del hotel era realmente ininteligible, porque se trataba de un establecimiento termal cuya planta se había adaptado a la conformación de los agujeros manantes de la tierra, de las rocas; estas últimas no podían quitarse porque eran tapones.
Pero al fin, dando la vuelta a una esquina en picada, se vio frente a una ventana con luz, y pudo ver adentro. Su sorpresa fue mayúscula (pero su sorpresa siempre era enorme cuando miraba algo esta noche) al encontrarse ante una escena que conocía demasiado bien: la mesa de poker. Ahora, de pronto, recordaba haber oído hablar de ese hotel, parada obligada de todos los jugadores que se dirigían al sur, contrabandistas, camioneros, aviadores… Un viejo hotel termal, de clientela extinta, garito legendario. Nunca había pensado que llegaría a conocerlo un día, o una noche.
Ante ese espectáculo se abstrajo de todo, hasta de la mujer que se empinaba a sus espaldas para ver. Los hombres, los naipes, las fichas, los vasos de whisky… Pero no se abstrajo de todo en absoluto; hubo una cosa que advirtió. Uno de los jugadores era de Pringles, y él lo conocía muy bien, no sólo por ser vecino. Era el llamado Chiquito, el camionero. Fue todo verlo, y comprender que el viaje no había sido en vano, o al menos que no había tomado la dirección equivocada. Si obtenía lo que se proponía de él, no necesitaría seguir adelante. Sabía bien cómo llegar a una mesa de juego, aunque todas las puertas estuvieran cerradas. Sus movimientos se hicieron seguros, y Silvia Balero lo notó. Fue tras él. Ramón dio unos golpes en la ventana, y después en la puerta más próxima. Antes de que vinieran a abrirle, buscó en el bolsillo de la camisa y sacó un antifaz negro. Lo tenía allí desde hacía un tiempo, y no había supuesto que la ocasión de usarlo llegaría tan de pronto. Se lo puso (tenía un elástico que se ajustaba en la nuca). En aquel entonces era frecuente, como lo es ahora, que los jugadores en los garitos oculten su identidad con antifaces. De modo que al portero del hotel que vino a abrirle le bastó verlo para saber qué quería. Entraron. Silvia Balero le tiró de la manga.
– ¿Qué quiere? -dijo él de mal modo, sin poder creer en la inoportunidad de una desconocida que le pedía atención cuando él iba a hacer la apuesta de su vida.
Ella quería un lugar donde dormir. En realidad ya estaba medio dormida, sonámbula.
Sin responderle, Ramón le señaló al portero que los guiaba, pero éste dijo que debían hablar con el dueño del hotel, que estaba justamente sentado a la mesa de juego. Así lo hicieron. Los presentes echaron una mirada apreciativa a la joven profesora, y el hotelero la llevó a una habitación no muy lejos de donde estaban, y volvió. El recién llegado ya tenía su lugar, le habían recitado las reglas, y pedía fichas a crédito. Incluido el patrón, eran cinco. El portero miraba. Dos eran camioneros, el Chiquito y otro tipo de mal aspecto; los dos restantes eran estancieros de la zona, ganaderos, muy solventes. El Chiquito había ganado mucho. A esa hora, ya jugaban por millares de ovejas o montañas enteras.
Para qué detenerse en la descripción de un juego, igual a cualquier otro. Dama, Rey, Dos, etc. Ramón perdió sucesivamente su camión, el autito celeste, y a Silvia Balero. Lo único que le quedaba era pagar los dos whiskys que había tomado. Dejó caer las cartas sobre la alfombra, con los ojos entrecerrados en el fondo del antifaz, y preguntó:
– ¿Dónde está el baño?
Se lo indicaron. Fue, y se escapó por la ventana. Corrió hacia donde había dejado el camión, sacando las llaves del bolsillo… Pero cuando llegó al sitio, entre los demás camiones, todos ellos grandes y modernos (y el del Chiquito, que él conocía bien, con una extraña máquina negra pegada a la pared posterior del acoplado; no se detuvo a ver qué era), allí en la explanada, no lo encontró. Creía soñar. La luna había desaparecido también, sólo quedaba un resplandor incierto entre la tierra y el cielo. Su camión no estaba. Cuando lo había apostado, el segundo camionero, que fue el que se lo ganó, había salido a verlo, y al volver había aceptado la apuesta contra diez mil ovejas, cosa que sorprendió un poco a Siffoni. ¿Lo habría cambiado de lugar en esa ocasión? Imposible, sin las llaves, que no habían salido de su bolsillo. De cualquier modo no podía buscarlo mucho, porque era inminente que advirtieran su escape… Intentó meterse en el autito celeste, pero no cabía: era un hombre corpulento. Oyó, o creyó oír, un portazo… El pánico lo desconcertó por un momento, y ya estaba corriendo a campo traviesa, en cualquier dirección, bajando de la montaña a la meseta, mientras amanecía, a una hora imposible de temprano.
Silvia Balero, de quien los jugadores ignoraban que llevaba un hijo en su seno (de saberlo, lo habrían apostado también) quedó entonces en posesión legal del Chiquito, sin saberlo, profundamente dormida. En cierto momento de esa noche las canillas en el baño de su habitación se abrieron automáticamente, y la tina comenzó a llenarse de agua hirviente de color rojo, que giraba todo el tiempo sobre sí misma y desprendía un vapor también rojo, hirviente, sulfuroso.
Cuando el Chiquito se levantó de la mesa de juego, de la que había sido el único ganador, hizo una recorrida por el hotel (que también había pasado a ser de su propiedad) con paso tambaleante, no por la bebida, que nunca lo afectaba, ni por las muchas horas de inmovilidad, a las que estaba habituado por su profesión, sino por el puro gusto de tambalearse, por coquetería de bruto. Todo era de él; a eso también estaba habituado porque siempre ganaba. Era el jugador más afortunado del universo, y se había tejido una leyenda, sobre él, una leyenda y un gran enigma (¿para qué seguía trabajando?). Desde hacía años estaba en la mira de los jugadores de Pringles, que se habían propuesto, cada uno por su lado, ganarle una partida a los naipes; sabían que uno solo lo lograría, una sola vez, y ese acontecimiento, si llegaba, sería un triunfo muy grande sobre la suerte. Él no lo sabía, y si lo hubiera sabido no se habría preocupado en lo más mínimo. Al contrario, lo habría hecho reír a carcajadas.