Cesar Aira
La costurera y el viento
Estas últimas semanas, ya desde antes de venir a París, he estado buscando un argumento para la novela que quiero escribir: una novela de aventuras, sucesiva, llena de prodigios e invenciones. Hasta ahora no se me ocurrió nada, fuera del título, que tengo desde hace años y al que me aferro con la obstinación del vacío: "La costurera y el viento". La heroína tiene que ser una costurera, en la época en que había costureras… y el viento su antagonista, ella sedentaria, él viajero, o al revés: el arte viajero, la turbulencia fija. Ella la aventura, él el hilo de las aventuras… Podría ser cualquier cosa, de hecho debería ser cualquier cosa, cualquier capricho, o todos, si empiezan a transformarse uno en otro… Por una vez, quiero permitirme todas las libertades, hasta las más improbables… Aunque lo más improbable, debo admitirlo, es que este programa funcione. A uno no lo arrastra el soplo de la imaginación sino cuando no se lo ha propuesto, o mejor: cuando se ha propuesto lo contrario. Y además, está la cuestión de encontrar un buen argumento.
Pues bien, anoche, esta mañana, al amanecer, medio dormido todavía, o más dormido de lo que creía, se me ocurrió un asunto, rico, complejo, inesperado. No todo, sólo el comienzo, pero era justo lo que necesitaba, lo que había estado esperando. El personaje era un hombre, lo que no constituía un obstáculo porque podía hacer de él el marido de la costurera… Sea como sea, cuando estuve despierto lo había olvidado. Sólo recordaba que lo había tenido, y que era bueno, y que ya no lo tenía. En esos casos no vale la pena exprimirse el cerebro, lo sé por experiencia, porque no vuelve nada, quizás porque no hay nada, nunca hubo nada, salvo la sensación perfectamente gratuita de que sí había… Con todo, el olvido no es completo; queda un pequeño resto vago, en el que me ilusiono que hay una punta de la que podría tirar y tirar… aunque entonces, para seguir con la metáfora, tirando de esa hebra terminaría borrando la figura del bordado y me quedaría entre los dedos un hilo blanco que no significaría nada. Se trata… A ver si puedo ponerlo en unas frases: Un hombre tiene una anticipación muy precisa y detallada de tres o cuatro hechos que ocurrirán encadenados en el futuro inmediato. No hechos que le pasarán a él sino a tres o cuatro vecinos, en el campo. Entra en un movimiento acelerado para hacer valer su información: la prisa es necesaria porque la eficacia del truco está en llegar a tiempo al punto en que los hechos coincidan… Corre de una casa a otra como una bola de billar rebotando en la pampa… Hasta ahí llego. No veo más. En realidad lo que menos veo es el mérito novelesco de este asunto. Estoy seguro de que en el sueño esta agitación insensata venía envuelta en una mecánica precisa y admirable, pero ya no sé cuál era. La clave se ha borrado. ¿O es lo que debo poner yo, con mi trabajo deliberado? Si es así, el sueño no tiene la menor utilidad y me deja tan desprovisto como antes, o más. Pero me resisto a renunciar a él, y en esa resistencia se me ocurre que hay otra cosa que podría rescatar de las ruinas del olvido, y es precisamente el olvido. Apoderarse del olvido es poco más que un gesto, pero sería un gesto consecuente con mi teoría de la literatura, al menos con mi desprecio por la memoria como instrumento del escritor. El olvido es más rico, más libre, más poderoso… Y en la raíz de esta idea onírica debió de haber algo de eso, porque esas profecías en serie, tan sospechosas, desprovistas de contenido como están, parecen ir a parar todas a un vértice de disolución, de olvido, de realidad pura. Un olvido múltiple, impersonal. Debo anotar entre paréntesis que la clase de olvido que borra los sueños es muy especial, y muy adecuada para mis fines, porque se basa en la duda sobre la existencia real de lo que deberíamos estar recordando; supongo que en la mayoría de los casos, si no en todos, sólo creemos olvidado algo que en realidad no pasó. Nos hemos olvidado de nada. El olvido es una sensación pura.
El olvido se vuelve una sensación pura. Deja caer el objeto, como en una desaparición. Es toda nuestra vida, ese objeto del pasado, la que cae entonces, en los remolinos antigravitatorios de la aventura.
En mi vida ha habido poca aventura. Ninguna, de hecho. No recuerdo ninguna. Y no creo que sea casualidad, como cuando uno lo piensa y advierte con sorpresa que en lo que va del año no ha visto un solo enano. Mi vida debe de tener la forma de esta falta de aventuras, lo que es lamentable porque serían una buena fuente de inspiración. Pero yo me lo he buscado, y en el futuro lo haré deliberado. Hace unos días, antes de partir, reflexionando, llegué a la conclusión de que no volveré a viajar nunca más. No saldré a la busca de la aventura. En realidad no he viajado nunca. Este viaje, lo mismo que el anterior (cuando escribí El Llanto) pueden volverse nada, una voluta de la imaginación. Si ahora escribo, en los cafés de París, La Costurera y el Viento, como me he propuesto, es para acelerar el proceso. ¿Qué proceso? Uno que no tiene nombre, ni forma, ni contenido. Ni resultados. Si me ayuda a sobrevivir, lo hará como habría podido hacerlo un pequeño enigma, una adivinanza. Creo que siempre debe quedar ese extraviado punto intrigante para que un proceso se sostenga en el tiempo. Pero no se descubrirá nada al final, ni al principio, la resolución está tomada de antemano: nunca volveré a viajar. De pronto, estoy en un café de París, escribiendo, dando expresión a resoluciones anacrónicas tomadas en el corazón mismo del miedo a la aventura (en un café de mi barrio, Flores). Uno puede llegar a creer que tiene otra vida, además de la suya, y lógicamente cree que la tiene en otro lado, esperándolo. Pero le bastaría hacer la prueba una sola vez para comprobar que no es así. Un solo viaje basta (yo hice dos). Hay una sola vida, y está en su lugar. Y sin embargo, algo tiene que haber pasado. Si he escrito, ha sido para interponer olvido entre mi vida y yo. Ahí tuve éxito. Cuando aparece un recuerdo, no trae nada, sólo la combinatoria de sí mismo con sus restos negativos. Y el torbellino. Y yo. De algún modo la Costurera y el Viento tienen que ver, son lo más apropiado, casi diría lo único adecuado, a esta cita extraña. Querría que fueran la pura invención de mi alma, ahora que mi alma ha sido extraída de mí. Pero no lo son del todo, ni podrían serlo, porque la realidad, o sea el pasado, los contamina. Levanto barreras que quiero formidables para impedir la invasión, aunque sé que es una batalla perdida. No tuve una vida aventurera para no cargarme de recuerdos. "…Quizás sea un punto de vista exclusivamente personal, pero experimento una irreprimible desconfianza si oigo decir que la imaginación se hará cargo de todo.
"La imaginación, esta facultad maravillosa, no hace, si se la deja sin control, nada más que apoyarse en la memoria.
"La memoria hace subir a luz cosas sentidas, oídas o vistas, un poco como en los rumiantes vuelve un bolo de hierba. Puede estar masticado, pero no está ni digerido ni transformado." (Boulez)
No es azar, dije. Tengo un motivo biográfico para sostener estas razones. Mi primera experiencia, el primero de esos acontecimientos que dejan huella, fue una desaparición. Yo tendría ocho o nueve años, jugaba en la calle con mi amigo Omar, y se nos ocurrió subirnos a un acoplado de camión, vacío, estacionado frente a nuestras casas (éramos vecinos). El acoplado era un rectángulo muy grande, del tamaño de una habitación, con tres paredes de madera muy altas y sin la cuarta, que era la de atrás. Estaba perfectamente vacío y limpio. Nos pusimos a jugar a darnos miedo, lo que es extraño porque era el mediodía, no teníamos máscaras ni disfraces ni nada, y ese espacio, de todos los que hubiéramos podido elegir, era el más geométrico y visible. Se trataba de un juego puramente psicológico, de fantasía. No sé cómo pudo ocurrírsenos semejante sutileza, al par de niños semisalvajes que éramos, pero así son los chicos. Y resultó que el miedo fue más eficaz de lo que esperábamos. Al primer intento, ya fue excesivo. Empezó Omar. Yo me senté en el piso, cerca del borde trasero, él fue a ubicarse de pie junto a la pared delantera. Dijo "ya" y comenzó a caminar hacia mí con un tranco pesado y lento, sin hacer caras ni gestos (no era necesario)… El terror que sentí fue tal que debo de haber cerrado los ojos… Cuando los abrí, Omar no estaba. Paralizado, estrangulado, como en una pesadilla, yo quería moverme y no podía. Era como si un viento me apretara por todos lados a la vez. Me sentía deformado, retorcido, con las dos orejas del mismo lado, los dos ojos del otro, un brazo saliéndome del ombligo, el otro de la espalda, el pie izquierdo saliendo del muslo derecho… Acuclillado, como un sapo octodimensional… Tuve la impresión, que tan bien conocía, de correr desesperadamente para huir de un peligro, de un horror… del monstruo agazapado que ahora era yo mismo. Sólo podía detenerme en el sitio más seguro.
De pronto, no sé cómo, me encontré en la cocina de mi casa, detrás de la mesa. Mi madre me daba la espalda frente a la mesada, mirando por la ventana. No trabajaba, no hacía la comida ni manipulaba cosas, lo que era rarísimo en un ama de casa clásica que siempre estaba haciendo algo, pero su inmovilidad estaba llena de impaciencia. Lo supe porque yo tenía una comunicación telepática con ella. Y ella conmigo: debió de sentir mi presencia, porque repentinamente se dio vuelta y me vio. Soltó un grito como no le he oído otro jamás, se llevó las dos manos a la cabeza con un gesto y un gemido de angustia, casi de llanto, que nunca antes había manifestado frente a mí pero que yo había sabido que estaba dentro de sus capacidades expresivas. Era como si hubiera sucedido algo inimaginable, imposible.
Por los gritos que me propinó cuando pudo volver a articular supe que Omar había venido, al mediodía, a decir que yo me había escondido y no quería aparecer pese a sus llamados y declaraciones de que no jugaba más, de que tenía que irse. Esas obstinaciones eran típicas en mí, pero a medida que pasaban las horas empezaron a alarmarse, mamá participó en la busca, y al fin había intervenido papá (era el último grado de alarma) y todavía estaba buscándome, con ayuda del padre de Omar y no sé qué otros vecinos, una batida en regla por las inmediaciones, y ella no había podido hacer nada, no había empezado a preparar la cena, no había tenido ánimo siquiera para prender las luces… Noté que en efecto la luz ya era gris oscuro, ya casi era de noche. ¡Pero yo había estado ahí todo el tiempo! No se lo dije porque la emoción me impedía hablar. No era yo, estaban equivocados… ¡El que había desaparecido era Omar! Era a su madre a la que había que decírselo, ésa era la busca que había que emprender. Y ahora, pensé en un espasmo de desesperación, sería mucho más difícil porque caía la noche. Me sentía culpable por el tiempo perdido, del que por primera vez comprendía la cualidad de irrecuperable.