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Las dificultades que encontraba se debían a que el plano del hotel era realmente ininteligible, porque se trataba de un establecimiento termal cuya planta se había adaptado a la conformación de los agujeros manantes de la tierra, de las rocas; estas últimas no podían quitarse porque eran tapones.

Pero al fin, dando la vuelta a una esquina en picada, se vio frente a una ventana con luz, y pudo ver adentro. Su sorpresa fue mayúscula (pero su sorpresa siempre era enorme cuando miraba algo esta noche) al encontrarse ante una escena que conocía demasiado bien: la mesa de poker. Ahora, de pronto, recordaba haber oído hablar de ese hotel, parada obligada de todos los jugadores que se dirigían al sur, contrabandistas, camioneros, aviadores… Un viejo hotel termal, de clientela extinta, garito legendario. Nunca había pensado que llegaría a conocerlo un día, o una noche.

Ante ese espectáculo se abstrajo de todo, hasta de la mujer que se empinaba a sus espaldas para ver. Los hombres, los naipes, las fichas, los vasos de whisky… Pero no se abstrajo de todo en absoluto; hubo una cosa que advirtió. Uno de los jugadores era de Pringles, y él lo conocía muy bien, no sólo por ser vecino. Era el llamado Chiquito, el camionero. Fue todo verlo, y comprender que el viaje no había sido en vano, o al menos que no había tomado la dirección equivocada. Si obtenía lo que se proponía de él, no necesitaría seguir adelante. Sabía bien cómo llegar a una mesa de juego, aunque todas las puertas estuvieran cerradas. Sus movimientos se hicieron seguros, y Silvia Balero lo notó. Fue tras él. Ramón dio unos golpes en la ventana, y después en la puerta más próxima. Antes de que vinieran a abrirle, buscó en el bolsillo de la camisa y sacó un antifaz negro. Lo tenía allí desde hacía un tiempo, y no había supuesto que la ocasión de usarlo llegaría tan de pronto. Se lo puso (tenía un elástico que se ajustaba en la nuca). En aquel entonces era frecuente, como lo es ahora, que los jugadores en los garitos oculten su identidad con antifaces. De modo que al portero del hotel que vino a abrirle le bastó verlo para saber qué quería. Entraron. Silvia Balero le tiró de la manga.

– ¿Qué quiere? -dijo él de mal modo, sin poder creer en la inoportunidad de una desconocida que le pedía atención cuando él iba a hacer la apuesta de su vida.

Ella quería un lugar donde dormir. En realidad ya estaba medio dormida, sonámbula.

Sin responderle, Ramón le señaló al portero que los guiaba, pero éste dijo que debían hablar con el dueño del hotel, que estaba justamente sentado a la mesa de juego. Así lo hicieron. Los presentes echaron una mirada apreciativa a la joven profesora, y el hotelero la llevó a una habitación no muy lejos de donde estaban, y volvió. El recién llegado ya tenía su lugar, le habían recitado las reglas, y pedía fichas a crédito. Incluido el patrón, eran cinco. El portero miraba. Dos eran camioneros, el Chiquito y otro tipo de mal aspecto; los dos restantes eran estancieros de la zona, ganaderos, muy solventes. El Chiquito había ganado mucho. A esa hora, ya jugaban por millares de ovejas o montañas enteras.

Para qué detenerse en la descripción de un juego, igual a cualquier otro. Dama, Rey, Dos, etc. Ramón perdió sucesivamente su camión, el autito celeste, y a Silvia Balero. Lo único que le quedaba era pagar los dos whiskys que había tomado. Dejó caer las cartas sobre la alfombra, con los ojos entrecerrados en el fondo del antifaz, y preguntó:

– ¿Dónde está el baño?

Se lo indicaron. Fue, y se escapó por la ventana. Corrió hacia donde había dejado el camión, sacando las llaves del bolsillo… Pero cuando llegó al sitio, entre los demás camiones, todos ellos grandes y modernos (y el del Chiquito, que él conocía bien, con una extraña máquina negra pegada a la pared posterior del acoplado; no se detuvo a ver qué era), allí en la explanada, no lo encontró. Creía soñar. La luna había desaparecido también, sólo quedaba un resplandor incierto entre la tierra y el cielo. Su camión no estaba. Cuando lo había apostado, el segundo camionero, que fue el que se lo ganó, había salido a verlo, y al volver había aceptado la apuesta contra diez mil ovejas, cosa que sorprendió un poco a Siffoni. ¿Lo habría cambiado de lugar en esa ocasión? Imposible, sin las llaves, que no habían salido de su bolsillo. De cualquier modo no podía buscarlo mucho, porque era inminente que advirtieran su escape… Intentó meterse en el autito celeste, pero no cabía: era un hombre corpulento. Oyó, o creyó oír, un portazo… El pánico lo desconcertó por un momento, y ya estaba corriendo a campo traviesa, en cualquier dirección, bajando de la montaña a la meseta, mientras amanecía, a una hora imposible de temprano.

Silvia Balero, de quien los jugadores ignoraban que llevaba un hijo en su seno (de saberlo, lo habrían apostado también) quedó entonces en posesión legal del Chiquito, sin saberlo, profundamente dormida. En cierto momento de esa noche las canillas en el baño de su habitación se abrieron automáticamente, y la tina comenzó a llenarse de agua hirviente de color rojo, que giraba todo el tiempo sobre sí misma y desprendía un vapor también rojo, hirviente, sulfuroso.

Cuando el Chiquito se levantó de la mesa de juego, de la que había sido el único ganador, hizo una recorrida por el hotel (que también había pasado a ser de su propiedad) con paso tambaleante, no por la bebida, que nunca lo afectaba, ni por las muchas horas de inmovilidad, a las que estaba habituado por su profesión, sino por el puro gusto de tambalearse, por coquetería de bruto. Todo era de él; a eso también estaba habituado porque siempre ganaba. Era el jugador más afortunado del universo, y se había tejido una leyenda, sobre él, una leyenda y un gran enigma (¿para qué seguía trabajando?). Desde hacía años estaba en la mira de los jugadores de Pringles, que se habían propuesto, cada uno por su lado, ganarle una partida a los naipes; sabían que uno solo lo lograría, una sola vez, y ese acontecimiento, si llegaba, sería un triunfo muy grande sobre la suerte. Él no lo sabía, y si lo hubiera sabido no se habría preocupado en lo más mínimo. Al contrario, lo habría hecho reír a carcajadas.

Cruzó el lobby oscuro mirando a su alrededor con ojos turbios. Todo era suyo, como tantas veces lo había sido, como siempre. Y no había nada que no fuera suyo, porque no había pasajeros alojados en el hotel… Un momento: sí había alguien, una bella desconocida… que también era suya, porque se la había ganado al hombre del antifaz. Partió en su busca, sin tambaleos. Fue abriendo las puertas de los cuartos, todos vacíos, hasta dar con el de Silvia Balero. Estaba profundamente dormida, en medio de una niebla rojiza. La estuvo mirando un rato… Después fue al baño, y estuvo mirando un rato el agua roja que hervía en la tina. Al fin se desnudó y se sumergió. Nadie habría resistido esa temperatura, pero a él no le hizo nada. El corazón casi dejó de latirle, sus ojos se entrecerraron, la boca se le abrió en una mueca estúpida.

El paso siguiente, fue violar a la dormida. No advirtió que estaba encinta; creyó que era panzona, como tantas mujeres en el sur argentino. El resultado fue que unos deditos celestes allá adentro se asieron de su miembro como de una manija, y cuando lo retiró, intrigado, sacó a la rastra un feto peludo y fosforescente, feo y deforme como un demonio, que con sus chillidos despertó a Silvia Balero y los obligó a huir, dejándolo dueño de la escena.

Fue así como vino al mundo el Monstruo.

Días de ocio en la Patagonia…

Días de turista en París…

La vida lleva a la gente a toda clase de lugares lejanos, y por lo general termina llevándolos a los más lejanos de todos, a los extremos, porque no hay motivo para frenar su empuje a medio camino. Más allá, siempre más allá… hasta que deja de haber más allá, y entonces los hombres rebotan, y quedan expuestos a un clima, a una luz… El recuerdo es una miniatura lumínica, como el holograma de la princesa, en aquella película, que transportaba en sus circuitos el robot fiel, de galaxia en galaxia. La tristeza inherente al recuerdo proviene de que su objeto es el olvido. Todo el movimiento, la gran línea, el viaje, es un arrebato de olvido, que se curva en la burbuja del recuerdo. El recuerdo es siempre portátil, siempre está en manos de un autómata vagabundo.

El mundo, la vida, el amor, el trabajo: vientos. Grandes trenes cristalinos que pasan pitando por el cielo. El mundo está envuelto en vientos que van y vienen… Pero no es tan simple, tan simétrico. Los vientos de verdad, las masas de aire que se desplazan entre diferencias de presión, terminan volviéndose siempre para el mismo lado, y se reúnen en los cielos argentinos; vientos grandes y pequeños, los vientos cosmopolitas y oceánicos tanto como los diminutos soplos de jardín: un embudo de las estrellas los reúne a todos, adornados con sus velocidades y direcciones como cintas en los peinados, y van a parar a esa región privilegiada de la atmósfera que es la Patagonia. Es por eso que allí las nubes son lo momentáneo por excelencia, como decía Leibniz que eran las cosas ("las cosas son mentes momentáneas": una silla es exactamente como un hombre que viviera un solo instante). Las nubes patagónicas acogen y acomodan todas las transformaciones dentro de un solo instante, todas sin excepción. Por eso el instante, que en cualquier parte es seco y fijo como un clic, en la Patagonia es fluido, misterioso, novelesco. Darwin lo llamó: la Evolución. Hudson: la Atención.

No estoy hablando en metáforas patrióticas. Esto es real.

Viajar es real. Abrir la puerta de todos los miedos es real, aunque no lo sea lo que hubo antes ni lo que viene después, ni los motivos ni las consecuencias. En realidad no acierto a explicarme cómo es que la gente puede tomar la decisión de viajar. Quizás me convendría estudiar la obra de esos poetas japoneses que se trasladaban de paisaje en paisaje encontrando temas para sus composiciones algo incoherentes. Quizás ahí está la explicación. "A la mañana siguiente el cielo estaba muy claro, y en el preciso momento en que el sol alcanzaba su mayor brillo, salimos en el bote por la bahía." (Basho)

Los cielos de la Patagonia están siempre limpios. Allí se reúnen los vientos, en una gran feria de transformaciones invisibles. Es como decir que allí sucede todo, y el resto del mundo se disuelve en la lejanía, inoperante, la China, Polonia, Egipto… París, la miniatura lumínica. Todo. Sólo queda ese espacio radiante, la Argentina, hermosa como un paraíso.

¿Cómo viajar?¿Cómo vivir en otra parte? ¿No sería una locura, una autoaniquilación? No ser argentino es precipitarse en la nada, y eso a nadie le gusta.