En verano me despertaba tempranísimo, con los pájaros, porque amanecía muy temprano, mucho más que ahora. Antes no se cambiaba la hora según las estaciones, y además Pringles estaba muy al sur, donde los días eran más largos. A las cuatro, creo, empezaba el coro de los pájaros. Pero había uno, un pájaro, que era el que me despertaba en esos amaneceres de verano, un pájaro con el canto más bello y extraño que pueda soñarse. Nunca volví a oír algo así. Era un gorjeo atonal, locamente moderno, una melodía de notas al azar, agudas, límpidas, cristalinas. Las hacía tan especiales lo inesperadas que eran, como si existiera una escala, y el pájaro escogiera cuatro o cinco notas de ella en un orden que burlaba por sistema cualquier expectativa. Pero el orden no podía ser inesperado siempre, no hay un método así; el azar mismo debía contribuir a que se cumpliera alguna expectativa, la ley de las probabilidades lo exige. Y sin embargo, no.
En realidad no era un pájaro. Era el camión del señor Siffoni, cuando le daba manija. En aquel entonces a los autos había que darles manija por delante para poner en marcha el motor. Éste era un vehículo viejísimo, un camioncito cuadrado, de lata roja, que no se sabía bien cómo podía seguir funcionando. Después del trino maravilloso, venían las toses patéticas del motor. Me pregunto si no sería eso lo que me despertaba, e imaginaba el canto previo. Suelo tener, todavía hoy, esas ensoñaciones del despertar. Aquello les dio el modelo.
El camioncito rojo se recortaba en los colores limpios y hermosos del amanecer pringlense, el cielo perfecto de azul, el verde de los árboles, el dorado de la tierra de nuestra calle. El verano era la única estación en que Ramón Siffoni trabajaba en cargas. El resto del año descansaba. Tampoco en la temporada trabajaba mucho, según mis padres, que lo criticaban por eso. Ni siquiera se levantaba temprano, decían (pero yo sabía la verdad).
Justo al lado de casa, del otro lado, vivía un camionero de profesión, uno verdadero. Tenía un camión modernísimo, enorme, con acoplado (en ese acoplado justamente habíamos jugado aquel mediodía fatídico Omar y yo), y hacía largos viajes hasta los más lejanos confines de la Argentina. No sólo en verano, esas cargas de ocasión y buen clima de Siffoni en su camión de juguete, sino en serio. Se llamaba Chiquito, era medio pariente nuestro, y a veces cuando yo salía para la escuela en pleno invierno, con el cielo todavía oscuro, él me había dejado un muñeco de nieve en la puerta, señal de que había partido en un largo viaje.
El muñeco de nieve… La bella postal del camioncito rojo en el amanecer celeste y verde… La fiesta de los sentidos. Y todo eso se balanceó de pronto en la desaparición.
Mis padres eran gente realista, enemiga de las fantasías. Todo lo juzgaban por el trabajo, su patrón universal para medir al prójimo. Todo lo demás se inclinaba ante ese criterio, que yo heredé en bloque y sin discusión: siempre he venerado el trabajo por encima de cualquier otra cosa; el trabajo es mi dios y mi juicio universal; pero nunca trabajé, porque nunca tuve necesidad de hacerlo, y mi devoción me eximió de trabajar por mala conciencia o por el qué dirán.
En las conversaciones familiares en mi casa era habitual pasar revista a los méritos de vecinos y conocidos. Ramón Siffoni era uno de los que salían mal parados en ese escrutinio. Su esposa no escapaba a la condena porque mis padres, realistas como eran, nunca hacían de las esposas víctimas del ocio de los maridos. Que ella también trabajara, cosa rarísima en nuestro medio, no la eximía, por el contrario la hacía más sospechosa. Esa costurera delgada, pequeña, con rasgos de pájaro, neurótica en grado sumo, de la que era imposible adivinar los horarios de costura ya que siempre estaba en la puerta comadreando, ¿qué hacía en realidad? Misterio. El misterio era parte del juicio, porque mis padres, por realistas, no podían ignorar que las recompensas del trabajo eran caprichosas, con demasiada frecuencia inmerecidas. La divinidad enigmática del trabajo se encarnaba, en una suspensión negativa del juicio, en Delia Siffoni. Mi mamá podía reconocer las prendas hechas por ella en cualquier mujer del pueblo (es cierto que las conocía a todas), perfectas, prolijas hasta la locura, sobre todo los sábados a la noche en la "vuelta al perro", y después se lo comentaba a Delia; a mí me parecía un poco hipócrita, pero no entendía bien sus mecanismos. Con todo, las epifanías, y la hipocresía, son parte del tratamiento divino.
En aquel preciso momento de su vida profesional, y de su vida a secas, Delia había caído en una especie de trampa hecha a su medida. Silvia Balero, la profesora de dibujo, pretendida mosca muerta y candidata a solterona, se casaba de apuro. En nombre de las apariencias, lo haría por iglesia, de blanco. Y el encargo del vestido de novia se lo llevó a Delia. Como era artista, la Balero hizo ella misma el diseño, atrevido, nunca visto, y trajo de Bahía Blanca, adonde viajaba con frecuencia en su autito, los quintales de tules y plumetí, todo de nylon, que era la última novedad. Trajo hasta el hilo para coserlo, también sintético, trencilla de banlon perlado. Sus dibujos contemplaban hasta el menor detalle, y además se hizo el deber de estar presente en el corte y los hilvanes preliminares: ya se sabía que a la costurera había que vigilarla de cerca. Ahora bien, Delia era especialmente mojigata, más que el común. Era casi malévola en ese sentido; durante años había estado atenta a cada irregularidad moral en el pueblo. Y cuando las conocidas, con las que departía el día entero, empezaron a hacerle preguntas (porque del caso Balero se hablaba con fruición) se sintió molesta y empezó a hacer amenazas, por ejemplo de no coser ese vestido, el traje hipócrita de la ignominia blanca… ¡Pero sí que iba a coserlo! Un pedido así, se daba una vez por año, o menos. Y con el inútil de marido que tenía, según el consenso del barrio, no estaba para moralismos. La situación estaba cortada a medida para ella, porque una velocidad se superponía a la otra. Ya dije que cuando ella ponía manos a la obra las pruebas se superponían a la puntada final… Un embarazo tenía plazo y velocidad fijas, es decir una lentitud; pero aquí no se trataba del ajuar de un bebé; en el caso de Silvia Balero había un anacronismo de precisión, al que en la vida de pueblo se le hacía mucho caso. La ceremonia, el vestido blanco, el marido… Todo debía realizarse de pronto, en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, y sólo así funcionaba. En realidad no funcionaba, porque ya todos los detentadores de opinión que a Silvia podían importarle estaban sobre aviso. Es como para ponerse a pensar, por qué se tomaba tanto trabajo. Probablemente porque estaba obligada.
Era una chica cuyos veinte años habían pasado, sin novio, sin casamiento. Una profesional, a su modo. Había estudiado dibujo, o algo así, en una academia de Bahía Blanca; daba clases en el colegio de monjas (su empleo estaba en peligro), en el Colegio Nacional, y a alumnos privados, organizaba exposiciones, todo eso. No sólo era profesora de dibujo diplomada, sino una amiga de las artes, casi una vanguardista. Es cierto que había llegado hasta los Impresionistas nada más, pero no hay que ser demasiado severos en ese punto. A los pringlenses en aquel entonces había que explicarles el Impresionismo, y recomenzar toda la historia, con valentía. A ella no le faltaba valor, aunque quizás sólo fuera su inconsciencia de tonta. Y era linda, inclusive muy linda, una rubia alta con maravillosos ojos verdes, pero a las solteronas siempre les pasaba eso: ser lindas sin ningún efecto. Haberlo sido, en vano.