Dentro de esa lógica extraña caminaba Delia Siffoni por la Patagonia aquella tarde funesta. Pero ella no lo hacía con la inconsciencia del loco. La pobre había caído en la trampa de un melodrama del que era apenas un personaje más. Justo ella, que siempre estaba hablando de desgracias. Sus palinodias fatalistas ya no la habrían ayudado, porque la fatalidad no dependía de ella. Estaba en una combinatoria, pero estaba sola. No había tercera persona. No había relato.
¿Cómo pudo pasarme esto? se decía. ¿Cómo pude venir a parar sin darme cuenta a este páramo? Quería decir: justamente a mí, ¿por qué tuvo que pasarme a mí y no a otra? Pertenecía a un tipo común; sin ponerse a pensarlo nunca en detalle, se había considerado una señora como todas las demás, a la que no tenía por qué pasarle algo que no les pasara a todas las demás. Es como si esas cosas le pasaran a otra, a una otra absoluta, es decir como si no le pasaran a ninguna. Y sin embargo… Su cerebro un tanto afiebrado en ese momento pasaba revista inopinadamente a toda clase de excepciones. ¡Conocía a tantas mujeres víctimas de lamentables destinos, algunos casi increíbles de tan encarnizados! Tantas mujeres que habrían podido decir "¿por qué a mí?"… y la pregunta quedaba sin respuesta… Tantas, que de pronto parecía que eran todas. En ese sentido, ella, a la que nunca le pasaba nada, era parte de una pequeña minoría de señoras-tipo, tan pequeña que casi era unipersonal. Las señoras inconcebibles que estaban en libertad de narrarlo todo, de ocuparse de todos los destinos. Y si ella era la excepción, la única, si el mundo se daba vuelta en ese sentido, entonces era lógico que le pasara lo excepcional y único. A ella, justamente. Quizás le parecía que eran tantas porque se dedicaba a eso, a los comentarios jugosos, uno tras otro, a exprimirlos hasta la última gota. Era la gran desocupada, la mujer chisme. Por ejemplo, le venía a la cabeza, quién sabe por qué, con una claridad casi excesiva, de microscopio, el caso de una joven que había sido uno de sus temas favoritos del pasado reciente, hasta ser desplazado por el candente affaire de la Balero: la chica se llamaba Cati Prieto; casada hacía un par de años, y madre de un bebé; el marido, con la excusa, justificada o no, eso no se sabía, de un trabajo en Suárez, la había literalmente abandonado, venía los domingos a la mañana, se iba a la noche, no se quedaba siquiera a dormir. Tenía otra en Suárez, eso era de cajón. Y cuando se presentaba, el maldito, sin advertir casi la presencia de su hijo, ella se pasaba las horas haciéndole notar los progresos del nene, la sonrisa, la manito, los gorjeos, mira, viste, oíste… y él fumando todo el tiempo, detrás de su máscara de hielo, su indiferencia. Y ella insistía, pobre infeliz… papá, pa… pá… Para las comentaristas del caso, como Delia, era relativamente simple porque todo iba a parar a la bolsa de lo ignorado, como cuando se dice "cada familia es un mundo", y un mundo entero nadie puede pretender conocerlo. Pero quizás… Esto se le ocurría a Delia ahora, frente a lo cristalino de su visión… quizás esa joven patética tampoco sabía. Tampoco sabía, para empezar, si su marido la había abandonado o no, si ella era estúpida, si conservaba esperanzas, si él tenía o no otra mujer en Suárez, etcétera. Quizás no sabía nada, y quizás no tenía modo de saberlo; ella era la que menos sabía, como cuando se dice "es la última en enterarse", y ahí estaba el error de las comentaristas: en creer que operaban sobre un mar de ignorancia que era un espejismo, hasta que se les rompían las alas y terminaban chapoteando en aguas reales y turbulentas y saladas. Agua maldita, de la que no apaga la sed.
Patagonia maldita, belleza del diablo. Su angustia y perplejidad crecían a medida que pasaba el tiempo. Como toda ama de casa, de aquella época y de todas, Delia era muy apegada a los horarios, de los que era esclava creyendo ser su ama. Y aquí parecía como si los horarios no existieran, directamente. El día continuaba. En realidad la asustaba un poco. Parecían estar sucediendo raros fenómenos atmosféricos: un telón de nubes se había levantado del horizonte, y en lo alto del cielo tenían lugar desordenados movimientos… Mientras que en la superficie reinaba una calma asombrosa. Eso ya era extraño, amenazante. Y sumada la persistencia de la luz, se hacía escalofriante para la náufraga. No podía creer que le estuviera sucediendo a ella. No podía, y ya casi no lo intentaba; pero de todos modos sentía que había pasado, o estaba pasando, al registro de la creencia, y dejaba atrás el de la realidad lisa y llana, su vida de horarios.
¿Adonde estaré? se preguntaba.
La creencia tenía un nombre: la Patagonia.
La circunstancia hizo práctica a Delia. ¡Adiós a sus filosofías funerarias, a sus fantasías de ama de casa de negro! De pronto hubo asuntos más urgentes que resolver. El simple hecho de estar viva y no muerta tenía consecuencias insospechadas. ¡Qué simples son las causas, qué complicados los efectos!
Tenía que encontrar alojamiento. Un lugar donde pasar la noche. Porque la noche, que no llegaba, no tardaría en llegar. Y entonces sí que sería el bailar. Mucho más de lo que se imaginaba, aunque era justamente lo que se estaba imaginando: una noche sin luna, sin luz, en la que todo se transformaría en horrores… Eso era lo que estaba más allá de la imaginación: la materia de las transformaciones. Porque no veía nada a su alrededor susceptible de volverse otra cosa, ni un árbol, ni una roca… ¿Las nubes? No concebía que se le pudiera tener miedo a una nube. En cuanto al aire, no era susceptible de tomar formas.
Pero de todos modos, había cosas. No estaba en el éter. La luz mortecina del crepúsculo ultra postrero estaba ahí mostrándole millones de objetos, pastos, cardos, guijarros, terrones, hormigueros, huesos, caparazones de tatús, pájaros muertos, plumas sueltas, hormigas, escarabajos…
Y la gran meseta gris.
Lo que Delia ignoraba, en aquel crepúsculo perenne, es que había una noche en esta historia suya. Lo ignoraba porque la había pasado en coma dentro de los restos del Chrysler aplastado contra el camión-planeta.
Ramón Siffoni, su marido, había corrido toda la noche en su camioncito rojo sin darse un minuto de descanso. Ni siquiera pensó en detenerse a dormir un rato, todo lo contrario. Vio salir la luna frente a él, un disco anaranjado chorreando luz, y se sintió el dueño de las horas y las noches, de todas sin excepciones ni blancos, en un continuo perfecto. Su concentración al volante era perfecta también. La noche había llegado en esta concentración, mientras el camioncito atravesaba como un juguete los pueblos que se dormían. De pronto era el desierto, y de pronto era de noche. Los pueblos se volvieron unas conformaciones confusas de piedras, de las que irradiaba oscuridad. Las ciudades salían de la tierra. No eran ciudades: nadie vivía en ellas. Pero se parecían a las ciudades como una gota de agua se parece a otra. Que no hubiera nadie sólo significaba que nadie debía orientarse en sus vericuetos. En sus calles corría una orientación general abstracta, como el mapa de la luna. Fue cuando atravesó el Río Colorado que salió la luna, sobre el puente, y Ramón se puso alucinado, los ojos como dos estrellas. Una gran meseta que no conocía se había interpuesto entre él y el horizonte, tomando el lugar de su concentración. Allí no había nada.
Sin que él lo supiera, tuvo lugar entonces un fenómeno no registrado, pero muy común en la Patagonia: las mareas de atmósfera. La luna llena, ejerciendo toda la fuerza de atracción de su masa sobre el paisaje, levanta átomos dormidos en la tierra y los hace ondular en el aire. No sólo átomos, que sería lo de menos, sino también sus partículas, entre ellas las de la luz y las intrincadísimas de la disposición.
Quizás la marea de esa noche tuvo algún efecto sobre el cerebro de Siffoni, quizás no, nunca se sabrá. Sobre el camión, tuvo la consecuencia curiosa de desprenderle el color, el rojo ya medio desteñido con el que había salido de fábrica, cuarenta años atrás, pero que brillaba tanto en los amaneceres de verano, cuando cantaban los pájaros. Y también el color que había bajo la pintura. Se volvió transparente, aunque no había nadie para verlo.
Cuando, horas después, Ramón miró por el espejo retrovisor, vio un autito celeste corriendo un kilómetro atrás de él. El polvo se había vuelto transparente también. La presencia allí de ese vehículo pequeñísimo lo llenó de extrañeza. Por el hilo de la extraneza, se sintió perseguido. Al rato, seguían a la misma distancia. No parecía difícil sacárselo de encima; nunca había visto un auto tan diminuto, pero no creía que tuviera mucho motor. Aceleró. Habría creído imposible poder hacerlo, porque venía apretando a fondo el acelerador, pero de todos modos el camión aumentó la velocidad, y mucho. Se escapó hacia adelante, el camioncito de cristal, como una flecha disparada del arco.
Aquí hago un paréntesis. Porque, pensándolo bien, la luna sí tuvo un efecto sobre Ramón. Fue que se vio como marido. Era un marido como tantos, regularmente bueno, normal, más o menos. Pero lo que vio fue que esta condición en la que él se encontraba con tanta comodidad descansaba por entero en un razonamiento, el de que "podría ser peor". En efecto, hay maridos que les pegan a sus esposas, o se degradan de este modo o de aquel, avergonzándolas, o les hacen toda clase de canalladas, en general muy visibles (nada es más visible para el que contempla un matrimonio), todo lo cual culmina en el abandono: hay maridos que se van, que se esfuman, muchísimos. De modo que si el marido permanece, y persiste en sus infamias, aun así "podría ser peor". Podría irse. Pero las mujeres no son tan idiotas como para conformarse con eso; porque evidentemente "mejor sola que mal acompañada", ya que hay situaciones límite en las que liberarse de un marido monstruo es mejor que conservarlo. En realidad el "podría ser peor" es muy flexible, y hasta muy exigente; la menor falla desacredita a un marido a los ojos de su mujer. "Podría ser peor…" sólo si uno es casi perfecto, si sus faltas son veniales, de tipo humorístico (por ejemplo si no se sube unos centímetros los pantalones al sentarse, y a la larga la tela se estira en las rodillas). Muy bien, así se establece una jerarquía: hay tipos que son monstruos y le hacen un infierno la vida a su esposa, por ejemplo si son borrachos; y hay otros que no, y si uno está en esta última categoría puede permitirse el lujo de mirar retrospectivamente sus pequeños (y grandes) defectos, sentado en el sillón del living leyendo el diario, mientras la esposa prepara la cena, y sentirse muy seguro de sí. Tan seguro que de pronto se abre ante él, como una flor maravillosa, el mundo de los vicios que podría, que puede, practicar con impunidad gracias a su condición de buen marido, de buen padre de familia. La vida se lo permite, a él y a nadie más que a él. ¿No sería una pena, un crimen, desaprovechar semejante oportunidad? El espectro de las canalladas es su escala de Jacob; cada peldaño tendrá su dialéctica sutil de "podría ser peor", y la vida no le alcanzará para llegar a la cima, al monstruo.