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– Ah, eh… Buen día.

– ¿Dormiste bien?

– Perfecto. Yo quería…

– Un momento. Tengo que llevarme esto.

La cama con todo lo suyo salió volando a toda velocidad y se perdió tras el horizonte. "Qué apuro", pensó Delia. Al instante el viento estaba de vuelta.

– Delia, tengo que decirte algo que habría preferido callar, pero es mejor que lo sepas, por si acaso.

– ¿De qué se trata? No me asuste… -Delia ya estaba pensando en desgracias, según su costumbre.

– Anoche -empezó Ventarrón- salí a dar una vuelta, después de que te dormiste, y por ahí vi una luz, y me acerqué a mirar. En ese sitio hay un hotel, en lo alto de una montañita, y en un primer momento creí que se había incendiado, tanto era el resplandor. Pero no había ningún fuego. Bajé y me asomé a las ventanas. Tampoco era una fiesta. Era una luz de tipo radiactivo, que latía, y latía tanto que sacudía todo el hotel… Una luz roja, horrible, y la temperatura había subido a varios miles de grados… Como no tenía ninguna intención de transformarme en un viento atómico, tomé distancia, y me quedé mirando. Aquello iba de mal en peor. Yo mismo empecé a asustarme. Y eso que soy lo más eficaz que hay en fuga. Pero sé que hay espantos a distancia con los que no vale la escapatoria. Y entonces, de pronto, el hotel entero cayó, fundido como un copo de nieve al sol… Y ahí estaba, libre, encendido y horrible, el Monstruo… el niño que no debió nacer…

Su voz, ya de por sí grave, había tomado una resonancia de ultratumba, muy pesimista. Sus últimas palabras le hicieron correr un escalofrío por la espalda a Delia.

– ¿Qué niño…? ¿Qué monstruo…?

– Hay una leyenda que dice que un día va a nacer, en un hotel termal de la zona, un niño dotado de todo el poder de las transformaciones, un ser que será la cápsula de todos los vientos del mundo, el molde del viento, por lo tanto feo hasta el espanto… por lo menos para mí, y para vos, porque lo que en mí está afuera, en él está adentro, impulsando todas las deformaciones… Ya ves si me incumbía lo que estaba viendo.

– ¿Y qué pasó?

– Nada. Salí corriendo, y aquí estoy. Lo malo es que ahora el Monstruo está suelto, y te anda buscando.

– ¡¿A mí?! ¿Por qué a mí?

– Porque así lo dice la leyenda -respondió el viento, críptico-. Y es obvio que la leyenda se ha hecho realidad.

– ¿Pero de dónde pudo salir ese monstruo?

– La evolución no sigue ningún camino.

– Y el camionero también me está buscando, ¿no?

– Del camionero me ocupo yo, él no es problema.

– ¿Y del Monstruo?

Un silencio.

– Eso ya es otra cosa -dijo Ventarrón.

Delia bajó la cabeza abrumada.

– Cambiando de tema -dijo el viento-. Anoche vi otra cosa que me resultó encantadora: un gran vestido de novia, plegándose y desplegándose a diez mil metros de altura, bogando hacia el sur…

– ¿Un vestido de novia? ¿De plumetí de nylon, valencianas, raso de…?

– ¡Sí, mujer! ¡Qué sé yo de trapos! ¿Por qué preguntas?

– Porque es mío. Lo perdí ayer, o anteayer…

– ¿Cómo tuyo? ¿No sos casada? ¿No me dijiste que tenías un hijo?

– No. Quiero decir: yo lo estaba cosiendo, para una chica que justamente…

– ¡¿No me digas que sos costurera?!

– Sí.

El viento casi se cae de espaldas. Tardó en reponerse.

– ¿Sos la costurera entonces? ¿La esposa de Ramón Siffoni?

– Sí. Creí que lo sabía.

– Ahora empiezo a entender. Todo empieza a coincidir. La costurera… y el viento.

– Nosotros dos.

– Nosotros dos…

El viento estaba enamorado. Había estado enamorado desde toda la eternidad, al menos de su eternidad de viento. Y ahora que la historia empezaba a desplegarse frente a él, la encontraba de pronto demasiado real, chillona, paradójicamente impredecible…

– Señor… -interrumpió Delia su meditación.

– ¿Sí?

– Usted me dijo que podía traerme lo que le pidiera.

– ¿No me traería el vestido?

– ¿Para qué lo querés?

Sí, bien pensado, ¿para qué? No parecía como si la Balero, que ahora estaba toda negra y en poder de ese camionero salvaje, fuera a necesitarlo. Pero nunca se sabía; en todo caso, podía cobrarle la hechura y entregárselo a la madre; ya estaba prácticamente terminado. Además, era razonable pedirlo, ya que era su trabajo.

– La tela la puso la clienta -dijo-, y me lo va a reclamar.

– De acuerdo, pero dame tiempo. Quién sabe dónde estará a estas horas.

– Una cosita más, si no es mucha molestia. Yo traía un costurero, y lo perdí, seguramente las cosas se dispersaron… ¿No me las podría juntar y traérmelo?

– No te preocupes. Soy muy bueno encontrando agujas perdidas en la Patagonia.

– Lo que no sé es qué puedo hacer mientras tanto.

– Yo nunca me aburro -dijo el viento.

– Yo tampoco, cuando estoy en mi casa. Pero aquí… -Volvió a lloriquear.

– Ya te dije que podía traerte tu casa, con todo lo que tiene adentro.

– No, no… ¡No la quiero!

No se le ocurría idea más deprimente que su casa puesta allí en medio del desierto; para ella la casa era también la calle, los vecinos, el barrio. Que le ofrecieran la casa sola era como si quisieran pagarle con una moneda inconcebible que tuviera un solo lado.

– Estaríamos muy cómodos, Delia, vos aquí en tu casa, limpiando, haciendo la comida, cosiendo. Yo te haría compañía, te traería todo lo que quisieras… viviríamos felices, a salvo…

Delia estaba aterrada. Las intenciones de Ventarrón se hacían claras, y la llenaban de pavor. ¿Era posible que un fenómeno meteorológico se hubiera enamorado de ella? Además, era contradictorio: ¿cómo iban a estar a salvo, con un camionero loco, y encima un monstruo, buscándola para destruirla? No era una perspectiva muy tranquilizadora. Y estaban su marido y su hijo. De eso no habría querido hablar con el viento, pero fue él quien sacó el tema:

– ¿Te gustaría que tu marido viniera a buscarte?

– No podrá hacerlo, Delia. Lo intentó, pero su vicio se interpuso (ya sabes a qué me refiero), y perdió el camión.

– ¿En serio?

– Y no podrá recuperarlo. Ese camión rojo, al que estabas tan acostumbrada, se hizo invisible y nadie volverá a conducirlo nunca. Ramón Siffoni se quedó a pie para siempre.

¡Nunca volveré a Pringles!, pensó Delia con desesperación. Odió al viento por su sadismo.

– Tengo que hacerte una pregunta, Delia. ¿Estás enamorada de tu marido? ¿Te casaste por amor?

– ¿Y por qué iba a casarme si no?

– Para no quedarte solterona.

No se dignó responder. Quizás no habría podido hacerlo, porque tenía un nudo en la garganta.

– ¿Lo querés?

– Sí.

– Pero nunca se lo has dicho.

– No es necesario, en el matrimonio.

– ¡Qué poco romántica que sos! -Una pausa. -¿Querés decírselo?

En un arrebato, Delia olvidó toda prudencia:

– ¡Ojalá estuviera aquí para decírselo! ¡Ojalá!

– No es necesario que esté aquí. Yo podría llevar tus palabras al otro lado del mundo, si fuera preciso. -Otra pausa. El viento esperaba. -Decíselo. Atrévete y decíselo.

Delia alzó la cabeza y miró el horizonte allá al fin de la meseta. Todo parecía muy pequeño, y sin embargo ella sabía que era muy grande. ¿Su voz podría ir más allá? Su voz estaba en el corazón de su marido… ¡Qué grande era el mundo! ¡Y qué lejos estaba ella! ¡Adónde había venido a parar! ¡Nunca volvería a Pringles! ¡Nunca!

– Ramón… -dijo, y el viento rugió y se fue.

Estoy sentado en un café de la Place Clichy… A esta altura sigo aquí contra mi voluntad. Debería haberme ido hace rato, tengo una cita… Pero no puedo llamar al mozo, simplemente no puedo, es más fuerte que yo, y pasan los minutos… Revisé varias veces el ticket, y mi bolsillo, conté las monedas de atrás para adelante y de adelante para atrás y no me alcanza por un pelo, dan seis francos con noventa y el café cuesta siete, parece hecho a propósito… Es por eso que necesito que venga el mozo, va a tener que darme cambio de cincuenta francos, no tengo más chico… Si me alcanzara con las monedas se las dejaría en la mesa, libre como un pájaro, pondría mis huevitos metálicos y saldría volando. Es tanta mi impaciencia que si tuviera un billete de diez se lo dejaría… Pero no tengo. Quedo reducido a esperar a que me mire para hacerle un gesto, llamarlo con la mano… y aquí es igual que en todo el mundo: los mozos nunca miran. Tengo la vista fija en él, cada giro que da yo esbozo mi gesto… ya deben de haberlo advertido todos los parroquianos, y los otros mozos, por supuesto, todos menos él. A ver ahora… Viene hacia aquí… No, otra vez fallé, debo de tener un aire suplicante, estoy clavado en mi silla… La muevo, hago raspar las patas contra el piso para que se le ocurra mirarme… Sé que ir a buscarlo sería inútil, además de grotesco, se escabulliría… ahí sí, me volvería el hombre invisible, el fantasma de la Place Clichy. No me queda más que esperar la próxima oportunidad, esperar a que vuelva hacia aquí, a que se ocupe la mesa de al lado y me vea… Y quiero irme, tengo que irme, eso es lo peor… Estuve dos horas escribiendo en esta mesa (él debe de pensar que si me quedé dos horas, bien puedo quedarme tres, o cinco, o hasta que cierren), y en el entusiasmo de la inspiración, que ahora maldigo, seguí y seguí hasta terminar el capítulo anterior… y cuando miré el reloj me quise morir… Ya debería estar en esa cena, me estarán esperando, y yo clavado aquí… Tengo veinte minutos de Metro por lo menos, y los minutos pasan y yo sigo buscando la mirada del mozo… No sé cómo puedo estar escribiendo esto, si no saco la mirada de su cabeza… Hago agujeros en el cuaderno cada vez que pongo puntos suspensivos. Esto empieza a parecer definitivo: no va a mirarme nunca, nunca. ¿Hace diez minutos que lo estoy intentando? ¿Quince? Ya no quiero mirar el reloj. Lo miro a él, como una manía… La ley de probabilidades debería estar a mi favor, en algún momento debería mirarme, ya que no puede evitar mirar algo… Y pensar que habría sido tan fácil hacerlo venir ni bien vi la hora: bastaba con llamarlo en voz alta. Tanta gente lo hace… Pero yo no puedo. Nunca en mi vida he llamado a un mozo si no es con oficio mudo (y he escrito todas mis novelas en cafés), nunca lo he hecho, nunca lo haré… nunca… Y entonces se levanta dentro de mí una ardiente recriminación a mi Creador, muda por supuesto, interior, pero yo la pronuncio y la oigo con la mayor claridad: