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Salió por arriba, y se dejó caer en el asiento, que olía a cuero y grasa, jadeando enroscada, preguntándose por milésima vez por qué le tenían que pasar cosas tan desagradables. Se habría dormido, tan agotada estaba, de no ser por el olor a fritura, que aquí adentro, sólo ahora lo advertía, se había intensificado.

Le llevó un rato calmarse y volver a considerar su situación. Había quedado de cara al parabrisas, y lo que vio por él le hizo levantar la cabeza. Tenía frente a ella la maravillosa Patagonia nocturna, entera e ilimitada. Era una meseta blanca como la luna, y un cielo negro lleno de estrellas. Demasiado grande, demasiado hermoso, para abarcarlo con una sola mirada; y sin embargo así debía hacerlo, porque nadie tiene dos miradas. Ese panorama parecía reposar en el negro puro de la noche, pero al mismo tiempo era pura luz. Estaba tachonado de pequeñas manchas negras, como agujeros de vacío, recortados en formas muy netas y caprichosas, en las que el azar parecía haberse empeñado en representar todas las cosas que una conciencia fluctuante quisiera reconocer, pero sin reconocerlas del todo, como si la plétora figurativa excediera el ser de las cosas. Esas manchas eran el revés, visto desde adentro, de los pedazos de alas de mariposa pegados al vidrio del parabrisas.

Cuando al fin Delia pudo apartar la vista del espectáculo grandioso, admiró el instrumental que adornaba el tablero. Había cientos de cuadrantes, relojitos, agujas, perillas, diales, botones… ¿Todo eso se necesitaría para manejar un camión? No había una palanca de cambios: había tres. Y una decena más erizaba el eje del volante. Este era tan desmesurado que no le extrañó haberse metido adentro sin querer; lo extraño habría sido errarle. Abajo, en la sombra, se vislumbraba una maraña de pedales. Se sintió muy pequeña, muy disminuida, y se acordó de sacar los pies del asiento.

Pero tuvo que volver a ponerlos en él, más aun: pararse sobre el asiento, para acceder a los aposentos del camionero. Sabía, por las descripciones de Omar, que la entrada estaba por encima del respaldo, y allí se asomó a mirar. Había un doble biombo horizontal, que cortaba dos veces una luz dorada. Iba a llamar, pero unos ruidos sordos, y el eco muy apagado de una voz la atemorizaron de pronto. En realidad no sabía adonde se había metido, en qué boca de lobo. Pero ya no era cuestión de retroceder. Con esa lógica siempre fallida de los intrusos corteses, prefirió no llamar sino meterse en puntas de pie, para preparar de algún modo la sorpresa; no fuera que le produjera un paro cardíaco al camionero desprevenido, o no le diera tiempo de ponerse los pantalones.

Se metió, las piernas primero. Al descolgarse cayó más de lo que esperaba. Se deslizó por uno de esos biombos, que se inclinaba por estar pegado a la pared trasera de la cabina con bisagras. Se vio en ese dormitorio rutero del que tanto había oído hablar. Había dos camas muy cerca una de la otra, las dos sin hacer. El desorden y la suciedad eran indescriptibles: revistas de historietas, ropa, aves disecadas, cuchillos, zapatos… Una velita encendida sobre la cómoda alumbraba el tugurio. Para una mujer sola y extraviada como ella, esa atmósfera era un presagio de cualquier cosa. Una parte de su conciencia lo supo, la otra estaba ocupada en tratar de ver lo que pasaría después. Esta última tomó la iniciativa; salió por una de las dos puertas, al azar, y atravesó un cuarto de trastos que no miró, rumbo a otra puerta, al otro lado de la cual había un saloncito con sillones de cuero. Se detuvo entre ellos mirándolos sin poder creerlo. Aquí no había luz, salvo la que venía de la puerta abierta, por donde se oían ruidos. El salón tenía cuatro puertas, una a cada lado. Todas estaban abiertas. Echó una mirada por la más oscura, que daba a un pasillo, y luego a la siguiente: una oficina, con un gran escritorio de tapa, donde se repetía el desorden y la suciedad del dormitorio. Se metió por ahí, salió por la puerta del otro lado y se encontró en un vestíbulo con sillas. Y tres puertas. Cruzó la primera a la izquierda: un dormitorio desocupado, con la cama tendida. En realidad no parecía una cama sino una especie de mesa baja y muelle… También allí había otra puerta. Notó retrospectivamente que las había en todos los ambientes, como si se hubieran preocupado por obtener un máximo de circulación. El resultado era que estaba perdida. Siguió adelante, y de algún modo llegó a la cocina, que era la fuente de la luz que se difundía por todo ese dédalo.

Allí, creyó que el momento de la verdad había llegado, aunque no había nadie. Pero la hornalla estaba prendida, y dos huevos crepitaban friéndose en la sartén. El cocinero debía de haber salido un momento, quizás en su busca si es que la había oído. Un Petromax grande hacía enceguecedor ese reducto lleno de cacharros y comestibles. La pila de vajilla sucia era increíble, y había residuos tirados por todas partes, y hasta pegados en las paredes y el techo. Una sumaria mirada a la sartén le indicó que los huevos fritos estaban casi a punto. En la mesada, una botella de vino tinto por la mitad y un vaso. Se asustó y salió de prisa: irrumpió en la sala donde había estado antes, que ahora le pareció distinta por un olor nuevo que redobló sus temores. Siguiendo con los ojos una voluta de humo, vio que en el cenicero de la mesita ratona entre los sillones había un cigarrillo Brasil recién encendido. Pero seguía sin haber nadie… Qué extraño.

La aversión de Delia por el humo del tabaco era extrema y bastante inexplicable. No concebía que se fumara en el interior de una casa. Había logrado que su marido, al casarse, abandonara el hábito, milagro menor pero llamativo de todos modos. Hasta cierto punto, se había olvidado de que eso existía. Se quedó mirando con incrédulo horror el humo que se elevaba, en la quietud sobrenatural del aire de ese interior.

El Chiquito entró por la puerta del pasillo y se inclinó a tomar el cigarrillo. Estaba en calzoncillos y camiseta, hirsuto, despeinado y con cara de pocos amigos. Fue a la cocina.

Volvió casi de inmediato con los huevos fritos en la sartén. Cruzó el salón y se metió por la misma puerta por donde había venido antes… Al extremo del pasillo había un comedor. Delia, asomándose del sillón tras el que se había escondido, lo vio sentarse a la mesa, vaciar la sartén sobre un plato y ponerse a comer. La sorpresa la había paralizado, al reconocerlo. En un instante, y sin ser para nada una intelectual, en una inspiración súbita resumió la circunstancia en una epigramática inversión a lo que se había venido diciendo hasta ahora: era ella, ella misma, y sin quererlo, la que le había jugado una mala pasada a su destino.

De pronto el Chiquito soltó un grito. Se había metido en la boca un huevo entero sin recordar sacarse de los labios el pucho, y la brasa le quemó la lengua. Escupió un chorro de materia viscosa blanca y amarilla que fue a dar sobre una mujer sentada frente a él. Era Silvia Balero, que había sufrido una pronunciada transformación desde la última prueba que había hecho con la costurera: estaba negra. Por su rostro, pecho y brazos negros corría la baba de huevo sin que se le moviera un músculo. Parecía una estatua de ébano. El Chiquito se precipitó gimiendo por el pasillo y volvió con una curita en la lengua. Tomó varios vasos de vino al hilo. La Balero seguía inmóvil, sin parpadear, y toda ella en ese negro amoratado. El camionero terminó su cena, peló una naranja tirando con descuido las cáscaras al piso, y al fin encendió otro cigarrillo. Durante todo este tiempo había estado hablando con su invitada, pero con palabras guturales, que no se entendían. La mujer negra se sacudía a intervalos y soltaba unas palabras sin sentido. Era increíble que una rubia natural de tez blanquísima como Silvia Balero hubiera tomado de la noche a la mañana ese tinte oscuro. El Chiquito, olvidado ya de su accidente, soltaba grandes carcajadas, parecía contento, sin la menor preocupación en el mundo…

Hasta que, cuando encendía su tercer o cuarto cigarrillo Brasil de sobremesa, Delia, detrás del sillón, no pudo evitar un resoplido o tosecita de irritación (el aire se estaba volviendo irrespirable). El Chiquito la oyó y giró su formidable corpachón haciendo crujir la silla, cuyas patas, por lo violento de la torsión, se enroscaron unas en otras. Qué curioso que a alguien tan fornido le hubieran puesto ese apodo: Chiquito. Seguramente se lo habían puesto en la infancia, y después le quedó. Pensar en una antífrasis o ironía estaba fuera de lugar, en su ambiente.

Delia retrocedió arrastrándose hasta la puerta más próxima, y no bien se creyó fuera de su vista corrió. Por suerte había salidas por todas partes… Pero esa misma exuberancia contribuía a circularizar el laberinto, y aumentaba el riesgo de precipitarse en manos de su perseguidor. Delia había abandonado toda idea de pedir refugio o ayuda para volver a casa. Por lo menos ahí. No había tenido tiempo para pensar, con la sorpresa y el espanto, pero no importaba. Estaba descubriendo que también se podía pensar sin tiempo.

El Chiquito se le venía encima, vociferando:

– Quién anda ahí, quién anda ahí…

"Por lo menos no me reconoció", se dijo Delia, que en la desesperación quería preservar su coexistencia en el barrio… si es que alguna vez volvía.

Buscaba el dormitorio por el que había entrado, para salir por los biombos suspendidos… Pero fue a dar a un lugar por completo diferente, una maraña metálica oscura e intrincada. Se enredó sin remedio en sus vericuetos. Como si no fuera poco con la inercia que llevaba, encima se obstinó en seguir adelante, metiendo una pierna, después otra, un brazo, la cabeza… Era el motor del camión, dormido por el momento… Pero ¿y si se ponía en marcha? Esos fierros en movimiento la triturarían en un segundo… Sintió algo pegajoso en las manos: era grasa negra, y ya se había ensuciado con ella de pies a cabeza. Fue el colmo de la angustia. Prácticamente no podía moverse, ni para atrás ni para adelante, enganchada a la maquinaria por todos lados… Y los pasos y gritos del Chiquito se acercaban, retumbaban en los émbolos mastodónticos… ¡Estaba perdida!

En ese momento una gran sacudida hizo trepidar todo. Por un momento Delia temió que lo más horrible hubiera sucedido: que el motor estuviera en marcha. Pero no era eso. La agitación se multiplicó, y era todo el camión el que estaba bailoteando sobre sus treinta ruedas. Un silbido fortísimo lo envolvía y atravesaba las chapas. Todos los olores le volvieron a la nariz y se desvanecieron. La tocó una corriente de aire frío.