Cruzó el lobby oscuro mirando a su alrededor con ojos turbios. Todo era suyo, como tantas veces lo había sido, como siempre. Y no había nada que no fuera suyo, porque no había pasajeros alojados en el hotel… Un momento: sí había alguien, una bella desconocida… que también era suya, porque se la había ganado al hombre del antifaz. Partió en su busca, sin tambaleos. Fue abriendo las puertas de los cuartos, todos vacíos, hasta dar con el de Silvia Balero. Estaba profundamente dormida, en medio de una niebla rojiza. La estuvo mirando un rato… Después fue al baño, y estuvo mirando un rato el agua roja que hervía en la tina. Al fin se desnudó y se sumergió. Nadie habría resistido esa temperatura, pero a él no le hizo nada. El corazón casi dejó de latirle, sus ojos se entrecerraron, la boca se le abrió en una mueca estúpida.
El paso siguiente, fue violar a la dormida. No advirtió que estaba encinta; creyó que era panzona, como tantas mujeres en el sur argentino. El resultado fue que unos deditos celestes allá adentro se asieron de su miembro como de una manija, y cuando lo retiró, intrigado, sacó a la rastra un feto peludo y fosforescente, feo y deforme como un demonio, que con sus chillidos despertó a Silvia Balero y los obligó a huir, dejándolo dueño de la escena.
Fue así como vino al mundo el Monstruo.
Días de ocio en la Patagonia…
Días de turista en París…
La vida lleva a la gente a toda clase de lugares lejanos, y por lo general termina llevándolos a los más lejanos de todos, a los extremos, porque no hay motivo para frenar su empuje a medio camino. Más allá, siempre más allá… hasta que deja de haber más allá, y entonces los hombres rebotan, y quedan expuestos a un clima, a una luz… El recuerdo es una miniatura lumínica, como el holograma de la princesa, en aquella película, que transportaba en sus circuitos el robot fiel, de galaxia en galaxia. La tristeza inherente al recuerdo proviene de que su objeto es el olvido. Todo el movimiento, la gran línea, el viaje, es un arrebato de olvido, que se curva en la burbuja del recuerdo. El recuerdo es siempre portátil, siempre está en manos de un autómata vagabundo.
El mundo, la vida, el amor, el trabajo: vientos. Grandes trenes cristalinos que pasan pitando por el cielo. El mundo está envuelto en vientos que van y vienen… Pero no es tan simple, tan simétrico. Los vientos de verdad, las masas de aire que se desplazan entre diferencias de presión, terminan volviéndose siempre para el mismo lado, y se reúnen en los cielos argentinos; vientos grandes y pequeños, los vientos cosmopolitas y oceánicos tanto como los diminutos soplos de jardín: un embudo de las estrellas los reúne a todos, adornados con sus velocidades y direcciones como cintas en los peinados, y van a parar a esa región privilegiada de la atmósfera que es la Patagonia. Es por eso que allí las nubes son lo momentáneo por excelencia, como decía Leibniz que eran las cosas ("las cosas son mentes momentáneas": una silla es exactamente como un hombre que viviera un solo instante). Las nubes patagónicas acogen y acomodan todas las transformaciones dentro de un solo instante, todas sin excepción. Por eso el instante, que en cualquier parte es seco y fijo como un clic, en la Patagonia es fluido, misterioso, novelesco. Darwin lo llamó: la Evolución. Hudson: la Atención.
No estoy hablando en metáforas patrióticas. Esto es real.
Viajar es real. Abrir la puerta de todos los miedos es real, aunque no lo sea lo que hubo antes ni lo que viene después, ni los motivos ni las consecuencias. En realidad no acierto a explicarme cómo es que la gente puede tomar la decisión de viajar. Quizás me convendría estudiar la obra de esos poetas japoneses que se trasladaban de paisaje en paisaje encontrando temas para sus composiciones algo incoherentes. Quizás ahí está la explicación. "A la mañana siguiente el cielo estaba muy claro, y en el preciso momento en que el sol alcanzaba su mayor brillo, salimos en el bote por la bahía." (Basho)
Los cielos de la Patagonia están siempre limpios. Allí se reúnen los vientos, en una gran feria de transformaciones invisibles. Es como decir que allí sucede todo, y el resto del mundo se disuelve en la lejanía, inoperante, la China, Polonia, Egipto… París, la miniatura lumínica. Todo. Sólo queda ese espacio radiante, la Argentina, hermosa como un paraíso.
¿Cómo viajar?¿Cómo vivir en otra parte? ¿No sería una locura, una autoaniquilación? No ser argentino es precipitarse en la nada, y eso a nadie le gusta.
Y en plena transparencia… Quiero anotar una idea, aunque no tiene nada que ver, antes de que me la olvide: ¿no será que los ideogramas chinos fueron pensados originalmente para ser escritos en vidrio, para poder leerlos del otro lado? Quizás de ahí proviene todo el malentendido.
Y en plena transparencia, decía… un vestido de novia. ¿Una nube? No. Un vestido blanco, claro que sin forma de vestido, o mejor dicho: sin forma humana, la que toma puesto en su dueña o en un maniquí, sino en su forma auténtica, la forma pura de vestido, que nadie tiene la ocasión de ver nunca, porque no es cuestión de verlo hecho un montón de tela tirado sobre una mesa o una silla. Eso es informe. La forma del vestido es una transformación continua, ilimitada.
Y era el vestido de novia más bello y complicado que se hubiera hecho nunca, un desplegarse de todos los pliegues blancos, maqueta blanda de un universo de blancuras. A diez mil metros de altura, volando con lo que parecía una majestuosa lentitud aunque debía de ir muy rápido (no había punto de referencia, en ese abismo celeste de puro día). Y cambiando de forma sin cesar, siempre, macrocisne, abriendo alas nuevas, nunca las mismas, la cola de catorce metros, hiperespuma, cadáver exquisito, bandera de mi patria.
¡Han pasado tantos años que ya debe de ser martes!
…
Había dejado a Delia errando en el crepúsculo desolado. Al cabo de varias horas de paseo incierto, empezaba a preguntarse dónde pasaría la noche. Se sentía perdida, suspendida en un cansancio inhumano. Un poco más, muy poco, y estaría caminando como una autómata, como una loca. Ya ahora daba lo mismo el rumbo en el que iba; si hubiera una visión cualquiera, por cualquier lado, iría hacia allí. Lo que la alarmaba era sentirse en el extremo del interés; cuando saliera al otro lado ya no cambiaría más de dirección. La noche se le antojaba esa especie de desierto uniforme que entraría en ella, y la llenaba de pavor. ¡Una casa, un techo, una cueva, un quincho…! ¡Un rancho abandonado, una tapera, un galpón…! Sabía que aun del fondo de la fatiga podía sacar ánimo para hacer habitable por una noche cualquier ambiente, hasta el más deplorable… Se veía barriéndolo, poniendo orden, haciendo la cama, lavando las cortinas… Eran fantasías absurdas, pero la consolaban un poco, al tiempo que su desamparo seguía creciendo porque la meseta se extendía más y más, y el horizonte desplegaba una nueva franja en blanco, y otra… ¿Tenía sentido seguir?
La noche prácticamente había caído. Lo único que faltaba era que oscureciera. Cada momento parecía el último para ver el signo salvador. Y en uno de ellos, al fin, vio algo: dos paralelogramos largos y bajos posados en el fondo de la distancia, como dos guiones. Fue hacia ellos con alas en los pies, sintiendo todo el dolor del cansancio enroscándose en sus venas. Fue entonces que oscureció (debía ser medianoche) y el cielo se llenó de estrellas.