Pues bien, Ramón Siffoni tenía un vicio. Era jugador. El matrimonio lo había hecho jugador, pero también el juego lo había hecho un hombre casado. Jugaba desde mucho antes de casarse, desde su primera juventud, pero en el caso del juego, como en el de todos los vicios, no se trataba tanto de haber empezado como de seguir. Él era incorregible. Lo suyo era definitivo. Era la marca de su vida, el estigma. Se jugaba todo, la plata que ganaba, y la que ganaba su mujer también, en forma de deudas impostergables, los enseres, la casa (por suerte alquilaban), el camión. Siempre estaba en cero, pelado, y a partir de ahí se hundía, a profundidades vertiginosas. Siempre perdía, como todos los jugadores de verdad. Era un milagro que sobrevivieran, que se alimentaran y vistieran y pagaran las cuentas y criaran a su hijo. El secreto debía de estar en que a veces, por casualidad, ganaba, y con esa imprudencia maravillosa de los jugadores, que nunca piensan en el mañana, se gastaba toda la ganancia, hasta el último centavo, en ponerse al día y seguir adelante; de modo que el mismo gesto de imprevisión que por las noches actuaba en contra de la familia, de día actuaba a favor. Más milagroso, mucho más, era que no se supiera en el barrio, en el pueblo (todo Pringles era un barrio, y la información circulaba rápido como un cuerpo en caída libre). Por supuesto que actividades de ese tipo se llevan a cabo con cierta discreción; pero aun así, es inconcebible que no se haya sabido, que no lo haya sabido mi mamá, íntima de Delia. Porque, aunque discreto y nocturno, era un pasatiempo por demás sujeto a indiscreciones. Y había venido sucediendo durante años, y seguiría, décadas, antes y después (¿antes y después de qué?). Y, sobre todo, habría bastado muy poco, un dato cualquiera, una ínfima brizna de información, para sacar conclusiones, para explicárselo todo… Y aun así, se supo, pero muchísimos años después (claro que se supo, de otro modo no estaría escribiendo esto), yo ya no vivía en Pringles, un día, no sé bien cuándo, en uno de mis viajes, mamá lo sabía, lo sabía muy bien, estaba cansada de saberlo, ¿cómo se explicarían sin ese dato las vicisitudes de la familia Siffoni, su status quo? ¿Cómo se habrían explicado desde el principio, desde nuestra prehistoria en el barrio? Eso es lo que me pregunto yo: ¿cómo? ¡Si nadie lo sabía!
Las apuestas siempre suben. La luna subía… Pero no subía, como no lo hace tampoco el sol; ese ascenso es una ilusión creada por el giro de la tierra… En el cénit de la apuesta, Ramón Siffoni, el hombre-luna, que por la mera gravitación de su masa hacía subir las mareas de dinero, pondría sobre el tapete, o la había puesto ya, la apuesta suprema: su matrimonio.
Cuando volvió a mirar por el espejito, el pequeño auto celeste seguía tras él, clavado a un kilómetro de distancia. Ramón acentuó la sospecha de que lo estaban siguiendo. ¿Qué hacer? Acelerar más era inútil, y podía ser contraproducente. Levantó el pie del acelerador y dejó que la velocidad cayera por sí sola; siempre lo hacía, era algo automático. De cien disminuyó a noventa, ochenta, setenta… sesenta… cincuenta, cuarenta, treinta… ¡Dios mío! Era peor que una frenada en seco. El paisaje lunar de la meseta había venido huyendo hacia atrás, y ahora huía hacia adelante, el polvo transparente que se levantaba del camino de tierra lo envolvía como una plata fluida… Era casi como avanzar y retroceder en las dimensiones, no en la meseta. Pero cuando echó otra mirada al espejito, ahí estaba el kilómetro, el ratón celeste…
Volvió a acelerar, como un loco: treinta, cuarenta, cincuenta, sesenta, setenta… ochenta… noventa, cien, ciento diez, ciento veinte… La transparencia tenía dificultades en seguirlo, la luna saltaba… El camión atravesaba su propia estela, su propia dirección…
Cuando volvió a mirar el espejito… No podía creerlo. Pero debía rendirse a la evidencia. El autito estaba allí, siempre a la misma distancia, al mismo kilómetro, que además era el mismo, no otro equivalente. Resolvió volver a disminuir la velocidad, pero esta vez tan bruscamente que su perseguidor no tuviera más remedio que superarlo. Así lo hizo: cien, noventa, ochenta, setenta, sesenta, cincuenta, cuarenta… treinta… veinte, diez, cero, menos diez, menos veinte, menos treinta… Nunca antes había hecho eso. Los torbellinos de la luna lo envolvían.
Y sin embargo, cuando miró en el espejo retrovisor, para su inmensa sorpresa, allí estaba el autito celeste, y el kilómetro que los separaba. Aceleró. Desaceleró. Etc. Si al principio no había podido creerlo, ahora, al cabo de un par de horas de carrera en los dos sentidos, lo podía menos. Lo que más le intrigaba, en sus periódicas inspecciones al espejo retrovisor (que era externo, de los que se asoman, sostenidos por un brazo metálico, al costado de la cabina) era que el autito celeste brillara tanto, y que mantuviera su posición como suspendida en el camino, como flotando encima de los pozos mientras él saltaba a más y mejor, y sobre todo la distancia que se mantenía idéntica… demasiado idéntica… Sin disminuir ni aumentar la velocidad, que a esa altura de las alternancias ya no sabía de qué lado del exceso estaba, hizo girar con la mano izquierda la manija del vidrio de la ventanilla. Cuando estuvo bajo, con los ojos entrecerrados por el viento que entraba, sacó la mano y llevó la punta de los dedos índice y pulgar, delicadamente en la medida en que se lo permitían los saltos del camión, a la superficie oval del espejito, y arrancó… ¡arrancó el autito celeste! Como si fuera una pequeña calcomanía pegada allí… Se la llevó a los ojos, ladeando un poco la cabeza para verla a la luz de la luna… Era un ala de mariposa, de un cobalto metalizado, la luna le arrancaba ese brillo que se lo había hecho tan patente… Se maravillaba de haber sido presa de una ilusión tan barroca, sólo a él podía pasarle… Porque además, un ala de mariposa puede pegarse a una parte u otra de un vehículo en movimiento, de hecho pasa todo el tiempo durante una travesía, ¡pero las mariposas se estrellan contra las partes del vehículo que van rompiendo el aire, por ejemplo el parabrisas o el radiador! ¡Y el espejito miraba hacia atrás! La única explicación era que en alguna de las recientes desaceleraciones la mariposa hubiera quedado atrapada en el cambio de velocidades relativas, y se hubiera estrellado desde atrás. Apartó los dedos, dejó que el viento se llevara ese centímetro de ala celeste, levantó el vidrio y no volvió a mirar el espejo.
Si lo hubiera hecho, le habría sorprendido ver que el autito seguía allí, donde antes estaba su silueta recortada en ala de mariposa. Dentro del autito iba Silvia Balero, la profesora de dibujo, loca de angustia y medio dormida. Había visto desaparecer ante sus ojos al camión rojo de Siffoni, al que seguía como el último hilo que la unía con su vestido de novia, con su costurera. El momento en que la marea de atmósfera hizo invisible el camión la sorprendió en malas condiciones. Porque era, como todas las candidatas a solterona, muy dependiente de sus biorritmos, y después de las doce de la noche ella siempre, siempre, dormía. Nunca en su vida se había pasado. La noche era una incógnita para este ser diurno, impresionista. De modo que a la medianoche, que fue por rara coincidencia el momento en que la luna actuó sobre el camión, ella se puso en piloto automático, igual que una sonámbula. Como en una pesadilla, sintió la desesperación de que la presa se desvaneciera ante sus ojos. En su estado, ese escamoteo representaba el de toda la realidad.
– Tengo hambre -pensó Ramón Siffoni, que no había cenado. Un poco más allá, vio una especie de pequeña montaña bajo la luna, y en su cima un hotel. A pesar de la hora se veían luces en las ventanas de la planta baja, y pensó que no era descabellado que hubiera un comedor. La suposición se hizo mucho más verosímil al ver, ya cuando subía, que frente al hotel había estacionados varios camiones. Todo viajero en la Argentina sabe que donde paran los camioneros se come bien: con más razón entonces, se come.
Cuando echó pie a tierra, una mujer se dirigió hacia él, aunque a la vez parecía huir de él. No se fijó bien, porque le llamó la atención el autito celeste del que ella se había apeado.
Silvia Balero notó que no la reconocía, aunque él le abría la puerta en sus cotidianas visitas a la costurera. Todas las mujeres debían de parecerle iguales. Era esa clase de hombre.
– Disculpe que lo moleste, no sé qué pensará usted de mí, pero ¿puedo pedirle un favor?
Siffoni la miraba con gesto que parecía maleducado pero en realidad era de intriga, porque le resultaba conocida, y no sabía de dónde.
– ¿Podría acompañarme adentro? Quiero decir, como si fuéramos colegas, viajantes. Ya que usted va a alojarse aquí… Me da inquietud entrar sola.
Al fin él reaccionó, y partió rumbo a la puerta:
– No. Voy a cenar nada más.
– ¡Yo también! ¡Después sigo viaje! Se preguntaba: "¿Dónde habrá dejado el camión? Pareció como si bajara del aire vacío."
Pero la entrada estaba cerrada; entre unas cortinillas se veía el lobby oscuro y desierto. Ramón dio unos pasos a lo largo de la fachada, con la mujer atrás. Las ventanas de un salón que bien podía ser el comedor también mostraban al otro lado un espacio negro, pero de algún lado llegaban hasta él unas rayas de luz humosa. Ramón Siffoni retrocedió unos metros. Desde el camino había visto luces encendidas, pero ahora no sabía de qué lado. Trataba de hacerse cargo de la estructura del edificio. No podía concentrarse por la perplejidad que le causaba la compañía: a la luz de la luna, la mujer no parecía muy lúcida. ¿Estaría borracha, sería una loca? Esa clase de hombres siempre está pensando lo peor de las mujeres, justamente porque todas les parecen la misma.