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De pronto, no sé cómo, me encontré en la cocina de mi casa, detrás de la mesa. Mi madre me daba la espalda frente a la mesada, mirando por la ventana. No trabajaba, no hacía la comida ni manipulaba cosas, lo que era rarísimo en un ama de casa clásica que siempre estaba haciendo algo, pero su inmovilidad estaba llena de impaciencia. Lo supe porque yo tenía una comunicación telepática con ella. Y ella conmigo: debió de sentir mi presencia, porque repentinamente se dio vuelta y me vio. Soltó un grito como no le he oído otro jamás, se llevó las dos manos a la cabeza con un gesto y un gemido de angustia, casi de llanto, que nunca antes había manifestado frente a mí pero que yo había sabido que estaba dentro de sus capacidades expresivas. Era como si hubiera sucedido algo inimaginable, imposible.

Por los gritos que me propinó cuando pudo volver a articular supe que Omar había venido, al mediodía, a decir que yo me había escondido y no quería aparecer pese a sus llamados y declaraciones de que no jugaba más, de que tenía que irse. Esas obstinaciones eran típicas en mí, pero a medida que pasaban las horas empezaron a alarmarse, mamá participó en la busca, y al fin había intervenido papá (era el último grado de alarma) y todavía estaba buscándome, con ayuda del padre de Omar y no sé qué otros vecinos, una batida en regla por las inmediaciones, y ella no había podido hacer nada, no había empezado a preparar la cena, no había tenido ánimo siquiera para prender las luces… Noté que en efecto la luz ya era gris oscuro, ya casi era de noche. ¡Pero yo había estado ahí todo el tiempo! No se lo dije porque la emoción me impedía hablar. No era yo, estaban equivocados… ¡El que había desaparecido era Omar! Era a su madre a la que había que decírselo, ésa era la busca que había que emprender. Y ahora, pensé en un espasmo de desesperación, sería mucho más difícil porque caía la noche. Me sentía culpable por el tiempo perdido, del que por primera vez comprendía la cualidad de irrecuperable.

Es increíble la velocidad que puede tomar la sucesión de hechos a partir de uno que se diría inmóvil. Es un vértigo; directamente los hechos ya no se suceden: se hacen simultáneos. Es el recurso ideal para desembarazarse de la memoria, para hacer de todo recuerdo un anacronismo. A partir de aquel lapsus mío, todo empezó a pasar a la vez. En especial para Delia Siffoni, la madre de Omar. La desaparición de su hijo la afectó mucho, le afectó la mente, cosa que habría debido sorprenderme porque no era de tipo emocional; era de esas mujeres, tan abundantes entonces en Pringles, en las afueras pobres donde vivíamos, que antes de dejar de parir para siempre tenían un solo hijo, un varón, y lo criaban con cierto desapego severo. Todos mis amigos eran hijos únicos, todos más o menos de la misma edad, todos con esa especie de madres. Eran maniáticas de la limpieza, no dejaban tener perros, parecían viudas. Y siempre: un solo hijo varón. No sé cómo después llegó a haber mujeres en la Argentina.

Delia Siffoni había sido amiga de mi madre en su infancia. Después se había ido del pueblo, y cuando volvió, casada y con un hijo de seis o siete años, vino a alquilar por pura casualidad una casa al lado de la nuestra. Las dos amigas se reencontraron. Y nosotros dos, Omar y yo, nos hicimos inseparables, todo el día juntos en la calle. Nuestras madres en cambio mantenían esa distancia teñida de malevolencia típica de las mujeres locales. Mamá le encontraba muchos defectos, pero eso era casi un pasatiempo para ella. En primer lugar, que estaba loca, desequilibrada: todas lo estaban, cuando se ponía a pensarlo. Después la manía de limpieza; hay que reconocer que Delia era un dechado. Mantenía herméticamente cerrada la salita, a la que nadie entraba nunca bajo ningún pretexto. El único dormitorio resplandecía, y la cocina también. En esos tres ambientes se terminaba la casa, que era una réplica exacta de la nuestra. Barría varias veces por día los dos patios, el delantero y el trasero, incluyendo el gallinero; y la vereda, de tierra, estaba siempre asperjada. Se dedicaba a eso. Le habíamos puesto de apodo "la paloma", por la nariz y los ojos; mi madre era especialista en encontrar parecido con animales. Ahí contribuía el modo de hablar de Delia, un poco susurrante y precipitado, lo mismo que sus modales y desplazamientos cuando estaba en la vereda (siempre estaba afuera: otro defecto), esos pasitos ligeros con los que parecía alejarse, y volvía hacia su interlocutora, mil veces, se iba, volvía, se acordaba todavía de algo más que decir…

Delia tenía una profesión, un oficio, y en eso era una excepción entre las mujeres del barrio, sólo amas de casa y madres, como era el caso de la mía. Era costurera (costurera, justamente, ahora me doy cuenta de la coincidencia), podría haberse ganado la vida con su trabajo y de hecho lo hacía porque su marido tenía no sé qué empleo vago de transportes y en líneas generales no podía decirse que trabajara. Ella era una costurera de fama, confiable y prolijísima, aunque de un gusto pésimo. Lo hacía perfecto, pero había que darle instrucciones muy precisas, y vigilarla hasta el último minuto para que no lo echara a perder siguiendo su inspiración nefasta. Pero rápida, era rapidísima. Cuando las clientas iban a probarse… Había cuatro pruebas, eso era canónico en la costura pringlense. Con Delia, las cuatro pruebas se confundían en un instante, y además la prenda ya estaba hecha antes. Con ella no había tiempo de cambiar de idea, ni mucho menos. Había perdido mucha clientela por ese motivo. Siempre estaba perdiendo clientas; era un milagro que le quedaran. Es que siempre estaban apareciendo nuevas. Su velocidad sobrenatural las atraía, como la luz de una vela a las polillas.

En el verano, me despertaban los pájaros. Teníamos un solo dormitorio para toda la familia, en la parte delantera de la casa, a la calle. Mi camita estaba bajo la ventana. Mis padres, gente de campo, tenían el hábito de dormir con la ventana cerrada; pero yo había leído en el Billiken que era más sano tenerla abierta de noche, así que cuando todos dormían me ponía de pie en la cama y la abría, un centímetro apenas, sin hacer el menor ruido. El griterío de los pajaritos en los árboles de enfrente me caía encima antes que a nadie. Era el primero en despertarme, sobresaltado por ese polvillo de puntos agudos, así como había sido el último en dormirme al cabo de una interminable sesión de horrores mentales. Pero siempre sucedía que mi mamá se había dormido después que yo, y se había despertado antes. Me enteraba indirectamente, por algún comentario, y además sabía que ella se quedaba levantada hasta después de la medianoche, tejiendo, cosiendo, escuchando la radio, tocando el piano -curiosa ocupación esta última, pero ella había sido concertista de pueblo, de día no tenía tiempo ni ganas de practicar, y a mí no me despertaba. Cuando me despertaban los pájaros a la mañana ella ya trajinaba desde hacía rato. No sé cómo podía ser, porque sin negar una realidad, yo seguía creyendo en la otra: yo velaba mientras ella dormía, inclusive la veía dormir (creo verla todavía), dormir profundamente, abandonada al sueño, que la embellecía. Su vigilia se traspapelaba en el sueño. ¿No sería sonámbula? Apuntaba en ese sentido el hábito tan curioso de tocar el piano (Clementi, Mozart, Chopin, Beethoven, y una transcripción de Lucia de Lammermoor) en lo profundo de la noche. Eso nunca lo oí, ella debía de asegurarse de que yo estuviera bien dormido, pero hasta hoy puedo evocar la sensación sobrenaturalmente sedante de esa música nocturna, cada nota desatando todos los nudos de mi vida. De ahí debe de datar mi pasión torturada por la música, por la música que no entiendo, la más extraña, absurda, vanguardista -ninguna me parece lo bastante avanzada e incomprensible. De adulto, descubrí que mi madre dormía inmensamente, era una privilegiada, una Reina del Sueño, de las que podrían dormir siempre, toda la vida, si se lo propusieran. Pero entonces, ella tenía la coquetería del insomnio, y cuando por casualidad se refería a la noche era para decir "No pegué un ojo". Como todos los chicos, yo debí de creerle al pie de la letra. Yo también he sido un Rey del Sueño, un verdadero lirón.