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"Señor, ¿para qué me diste la voz, si no me sirve de nada? ¿No deberías haberme dado con ella la capacidad de usarla? ¿Qué te costaba? ¿No te parece un sarcasmo, casi un sadismo, hacerme dueño, como a todos los hombres, de ese instrumento maravilloso que atraviesa el aire como un mensajero del cuerpo inmóvil y es el cuerpo bajo otra forma, el cuerpo, volador… y enrollarlo en mí, en un hechizo de interioridad? Es como si llevara un cadáver adentro, o al menos un inválido, un huésped que no quiere irse… Supongo que de recién nacido yo también podía gritar llamando a mi mamá… pero, ¿y después? Mi voz se ha atrofiado en mi garganta, y cuando hablo, cosa que hago sólo cuando me dirigen la palabra, como los fantasmas, lo que sale es un balbuceo gangoso y amanerado, apenas adecuado para transportar a muy corta distancia mis dudas e ignorancias. ¡Si al menos me hubieras hecho mudo, estaría más tranquilo! ¡Entonces podría gritar, y gritaría todo el tiempo, el cielo se llenaría con mis aullidos de mudo! Dirás que he abusado de la lectura de Leibniz, Señor, pero ¿no te parece que, dadas estas circunstancias, deberías mover la cabeza del mozo de modo que me vea?"

Delia, realidad mía… Ahora hablándote a vos, en mi silencio, ¿tu historia no se parece a la mía? Es la misma, coincide en cada uno de sus giros tornasolados… Lo que en mí es incidente minúsculo, en vos se hace destino, aventura… Y no es una analogía, sino una nueva disposición de lo mismo. No importa el volumen de la voz, sino el lugar de la historia en que se hable; la historia tiene rincones y repliegues, cercanías y distancias… Una palabra a tiempo lo puede todo… Y sobre todo (pero es lo mismo) importa lo que se diga, el sentido; en la disposición de la historia hay un puente de plata, un continuo, de la voz al sentido, del cuerpo al alma, y por ese continuo avanza la historia, por ese puente…

Había quedado en el desprendimiento de la voz, justamente… El viento se fue con las palabras de amor montadas en sus lomos, y atravesó grandísimas distancias en todas direcciones. Se sacudía, se torcía, para sacárselas de encima, pero no lograba más que darlas vuelta, apuntarlas para otro lado, meterlas en los intersticios de la Patagonia. El viento también tenía mucho que aprender. En su vida había una sola restricción a la libertad totaclass="underline" la Fuerza de Coriolis, que no es otra cosa que la fuerza de gravedad aplicada a su masa. Es lo que mantiene a todos los vientos pegados al planeta. La voz por su parte tiene la peculiaridad de que en su desprendimiento se lleva el peso del cuerpo del que ha salido; como ese peso es la realidad de lo erótico, a las palabras de amor los amantes creen poder abrazarlas, creen poder hacer con ellas un continuo de amor que dura por siempre.

El continuo, por otro nombre: la confesión. Si yo hiciera literatura confesional, me dedicaría a buscar lo indecible. Pero no sé si lo encontraría; no sé si existe en mi vida. Igual que el amor, lo indecible es lo que está en un lugar de una historia. Salvando las distancias, es como Dios. A Dios se lo puede poner en dos lugares diferentes del discurso: al final, como hace Leibniz cuando dice "y es a esto a lo que llamamos Dios", es decir cuando se llega a él después de la deducción del mundo; o al principio: "Dios creó…" No son teologías distintas, son la misma pero expuestas al revés. La clase de discurso que pone a Dios al principio es el modelo y madre de lo que llamamos "la ficción". No debo olvidar que antes de mi viaje me propuse escribir una novela. "El viento dijo…" no es tan absurdo; no es más que un método como cualquier otro. Es un comienzo. Pero es siempre comienzo, comienzo en todo momento, del principio al fin.

Palabras de amor… Palabras viajeras, palabras que se posan para siempre en la balanza de un corazón de hombre. En la historia anterior de Delia y Ramón había un enigma pequeño y secreto (pero la vida está llena de enigmas, de los que no se resuelven nunca). Habían consumado el matrimonio un tiempo después de casados, aparentemente por voluntad o falta de voluntad de él, aunque nunca se explicó. Quiero decir, quedó un lapso blanco entre la boda y la consumación. Si alguien además de ellos dos lo hubiera sabido, no habría valido la pena que le preguntara el por qué a Delia, como no valía la pena que Delia se lo preguntara a sí misma, porque no habría sabido qué responder. A eso me refería, en buena medida, al hablar del olvido, el recuerdo, etcétera: a esas cosas que parecen un secreto que alguien guarda, pero que no guarda nadie.

Algo parecido sucedía con la maledicencia de vecinas, ese pasatiempo apasionado del que Delia era especialista. Si yo entrara en la conciencia de Delia como podría hacerlo un narrador omnisciente, descubriría con sorpresa y quizás cierto desencanto que la maledicencia no existe en el fuero íntimo. ¡Pero era ella misma la que se sorprendía! Y descubría su sorpresa cuando ella era su propia narradora omnisciente…

Ramón, mientras tanto… es decir, el día anterior: no olvidemos que Delia había perdido un día… andaba perdido por la meseta hiperllana, desorientado y de mal humor. No era para menos. Estaba a pie, en un desierto sin fin… Para un pringlense de aquel entonces, quedarse a pie era grave; el pueblito era un pañuelo, pero por algún motivo, quizás por ser tan pequeño justamente, andar a pie no daba resultados. Todo el mundo andaba motorizado, los pobres en unos vehículos antiquísimos, de los que andan por milagro, pero se las arreglaban para ir y venir en ellos todo el tiempo, y si no no iban ni venían. Mi abuela decía: "hasta a la letrina van en auto". En esos desplazamientos que se les antojaban agradablemente mecánicos creían vencer al tiempo y al espacio. Ramón iba más lejos que otros en ese sistema subjetivo, por jugador. En su caso tenía más importancia, era más emocionante; cada cambio de lugar tenía su importancia. No era el único en pasear sobre esas ilusiones, por supuesto; no era el único jugador compulsivo en Pringles, ni mucho menos; había toda una constelación de esa clase de gente, una jerarquía de iguales. Según la broma popular, eran los que seguían jugando aun cuando abandonaban la mesa de paño verde al amanecer; el sol salía para que ellos siguieran jugando sin saberlo; en realidad, sucedía que llevaban la disposición con ellos a todas partes donde fueran, en sus autos o camionetas, inclusive fuera del pueblo, a los campos que lo rodeaban. El juego mismo era una disposición, un concierto de valores que se decían sus secretos a distancia, cada uno en su punto del cielo negro de la noche del jugador; de modo que no podían sino llevar la disposición consigo a todas partes. Entre ellos circular a toda velocidad, casi en una simultaneidad exaltante de números y figuras, era un modo de vivir.

El combate de Ramón Siffoni con el Chiquito había ido creciendo con el tiempo, como crecen las cosas en los pueblos. Había empezado en algún momento, y casi de inmediato había abarcado todo uno de esos universos particulares… Ramón había creído, no sin ingenuidad, que le sería posible mantener el combate en un estado estable, hasta que él se decidiera… ¿a qué? Imposible saberlo. Hasta que se decidiera a mirar de frente la ilusión, que es por definición lo que siempre da la espalda.

Y ahora, sin vehículo, caminando por donde no había caminos ni modo de encontrarlos, encontraba que el momento había llegado. Todos los momentos llegan, y éste también. El Chiquito se había apoderado de todo… ¿De qué? ¿De su esposa? Él nunca se jugaría a Delia a las cartas, no era un monstruo, y tenía otras cosas que jugar antes, muchas, casi infinitas… Pero hubo un momento, ese momento, cuando llegó… en que Ramón advirtió que la apuesta podía haberse hecho de todos modos, sin saberlo él; ya otras veces le había pasado. Se había pronosticado a sí mismo que esto sucedería… y ahora no sabía si había sucedido o no. Caminó toda la mañana, al azar, tratando de mantener líneas rectas para cruzar más terreno, y sobre todo para no volver al hotel del que había huido. Y aunque en el desierto no hay nada, encontró algunas cosas sorprendentes. Lo primero fueron los restos de un Chrysler negro, chocado y tirado por ahí. Lo estuvo rondando un poco. No había cadáveres adentro, y no parecía que hubiera muerto nadie en el accidente: al menos no se veía sangre, y todo el espacio del asiento delantero había quedado más o menos intacto, acanastado. Era un taxi: tenía el reloj con la banderita. Y la patente era de Pringles. De hecho, se parecía sobrenaturalmente al Chrysler de su amigo Zaralegui, el taxista. Ramón entendía bastante de mecánica, era una de sus tantas habilidades de ocioso; pero estaba fuera de cuestión volver a hacer funcionar esta ruina, porque la carrocería se había retorcido de tal modo que ya no tenía ni atrás ni adelante. Calculó que el choque había sucedido a una formidable velocidad, de otro modo no se explicaba ese aplastamiento. Que un auto tan viejo pudiera alcanzar esa velocidad era mérito del motor, uno de esos motores antiguos, sólidos, perfectos, tanto que había quedado casi intacto; si alguien quería recuperar esta chatarra, lo utilizable sería el motor, justamente.

Tomó mentalmente las coordenadas; no sabía por qué (ni siquiera podía refugiarse ahí en caso de lluvia, porque la capota había quedado abajo de las ruedas reventadas), pero al menos era una cosa, un descubrimiento, algo a lo que podía volver. Siguió adelante.

El segundo encuentro fue con algo semienterrado. Parecía un armario bombé, pero una vez que lo examinó de cerca vio que era la carcaza magnífica de un tatú gigante de la era paleozoica. Lo que asomaba era apenas un fragmento, pero descubrió que la tierra que lo aprisionaba era fragilísima, estaba como cristalizada y se rompía y dispersaba de un soplo. Con una costilla suelta cavó, por pura curiosidad, hasta dejar al descubierto la caparazón entera; medía ocho metros de largo, cinco de ancho, y tres de alto en el centro. En vida eso habría sido un armadillo del tamaño, más o menos, de un ballenato. La caparazón estaba perfecta, sin un agujero, y se la diría de un nácar marrón, trabajada hasta el último milímetro con orlas islámicas, nudos, rebordes… Golpeada, hacía un ruidito seco, a madera. No sólo estaba intacta la parte convexa superior, sino también la inferior, plana, de una membrana gruesa y blanca. Cuando fue a acomodar a un costado de la excavación esa enorme estructura, Ramón se sorprendió al ver lo liviana que era. Se metió adentro. Esto sí, podía servir como refugio; y amplio, despejado. Podía ponerse de pie adentro, y caminar… si tuviera sillones y una mesa ratona sería una acogedora salita. Lo limpió, sacó por las aberturas (había seis: una adelante y una atrás, para la cabeza y la cola, y cuatro abajo, para las patas) los restos de huesos, y se quedó adentro admirando ese prodigio de la antigüedad. El nácar de la caparazón no era del todo opaco, dejaba pasar una luz muy cálida, muy dorada. Recordó que ese tipo de animales tenían una cola también acorazada, y le sorprendió que en la abertura posterior no hubiera nada colgando. Quizás se había desprendido… Salió y buscó alrededor. Tuvo que cavar un poco más, pero la encontró: era una especie de cuerno, del mismo material, un cono alargado, de unos seis o siete metros, curvado y terminado en una punta muy afinada. Estaba vacío también, y como era tan liviano pudo erguirlo, la punta para arriba; y vaciarlo de tierra y piedritas.