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Delia retrocedió arrastrándose hasta la puerta más próxima, y no bien se creyó fuera de su vista corrió. Por suerte había salidas por todas partes… Pero esa misma exuberancia contribuía a circularizar el laberinto, y aumentaba el riesgo de precipitarse en manos de su perseguidor. Delia había abandonado toda idea de pedir refugio o ayuda para volver a casa. Por lo menos ahí. No había tenido tiempo para pensar, con la sorpresa y el espanto, pero no importaba. Estaba descubriendo que también se podía pensar sin tiempo.

El Chiquito se le venía encima, vociferando:

– Quién anda ahí, quién anda ahí…

"Por lo menos no me reconoció", se dijo Delia, que en la desesperación quería preservar su coexistencia en el barrio… si es que alguna vez volvía.

Buscaba el dormitorio por el que había entrado, para salir por los biombos suspendidos… Pero fue a dar a un lugar por completo diferente, una maraña metálica oscura e intrincada. Se enredó sin remedio en sus vericuetos. Como si no fuera poco con la inercia que llevaba, encima se obstinó en seguir adelante, metiendo una pierna, después otra, un brazo, la cabeza… Era el motor del camión, dormido por el momento… Pero ¿y si se ponía en marcha? Esos fierros en movimiento la triturarían en un segundo… Sintió algo pegajoso en las manos: era grasa negra, y ya se había ensuciado con ella de pies a cabeza. Fue el colmo de la angustia. Prácticamente no podía moverse, ni para atrás ni para adelante, enganchada a la maquinaria por todos lados… Y los pasos y gritos del Chiquito se acercaban, retumbaban en los émbolos mastodónticos… ¡Estaba perdida!

En ese momento una gran sacudida hizo trepidar todo. Por un momento Delia temió que lo más horrible hubiera sucedido: que el motor estuviera en marcha. Pero no era eso. La agitación se multiplicó, y era todo el camión el que estaba bailoteando sobre sus treinta ruedas. Un silbido fortísimo lo envolvía y atravesaba las chapas. Todos los olores le volvieron a la nariz y se desvanecieron. La tocó una corriente de aire frío.

"Se levantó viento", pensó automáticamente. ¡Y qué viento!

La reacción del Chiquito fue sorprendente. Se puso a gritar como un loco. Como si su peor enemigo se hubiera hecho presente en el peor momento.

– ¡Otra vez vos, maldito! ¡Ventarrón hijo de mil putas! ¡Esta vez no te vas a escapar! ¡Te voy a mataaaaaar!

La respuesta del viento fue aumentar su potencia mil veces. El camión trepidaba, sus chapas tableteaban, todo el interior se entrechocaba… y, lo más importante, parecía hincharse con el aire introducido a presión… incluidas las piezas del motor… Delia se sintió libre y de inmediato una corriente la arrebató, la llevó rebotando y resbalando en la grasa hacia un vórtice en el radiador, en el enrejado donde los silbidos se refractaban como diez orquestas sinfónicas en un tutti ciclópeo… La rejilla cromada voló, y Delia saltó tras ella, y ya estaba afuera, corriendo como una gacela.

Se sorprendía ella misma de lo rápido que iba, como una flecha. Solía jactarse con razón de su agilidad y energía, pero dentro de la casa, barriendo, lavando, cocinando, todo lo más caminando de prisa por el barrio, con pasos cortitos, cuando iba a hacer los mandados, nunca corriendo. Ahora lo hacía sin esfuerzo alguno, y devoraba la distancia. El aire le silbaba en las orejas. "Qué velocidad", se decía, "¡lo que puede el miedo!"

Cuando se detuvo, el silbido se volvió un susurro, pero persistía. El viento seguía envolviéndola.

– Delia… Delia… -la llamó una voz desde muy cerca.

– ¿Eh? ¿Quién…? ¿Qué…? ¿Quién me llama? -preguntó Delia, pero corrigió su tono algo perentorio por temor a ofender; se sentía tan sola, y su nombre había sonado con tan exquisita dulzura-. ¿Sí? Soy yo, soy Delia. ¿Quién me llama? -Lo decía casi sonriente, con expresión intrigada e interesada, y también un poco temerosa, porque parecía una magia. No había nadie cerca, ni lejos, y el camión ya no estaba a la vista.

– Soy yo, Delia.

– No, Delia soy yo.

– Quiero decir: Delia, oh Delia, soy yo quien te habla.

– ¿Quién es yo? Perdóneme, señor, pero no veo a nadie.

La voz era de un hombre: grave, culta, modulada con una calma superior.

– Yo: el viento.

– Ah. ¿Es una voz que trae el viento? ¿Pero dónde está el hombre?

– No hay ningún hombre. Soy el viento.

– ¿El viento habla?

– Me estás oyendo.

– Sí, sí, lo oigo. Pero no entiendo… No sabía que el viento podía hablar.

– Yo puedo.

– ¿Qué viento es usted?

– Me llamo Ventarrón.

El nombre le sonaba conocido.

– Me suena… ¿No nos hemos cruzado antes?

– Muchas veces. A ver si te acordás.

– ¿Usted se acuerda?

– Por supuesto.

Hizo memoria.

– ¿No fue aquella vez…?

– Sí, sí.

– ¿Y aquella otra cuando…?

– ¡Sí! Qué buena fisonomista sos.

No lo decía en broma. Debía de ser un modo de hablar.

– ¡Cuántas veces…! Ahora me acuerdo de otras, pero podría estar horas mencionándolas.

– Yo te escucharía sin aburrirme. Sería música para mí.

– Millones de veces.

– No tantas, Delia, no tantas. Además, soy inconfundible.

Era muy amistoso, realmente. Pero la pobre Delia no estaba en condiciones de llevar su cortesía al punto de internarse en registros proustianos, así que pasó a un asunto más inmediato.

– ¿Usted me salvó del camionero?

– Sí.

– Gracias. No sabe cuánto se lo agradezco.

– Me he estado ocupando de vos desde que viniste aquí, Delia. ¿Quién creías que te salvó de esos vientos juguetones que te hacían bailar en el cielo, y te depositó en tierra sana y salva? ¿Quién detuvo la puerta del camión cuando estaba a punto de cortarte la cabeza?

– ¿Fue usted?

– Sí.

– Entonces gracias. No habría querido darle tantas molestias.

– Lo hice por gusto.

– Es que no sé cómo tuvieron que pasarme esos accidentes, cómo me metí en estos problemas… Lo único que sé es que salí en busca de mi hijo…

– Son cosas que pasan, Delia.

– Pero antes nunca me habían pasado.

– Es cierto.

– Y ahora… Estoy perdida, sola, sin nada…

– Lloriqueó un poco, abrumada.

– Estoy yo. Yo me ocuparé de que no te pase nada malo.

– ¡Pero usted es viento! Perdone, no sé lo que digo. ¡Es que yo quiero a mi hijo, a mi casa…!

– No tenés más que decírmelo, Delia. Yo puedo traerte lo que quieras. ¿Tu casa, dijiste?

– ¡No! -exclamó Delia, que ya veía su casa volando por los aires y cayendo hecha un montón de escombros a sus pies en aquel páramo-. No… Déjeme pensarlo. ¿En serio puede traerme lo que yo le pida?

– Para eso soy el viento.

Habría querido pedirle lo contrario: que la llevara a ella a su casa… Pero, aparte del miedo que le daba volar, tuvo en cuenta que no era eso lo que le había ofrecido Ventarrón. Comenzó a sentir una suspicacia. La pregunta que venía a cuento en este punto era: "¿Por qué a mí?" Pero no se atrevió a hacerla. Lo que había oído hasta ahora se parecía a una declaración de amor, y ella no sabía qué intenciones podía tener ese ser misterioso. Prefirió seguir conversando por una vía menos comprometida.

– Debe de ser interesante ser un viento, ¿no?

– Yo no soy un viento cualquiera. Soy el más rápido y el más fuerte. Ya viste lo que le hice a ese camión.

– Fue muy impresionante. Ese hombre había empezado a darme miedo. ¿Sabe que es vecino mío allí en Pringles?