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"Se levantó viento", pensó automáticamente. ¡Y qué viento!

La reacción del Chiquito fue sorprendente. Se puso a gritar como un loco. Como si su peor enemigo se hubiera hecho presente en el peor momento.

– ¡Otra vez vos, maldito! ¡Ventarrón hijo de mil putas! ¡Esta vez no te vas a escapar! ¡Te voy a mataaaaaar!

La respuesta del viento fue aumentar su potencia mil veces. El camión trepidaba, sus chapas tableteaban, todo el interior se entrechocaba… y, lo más importante, parecía hincharse con el aire introducido a presión… incluidas las piezas del motor… Delia se sintió libre y de inmediato una corriente la arrebató, la llevó rebotando y resbalando en la grasa hacia un vórtice en el radiador, en el enrejado donde los silbidos se refractaban como diez orquestas sinfónicas en un tutti ciclópeo… La rejilla cromada voló, y Delia saltó tras ella, y ya estaba afuera, corriendo como una gacela.

Se sorprendía ella misma de lo rápido que iba, como una flecha. Solía jactarse con razón de su agilidad y energía, pero dentro de la casa, barriendo, lavando, cocinando, todo lo más caminando de prisa por el barrio, con pasos cortitos, cuando iba a hacer los mandados, nunca corriendo. Ahora lo hacía sin esfuerzo alguno, y devoraba la distancia. El aire le silbaba en las orejas. "Qué velocidad", se decía, "¡lo que puede el miedo!"

Cuando se detuvo, el silbido se volvió un susurro, pero persistía. El viento seguía envolviéndola.

– Delia… Delia… -la llamó una voz desde muy cerca.

– ¿Eh? ¿Quién…? ¿Qué…? ¿Quién me llama? -preguntó Delia, pero corrigió su tono algo perentorio por temor a ofender; se sentía tan sola, y su nombre había sonado con tan exquisita dulzura-. ¿Sí? Soy yo, soy Delia. ¿Quién me llama? -Lo decía casi sonriente, con expresión intrigada e interesada, y también un poco temerosa, porque parecía una magia. No había nadie cerca, ni lejos, y el camión ya no estaba a la vista.

– Soy yo, Delia.

– No, Delia soy yo.

– Quiero decir: Delia, oh Delia, soy yo quien te habla.

– ¿Quién es yo? Perdóneme, señor, pero no veo a nadie.

La voz era de un hombre: grave, culta, modulada con una calma superior.

– Yo: el viento.

– Ah. ¿Es una voz que trae el viento? ¿Pero dónde está el hombre?

– No hay ningún hombre. Soy el viento.

– ¿El viento habla?

– Me estás oyendo.

– Sí, sí, lo oigo. Pero no entiendo… No sabía que el viento podía hablar.

– Yo puedo.

– ¿Qué viento es usted?

– Me llamo Ventarrón.

El nombre le sonaba conocido.

– Me suena… ¿No nos hemos cruzado antes?

– Muchas veces. A ver si te acordás.

– ¿Usted se acuerda?

– Por supuesto.

Hizo memoria.

– ¿No fue aquella vez…?

– Sí, sí.

– ¿Y aquella otra cuando…?

– ¡Sí! Qué buena fisonomista sos.

No lo decía en broma. Debía de ser un modo de hablar.

– ¡Cuántas veces…! Ahora me acuerdo de otras, pero podría estar horas mencionándolas.

– Yo te escucharía sin aburrirme. Sería música para mí.

– Millones de veces.

– No tantas, Delia, no tantas. Además, soy inconfundible.

Era muy amistoso, realmente. Pero la pobre Delia no estaba en condiciones de llevar su cortesía al punto de internarse en registros proustianos, así que pasó a un asunto más inmediato.

– ¿Usted me salvó del camionero?

– Sí.

– Gracias. No sabe cuánto se lo agradezco.

– Me he estado ocupando de vos desde que viniste aquí, Delia. ¿Quién creías que te salvó de esos vientos juguetones que te hacían bailar en el cielo, y te depositó en tierra sana y salva? ¿Quién detuvo la puerta del camión cuando estaba a punto de cortarte la cabeza?

– ¿Fue usted?

– Sí.

– Entonces gracias. No habría querido darle tantas molestias.

– Lo hice por gusto.

– Es que no sé cómo tuvieron que pasarme esos accidentes, cómo me metí en estos problemas… Lo único que sé es que salí en busca de mi hijo…

– Son cosas que pasan, Delia.

– Pero antes nunca me habían pasado.

– Es cierto.

– Y ahora… Estoy perdida, sola, sin nada…

– Lloriqueó un poco, abrumada.

– Estoy yo. Yo me ocuparé de que no te pase nada malo.

– ¡Pero usted es viento! Perdone, no sé lo que digo. ¡Es que yo quiero a mi hijo, a mi casa…!

– No tenés más que decírmelo, Delia. Yo puedo traerte lo que quieras. ¿Tu casa, dijiste?

– ¡No! -exclamó Delia, que ya veía su casa volando por los aires y cayendo hecha un montón de escombros a sus pies en aquel páramo-. No… Déjeme pensarlo. ¿En serio puede traerme lo que yo le pida?

– Para eso soy el viento.

Habría querido pedirle lo contrario: que la llevara a ella a su casa… Pero, aparte del miedo que le daba volar, tuvo en cuenta que no era eso lo que le había ofrecido Ventarrón. Comenzó a sentir una suspicacia. La pregunta que venía a cuento en este punto era: "¿Por qué a mí?" Pero no se atrevió a hacerla. Lo que había oído hasta ahora se parecía a una declaración de amor, y ella no sabía qué intenciones podía tener ese ser misterioso. Prefirió seguir conversando por una vía menos comprometida.

– Debe de ser interesante ser un viento, ¿no?

– Yo no soy un viento cualquiera. Soy el más rápido y el más fuerte. Ya viste lo que le hice a ese camión.

– Fue muy impresionante. Ese hombre había empezado a darme miedo. ¿Sabe que es vecino mío allí en Pringles?

Un silencio.

– Claro que lo sé.

– Lo que no me explico es cómo podía estar la de Balero ahí adentro.

– Ya lo entenderás.

– Espero que a él no se le ocurra perseguirme.

– Te perseguirá, Delia, no hará otra cosa de ahora en adelante.

– ¿En serio?

– Pero no te preocupes, que para eso estoy yo.

– Perdóneme, señor, pero no creo que un viento, por fuerte que sea, pueda detener a un camión.

El viento resopló con desdén.

– ¡Nadie puede vencerme! ¡Nadie! ¡Mira cómo corro! -Fue hasta el horizonte y volvió. -¡Mira esta frenada! -Se detuvo en seco, como un milímetro de mármol. -¡Mira este salto! -Hizo una pirueta prodigiosa. -¡Arriba! ¡Abajo!

La noche estaba transparente como un día azul oscuro. La luna miraba impasible. Delia creía ver, pero no estaba segura. Si no hubiera estado tan impresionada, esa exhibición le habría parecido un poco pueril.

Ventarrón volvió a su lado, y entonces sí estuvo segura de verlo, invisible, fuerte y hermoso, como un dios.

– ¿Qué querés, entonces?

Ella seguía sin saber qué debía pedir.

– ¿Podría ser… algo de comer?

– ¡Cómo no!

Se fue y volvió en un minuto, trayendo una mesa, una silla, un mantel, platos, cubiertos, servilleta, salero, una milanesa con papas fritas, una copa de vino y una pera a la crema. Todo venía volando, suelto, las papas fritas como un enjambre de langostas doradas, la crema batida como una nubécula… Pero todo se acomodó en orden sobre la mesa, y la silla fue apartada con la mayor cortesía para que ella se sentara… Ni siquiera tuvo que desplegar la servilleta y ponérsela en el regazo, porque Ventarrón lo hizo por ella.

– Sólo faltan las velas, pero no podría encenderlas -le dijo él-. Va contra mi naturaleza. De todos modos la luna, que he estado lustrando para que brille más, será tu lámpara.

– Muchas gracias.

Se quedó silbando a cierta distancia hasta que ella hubo terminado. Después le apartó la silla, Delia se levantó, y él se llevó todo.

"Quién sabe a quién se lo habrá arrebatado", pensó la costurera. "¡Pensar que tuve que cenar lo que me trajo un viento ladrón!"

– Ahora querrás dormir.

Al punto, vinieron volando desde el horizonte una cama, un colchón, sábanas, un quillango, una almohada. Se tendió ante sus ojos en un instante, sin una sola arruga.

– Dulces sueños.

– Gracias…

La voz de él se había hecho acariciadora, y él mismo se había hecho acariciador, la envolvía, agitaba su cabello y su vestido, daba vueltas por sus piernas con soplos aterciopelados…

– Hasta mañana, Delia.

– Hasta mañana, Ventarrón.

Hubo una especie de torbellino de vacío, y el viento trepó al cielo estrellado. Delia se quedó un momento indecisa junto a la cama. El vino le había dado muchísimo sueño. Las sábanas blancas de hilo la invitaban a dormir. Miró a su alrededor. Era un poco incongruente, esa cama en medio de la meseta. Y ella tenía el vestido imposible de grasa. Vaciló un momento, y después se dijo, mintiéndose con la verdad: "Nadie me ve". Se desnudó, y su cuerpo brilló bajo la luna mientras se metía bajo las sábanas. La noche suspiró.

Cuando se despertó a la mañana siguiente, creyó que estaba en su casa, como le suele pasar a los viajeros… Salvo que en ella no fue un estado pasajero y fugaz, un pequeño lapso de desconocimiento… sino que la extrañeza se instaló en su mente como un mundo, y ahí se quedó. En circunstancias normales, ella estaba en su cama, su cama en su dormitorio, su dormitorio en su casa, y su casa en Pringles. Hoy, parecía como si toda esa cadena de inclusiones se hubiera roto. El cielo era muy azul, y el sol un punto blanco ubicado en lo más lejano del cielo. Se volvió hacia la derecha, y a su lado no estaba Ramón, y más allá no estaba la camita de Omar con el niño dormido. A la izquierda no estaba la cómoda, con el espejo encima… por lo tanto en el espejo no se reflejaba la ventana sobre la cama de Omar… En una palabra, no estaba en su casa. No estaba en ningún lado. Un espacio inmenso la rodeaba por todos lados. Lo único que parecía estar en su lugar era la hora, y ni siquiera ese amanecer tardío tenía aspecto de hora: se lo diría más bien un lapso de eternidad. No parecía la hora de levantarse… Se desperezó.

Días de ocio en la Patagonia…

Cuando se ponía el vestido pudo ver, ahora a la luz, el desastre de grasa que era. Sus zapatos estaban imposibles de polvo, podría haber escrito en ellos con el dedo. El viento, tan servicial para otras cosas, no se había ocupado de su atuendo, probablemente porque ella no se lo había pedido. Se le ocurrió que debía de ser como esos criados muy trabajadores y eficientes, pero sin iniciativa propia, a los que había que decirles todo.

– Buen día, Delia.