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Y no es que Delia se demorara en la contemplación. Ni siquiera podría decirse que lo haya mirado. Ni siquiera pensaba, lo que siempre es previo a mirar. Volar era una ocupación absorbente para ella. Tanto, tan absorbente de vida, que se le hizo una convicción absoluta que no sobreviviría. ¿Y cómo iba a sobrevivir? Los giros contradictorios del viento la habían llevado, en dos o tres volteretas, a más de cien metros de altura. El círculo del horizonte cambiaba de posición como si el compás hubiera caído en manos de un loco. Los vientos parecían gritar, excitadísimos: "Tomala vos", "Dámela a mí", entre carcajadas escalofriantes. Y Delia saltaba de aquí para allá, vibrando, vibrando, como un corazón en los altos y bajos de un amor, o en el vacío.

"Son mis últimos segundos", se gritaba a sí misma sin mover los labios. Los últimos segundos de su vida, y después no habría más que la negra noche de la muerte… Su angustia era indecible. Hablar de segundos era una retórica, pero también una gran verdad. Esos vientos locos parecían tener cuerda suficiente para hacer de los segundos minutos, y hasta horas, y no estaba fuera de lugar decir días, si se les antojaba. Pero aun así serían segundos, porque la angustia comprime el tiempo, cualquier lapso de tiempo, a la dimensión dolorosa de los segundos.

Debería aprovechar al menos esta experiencia, ya que no habría otra que la siga, pudo haberse dicho.

Pero eso era de todo punto de vista imposible. Gozar es imposible cuando todo es imposible; además, no había punto de vista alguno; no lo tenía el espectáculo que estaba dando, sin nadie que lo viera. Daba tantas vueltas, a una velocidad que superaba la del sonido, allí en las alturas límpidas del crepúsculo, que ya no tenía posiciones relativas. Era un collage, una figura recortada y movida por un artista caprichoso, filmada en cámara rápida, sobre el fondo más rosa y liso del mundo, o del cielo, iluminada por un reflector rojo. La experiencia inmediatamente anterior a la muerte no se disfruta, nunca. Ahora bien, como la muerte es lo inesperado por excelencia, de ninguna experiencia puede decirse que sea la última. Siempre está la posibilidad de que sea la anteúltima. Ese fue un error de Delia (¡sus últimos segundos!), el primero de una serie inusitada que la llevaría muy lejos.

Hay cosas que parecen eternas, y sin embargo pasan. La muerte misma lo hace. Delia había perdido de vista la tierra hacía rato, ya no sabía si estaba al derecho o al revés, si caía o se elevaba, si seguía la vertical o se iba de costado… ¿Qué importancia tenía, a esa altura? Siempre había un viento nuevo para tomarla en sus manos y jugar al yo-yo con ella. ¿De dónde salían, los vientos? Parecía haber un agujero en el cielo, de donde salía el chorro. Ese agujero era invisible.

Pero, como digo, de pronto había pasado. Delia se encontraba de vuelta en la tierra, y caminando. No sabía realmente cómo podía ser. Estaba caminando sobre sus dos piernas, en la tierra llana, despojada. No se veía un árbol, una altura, nada. Se olvidó de inmediato del peligro de muerte que había corrido.

Delia adoraba hacer el papel de la fatalista a ultranza, la dama de la muerte, cada tarde dispuesta a pasarse la noche en un velorio; su conversación estaba llena de cáncer, ceguera, parálisis, coma, infarto, viudas, huérfanos. Había encarnado con tanto entusiasmo ese personaje que ya era ella, era su temática, su posición. Era una preferencia electiva, porque la vida segura y protegida que llevaba, el capullo de la clase media pueblerina, la ponía al margen de cualquier prueba seria en la que estuviera en juego su supervivencia. El deseo de vivir quedaba exento de cualquier comprobación. Eso también formaba parte de su ser definitivo. Mientras volaba, sin tiempo para pensar o reaccionar (que es lo mismo) se había aferrado a su retórica personal. Ahora que estaba caminando sana y salva el tiempo se abría bajo sus pasos; sus piernas eran la tijera que recortaba el pimpollo traslúcido del tiempo, y seguían abriéndolo y desplegándolo. Con lo que se vio ante la perentoria necesidad de dar curso a ciertas ideas sobre la realidad y renunciar momentáneamente a ese "qué me importa, total ya estoy muerta" que constituía su elegancia.

No sabía dónde estaba, ni adonde se dirigía. Ni siquiera qué hora era. Para empezar, ¿cómo era posible que siguiera siendo de día? Era de noche, eso lo sentía su cuerpo y su mente. Y aun así, era de día. ¿En qué astronomías locas había caído?

¿Esto es la Patagonia, entonces? se decía perpleja. Si esto es la Patagonia, ¿yo qué soy?

A todo esto, cuando Ramón Siffoni volvió en su camioncito al barrio, ya casi de noche. Lo estaba esperando un comité de angustia.

– ¡El Omar no se había perdido…! -empezó, pero allí mismo se detuvo, porque sintió que no estaba diciéndoselo a nadie. Era un hombre nervioso y malhumorado, de pocas pulgas, exigente e insatisfecho. Entonces preguntó: -¿Dónde está mi señora?

Era lo que sus vecinas estaban esperando.

– Se fue en taxi a la Patagonia.

Si le hubieran hecho un agujero en la nuca con un taladro no lo habrían sacudido más.

Le dieron la explicación, pero quién sabe si algo le atravesó la costra de rabia. Algo seguramente sí, porque volvió a montar su catramina roja y salió acelerando con ruido de latas sueltas, él también con rumbo al sur, adonde ese día todos parecían dirigirse.

Lo que no vio fue que desde la esquina donde había estado estacionado, un autito celeste individual, de ésos que había que desarmar por arriba para que entrara el conductor, comenzaba a seguirlo. Esto era sumamente inusual, quizás la primera vez, y la última, que sucedió en Pringles.

Y sin embargo, pasó desapercibido. Las vecinas estaban encandiladas con el gesto abrupto, a su modo romántico, del marido enojado. Y Ramón Siffoni… qué lo iba a notar él, en el estado en que se encontraba. Corría, se lanzaba, a impedir que su esposa cometiera el error más grande de su vida. Y si su viejo camioncito rojo no era tan veloz como hubiera debido ser, no le importaba, porque lo que quería en ese momento era tener un cohete interplanetario.

Iba, como puede comprobarlo cualquiera que mire un mapa, en dirección sudoeste. Es decir en las dos direcciones en que el día se alarga, en el verano argentino. Y como estaba fuera de sí, él era el sudoeste. Eso funcionaba. El día comenzó a alargarse como una serpiente, y el camioncito rojo, que en las inmensidades en las que empezaba a resbalar se hacía realmente pequeño, era la cabeza hambrienta y llameante de la serpiente, con la lengua asomando: la lengua era la manija en dos ángulos rectos que en el apuro Ramón había olvidado sacar.

Pero no iba solo. Un kilómetro o dos atrás, la vista de la dama al volante fija en la estela de polvo del camión, corría un autito celeste, uno de los más pequeños que se hayan construido nunca, y de los más livianos. Que fuera liviano como un bostezo no importaba tanto, o no importaba nada, frente a la importancia en el misterio que tenía ese autito. Ahí, lo era todo. Ese autito era el misterio, y era más que eso: era el misterio en marcha. Esos vehículos, hechos para movilizarse en las ciudades, en distancias breves, fueron una excentricidad de los años cincuenta y sesenta, después se los olvidó. Nosotros los llamábamos "ratones". Cabía una sola persona, no muy corpulenta, y bien plegada. A nadie se le ocurría viajar en un auto de ésos. Y sin embargo éste, celeste, que era un espécimen del modelo más minúsculo, se había lanzado en la persecución más larga y peligrosa, casi como una réplica en miniatura de otra cosa, un juguete metiéndose en el mundo adulto. Alrededor de él la Patagonia gigante y desierta comenzaba a abrir su bocaza. Pero no se amedrentaba. Avanzaba, corría, casi como si supiera adonde iba, o como si fuera a alguna parte. O como si no fuera a ninguna parte. Era el autito-imán, la burbuja de la soda del viento, el punto azul del cielo, el misterio en todas sus dimensiones. El misterio no ocupa lugar, dice el proverbio. De acuerdo, pero lo atraviesa.