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Tomó mentalmente las coordenadas; no sabía por qué (ni siquiera podía refugiarse ahí en caso de lluvia, porque la capota había quedado abajo de las ruedas reventadas), pero al menos era una cosa, un descubrimiento, algo a lo que podía volver. Siguió adelante.

El segundo encuentro fue con algo semienterrado. Parecía un armario bombé, pero una vez que lo examinó de cerca vio que era la carcaza magnífica de un tatú gigante de la era paleozoica. Lo que asomaba era apenas un fragmento, pero descubrió que la tierra que lo aprisionaba era fragilísima, estaba como cristalizada y se rompía y dispersaba de un soplo. Con una costilla suelta cavó, por pura curiosidad, hasta dejar al descubierto la caparazón entera; medía ocho metros de largo, cinco de ancho, y tres de alto en el centro. En vida eso habría sido un armadillo del tamaño, más o menos, de un ballenato. La caparazón estaba perfecta, sin un agujero, y se la diría de un nácar marrón, trabajada hasta el último milímetro con orlas islámicas, nudos, rebordes… Golpeada, hacía un ruidito seco, a madera. No sólo estaba intacta la parte convexa superior, sino también la inferior, plana, de una membrana gruesa y blanca. Cuando fue a acomodar a un costado de la excavación esa enorme estructura, Ramón se sorprendió al ver lo liviana que era. Se metió adentro. Esto sí, podía servir como refugio; y amplio, despejado. Podía ponerse de pie adentro, y caminar… si tuviera sillones y una mesa ratona sería una acogedora salita. Lo limpió, sacó por las aberturas (había seis: una adelante y una atrás, para la cabeza y la cola, y cuatro abajo, para las patas) los restos de huesos, y se quedó adentro admirando ese prodigio de la antigüedad. El nácar de la caparazón no era del todo opaco, dejaba pasar una luz muy cálida, muy dorada. Recordó que ese tipo de animales tenían una cola también acorazada, y le sorprendió que en la abertura posterior no hubiera nada colgando. Quizás se había desprendido… Salió y buscó alrededor. Tuvo que cavar un poco más, pero la encontró: era una especie de cuerno, del mismo material, un cono alargado, de unos seis o siete metros, curvado y terminado en una punta muy afinada. Estaba vacío también, y como era tan liviano pudo erguirlo, la punta para arriba; y vaciarlo de tierra y piedritas.

Había estado trabajando horas, y se había cubierto de sudor. Volvió a meterse adentro y se tendió en la membrana, como en una alfombra blanca de la prehistoria, a descansar y pensar. Se le había ocurrido una idea que parecía una locura, pero quizás no lo fuera. Si tomaba a este fósil como una carrocería… y le ponía el motor del Chrysler, y las llantas de sus ruedas… Se adormeció en una ensoñación mecánica. ¿Pero cómo traer hasta aquí el motor y las demás partes que necesitaba del auto? No era necesario traerlo, podía ir hasta allá con la caparazón… Salió a probar. Efectivamente, podía moverla, pero muy despacio, con mucha dificultad, y le llevaría días hacer los dos o tres kilómetros que lo separaban del auto. Era un poco como el juego: a veces uno tiene todo lo necesario para una mano ganadora, pero no lo tiene junto… Se le ocurrió otra idea (lo que no es tan admirable: en general cuando a uno se le ocurre una idea, después se le ocurre otra, y tanto es así que a veces he llegado a pensar si no se me ocurrirá una idea con el solo fin de provocar la ocurrencia de otra). Salió caminando en dirección del Chrysler. Faltaba que lo volviera a encontrar, por supuesto, pero confiaba en poder hacerlo, y así fue. Lo que había pensado había sido sacar las llantas de las ruedas, y los palieres, y fabricar una especie de carretilla en la que transportar el motor hasta la caparazón. Pero no resultó tan fácil. La falta de herramientas contribuía, aunque en la colapsada guantera del taxi encontró un destornillador providencial. Al fin tuvo las cuatro llantas desprendidas (el círculo no se había deformado en ninguna de las cuatro); hacer esa especie de carretilla que había pensado era un delirio. Más práctico sería proceder al revés. Hizo cuatro viajes hasta la excavación, llevando cada una de las ruedas, un viaje más para llevar los palieres, y con ayuda del servicial destornillador logró colocarlas, de modo precario, abajo del tatú. Lo empujó, y el avance se hizo perfectamente fácil. Metió adentro la cola, por si le era útil; pensó que podía tener que insertarla de vuelta en su lugar para que actuara como timón, que es la función que tiene en el animal vivo.

No le llevó mucho tiempo salirse con la suya. Primero desarmó toda la chatarra, tornillo por tornillo. Hizo un bricolage brillante; colocó el motor adelante, sujeto con grampas, el tanque de nafta, el ventilador, etcétera. Las poleas, los palieres, las ruedas, en las cuatro aberturas de las patas… Listo. Es más fácil contarlo que hacerlo, pero en su caso fue facilísimo. El paso siguiente era ponerlo en marcha y probarlo. Lo hizo. El aparato andaba, lento al principio, después más rápido.

Cayó la noche y seguía viajando, viajando, con el cuerno por delante… Porque había puesto el cono-cola del tatú como trompa a su vehículo, lo había atornillado, por así decir, a la abertura delantera. Quedaba bien, le pareció; lo había hecho por estética nada más, no por aerodinámica. Lo que más le gustaba era que cambiaba totalmente el aspecto de los restos: con esa especie de cuerno al frente ya no parecía un tatú. Le hizo pensar qué fácil era cambiar el aspecto de algo, lo que parece más inherente a su ser, lo más eterno… se transformaba por completo mediante un trámite tan sencillo como cambiar de lugar la cola. ¡Cuántas cosas que parecen distintas, pensó, serán en realidad las mismas, con algún pequeño detalle trocado!

Lo que era impresionante era el ruido que hacía. El ronquido del motor resonaba en el gran óvalo hueco y se volvía un trueno.

Como no había dormido la noche anterior, se caía de sueño. Así que estacionó en cualquier parte (cualquiera daba lo mismo) y se acostó en la membrana, atrás del asiento. Le sobraba lugar. Se durmió de inmediato. Cerca del amanecer, lo despertó una brusca sacudida. El círculo de la luna, que se estaba poniendo, había calzado justo en la abertura de la cola, que era la única entrada o salida del vehículo. Apenas atinaba a pensar si habría estado soñando, cuando una segunda sacudida, esta más prolongada, volvió a mecerlo. Y siguió haciéndolo mientras él se levantaba, entumecido y lleno de sueño todavía. Tanto se bamboleaba la caparazón que Ramón se cayó tres veces antes de poder asirse del respaldo del asiento. Cuando se sentó, miró por la media luna que había dejado libre en la parte superior del hueco delantero, sobre el volante, que hacía de parabrisas sin vidrio. La meseta estaba penumbrosa y tranquila, los pastos no se movían. Pero el armatoste seguía vibrando, ahora un poco menos, y no bien pudo orientar su atención notó que los golpes y rasguños venían de arriba, de la cúpula de la maravillosa caparazón nacarada. Era evidente que algún animal se había trepado; no necesitaba ser muy grande para provocar esas sacudidas, por lo liviana que era la estructura, pero de todos modos podía ser peligroso. Se decidió a averiguar usando el espejito retrovisor del Chrysler, que había tenido la precaución de traer. Lo empuñó y sacó la mano por la medialuna, apuntándolo hacia atrás. Lo que vio le heló la sangre de espanto.