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Y en plena transparencia… Quiero anotar una idea, aunque no tiene nada que ver, antes de que me la olvide: ¿no será que los ideogramas chinos fueron pensados originalmente para ser escritos en vidrio, para poder leerlos del otro lado? Quizás de ahí proviene todo el malentendido.

Y en plena transparencia, decía… un vestido de novia. ¿Una nube? No. Un vestido blanco, claro que sin forma de vestido, o mejor dicho: sin forma humana, la que toma puesto en su dueña o en un maniquí, sino en su forma auténtica, la forma pura de vestido, que nadie tiene la ocasión de ver nunca, porque no es cuestión de verlo hecho un montón de tela tirado sobre una mesa o una silla. Eso es informe. La forma del vestido es una transformación continua, ilimitada.

Y era el vestido de novia más bello y complicado que se hubiera hecho nunca, un desplegarse de todos los pliegues blancos, maqueta blanda de un universo de blancuras. A diez mil metros de altura, volando con lo que parecía una majestuosa lentitud aunque debía de ir muy rápido (no había punto de referencia, en ese abismo celeste de puro día). Y cambiando de forma sin cesar, siempre, macrocisne, abriendo alas nuevas, nunca las mismas, la cola de catorce metros, hiperespuma, cadáver exquisito, bandera de mi patria.

¡Han pasado tantos años que ya debe de ser martes!

Había dejado a Delia errando en el crepúsculo desolado. Al cabo de varias horas de paseo incierto, empezaba a preguntarse dónde pasaría la noche. Se sentía perdida, suspendida en un cansancio inhumano. Un poco más, muy poco, y estaría caminando como una autómata, como una loca. Ya ahora daba lo mismo el rumbo en el que iba; si hubiera una visión cualquiera, por cualquier lado, iría hacia allí. Lo que la alarmaba era sentirse en el extremo del interés; cuando saliera al otro lado ya no cambiaría más de dirección. La noche se le antojaba esa especie de desierto uniforme que entraría en ella, y la llenaba de pavor. ¡Una casa, un techo, una cueva, un quincho…! ¡Un rancho abandonado, una tapera, un galpón…! Sabía que aun del fondo de la fatiga podía sacar ánimo para hacer habitable por una noche cualquier ambiente, hasta el más deplorable… Se veía barriéndolo, poniendo orden, haciendo la cama, lavando las cortinas… Eran fantasías absurdas, pero la consolaban un poco, al tiempo que su desamparo seguía creciendo porque la meseta se extendía más y más, y el horizonte desplegaba una nueva franja en blanco, y otra… ¿Tenía sentido seguir?

La noche prácticamente había caído. Lo único que faltaba era que oscureciera. Cada momento parecía el último para ver el signo salvador. Y en uno de ellos, al fin, vio algo: dos paralelogramos largos y bajos posados en el fondo de la distancia, como dos guiones. Fue hacia ellos con alas en los pies, sintiendo todo el dolor del cansancio enroscándose en sus venas. Fue entonces que oscureció (debía ser medianoche) y el cielo se llenó de estrellas.

Ya no veía su objetivo, pero igual lo veía. Se apuró. No le importaba si corría hacia su perdición. ¡Había tantas perdiciones! Nunca había estado extraviada en la oscuridad, precipitándose hacia la primera forma vista con la última luz a mendigar refugio y consuelo… pero alguna vez tenía que ser la primera. No le importaba nada más.

Delia era una mujer joven; apenas si pasaba de los treinta años. Era pequeña, fuerte, bien formada. No es un mero recurso literario decirlo sólo ahora. Para nosotros los chicos (yo era el mejor amigo de su hijo de once años), era una señora, una de las madres, una vieja fea y amenazante… Pero había otras perspectivas. Es el punto de vista infantil el que hace parecer ridículas a las mujeres; más exactamente, las hace parecer travestis, y por ello un tanto cómicas, como artefactos sociales cuya única finalidad, una vez que la perspectiva infantil se desplaza un poco, es hacer reír. Y sin embargo, son mujeres de verdad, sexuadas, deseables, hermosas… Delia era una. Ahora, escribiendo esto, debo hacer la reconversión, y no es fácil. Es como si toda mi vida se agotara en el esfuerzo, y no quedara hombre alguno con la lapicera en la mano, sino un fantasma…: Ya al decir "Delia era una" estoy falseando las cosas, afantasmándolas. No, Delia no es la miniatura lumínica en el archivo de ningún proyector de imágenes. Dije que era una mujer de verdad, y a mis palabras me remito… a algunas por lo menos… a las palabras antes de que hagan frases, cuando todavía son puro presente.

De pronto vio alzarse frente a ella los rectángulos enormes, como muros negros que le bloquearan misericordiosamente el paso. Durante gran parte de los últimos cien metros creyó que eran paredes, pero al llegar reconoció su error: era un camión, uno de esos gigantescos camiones con acoplado como el que estacionaba en la cuadra de su casa, el del Chiquito… Tan alterada estaba que no se le ocurrió ni por un instante que pudiera ser el mismo (como lo era en realidad), con lo que su busca habría terminado…

Tenía las luces apagadas, estaba oscuro y silencioso, como una formación natural emergida de la meseta. Sus treinta ruedas, altas como Delia, hinchadas de atmósferas negras, se apoyaban en la tierra perfectamente nivelada. Debía de ser eso lo que le daba la apariencia de edificio.

La náufraga marchó hacia la parte delantera, y al llegar a la cabina le dio la vuelta mirándola con cautela, empinándose para ver adentro. El parabrisas, del tamaño de una pantalla de cine, cubría la mitad superior de la trompa chata. En el vidrio se reflejaban las constelaciones, y además se había estrellado en él una colección de mariposas que el conductor no se había tomado el trabajo de limpiar. Los pedacitos de ala, celestes, anaranjados, amarillos, todos con un brillo metálico que concentraba la luz del firmamento, habían quedado pegados por su gel fosforescente, recortados en formas caprichosas en las que Delia, aun en su distracción, reconoció corderos, autitos, árboles, perfiles y hasta mariposas.

Adentro no se veía nadie, pero eso no la asombró. Sabía que los camioneros, cuando estacionaban de noche para dormir, se acostaban en un pequeño apartamento que tenían detrás de la cabina, a veces con capacidad para dos personas o más. Al parecer se las arreglaban para estar bastante a sus anchas. Nunca había visto uno, pero le habían contado. Omar, su hijo, le había contado de las comodidades personales que tenía el Chiquito en su camión, sobre el que siempre estábamos trepados jugando. Aun haciendo la deducción correspondiente a la fantasía y la relación de dimensiones de un niño, ella le había creído, porque otros se lo habían confirmado y además era razonable. Estaba segura de que este camión nocturno, tan grande y moderno, no sería menos que el de su barrio (no sabía que eran el mismo).

Fue a la portezuela del lado del conductor y golpeó. Esperó un ratito, y como no hubo respuesta volvió a golpear. Esperó. Nada. Volvió a golpear. Toc toc. Nadie respondía. El camionero no se despertaba. Pero… ¡qué olor a huevo frito! Delia no probaba bocado hacía una enorme cantidad de horas, así que más que sorprenderla, ese aroma incongruente la puso fuera de sí de indignación contra su hado burlón y le dio ánimo para volver a golpear la puerta. "Yo entro", se dijo al ver que persistía el silencio. Aun así, esperó un poco, y volvió a golpear. Era inútil. Golpeó una vez más, ya sin esperanzas, y se quedó un minuto más atenta, expectante. Volvió a sentir el olor. Le resultaba obvio que provenía de adentro del camión, el camionero debía de estar haciéndose la cena. ¡Y ella afuera, muerta de hambre y cansancio, a cientos de leguas de su casa! "Yo me meto, qué me importa", pensó, pero, por un resto de cortesía, volvió a golpear tres veces con los nudillos en la chapa sólida de la puerta, que parecía fierro. Esperó a ver si por casualidad esta vez la oía, pero no fue así.

Entrar, aun tomada la decisión, no era tan fácil. Esos camiones parecían hechos para gigantes. La puerta estaba altísima. Pero tenía una especie de estribo, y desde allí alcanzó a asir la manija. Aunque no estaba puesta la traba, accionar ese picaporte hidráulico exigía una fuerza casi sobrehumana. Terminó colgándose de él con todo su peso, y así pudo. La puerta de un camión, como la de cualquier vehículo, a la inversa de la de una casa, se abre hacia afuera. Y ésta se abrió toda, acogedora, pero se llevó a Delia en su arco… El estribo desapareció bajo sus pies y quedó balanceándose colgada de la manija, a dos metros del suelo. No podía creer que estuviera haciendo esas piruetas, como una niña traviesa. "¿Y ahora qué hago?" se preguntó con alarma. Aquello no parecía tener solución. Podía dejarse caer, confiando en no romperse una pierna, y después volver a subir por el estribo. En ese caso no veía cómo podría volver a cerrar la puerta, aunque eso era lo de menos. Sea como fuera, lo hizo al modo difíciclass="underline" estiró una pierna en el aire hasta tocar la pared de la caja, se impulsó con fuerza cerrando la puerta, y sin dejar que ésta hiciera contacto, en el momento justo soltó la manija y se aferró de un manotón al espejo retrovisor. Así colgada logró meter el cuerpo por la abertura hasta poner un pie en el interior y con una segunda acrobacia arriesgada soltó definitivamente la manija y se asió del volante. Este no era tan firme como sus apoyos anteriores; giró, y Delia, sorprendida, quedó horizontal de pronto, y en el apuro abrió las dos manos y se las llevó a la cara. Por suerte cayó adentro, en el piso de la cabina, pero la cabeza quedó colgando afuera, y la puerta, en el último vaivén, se le venía encima… La habría decapitado limpiamente si una fuerza desconocida no la detenía a un milímetro del cuello. El borde metálico afiladísimo se alejó blandamente y Delia sacó la cabeza sin esperar a que volviera. Se movió, en extremo incómoda, tratando de subir al asiento. Tan grande era el espacio, o tan pequeña ella, que pudo ponerse de pie, de espaldas al parabrisas.

Quiso dar media vuelta y sentarse a esperar que su corazón se calmara, pero no pudo hacerlo. Con terror sintió una presión de acero que le rodeaba la cintura y no la dejaba moverse. Si se hubiera desmayado, y faltó poco por el espanto que la embargaba, habría quedado de pie sostenida por ese anillo impiadoso. Y no era una ilusión, ni un calambre, porque se llevó las dos manos a la cintura y sintió esa especie de víbora rígida, durísima y muy suave al tacto, que la rodeaba como un cinturón demencial. No gritaba porque no le salía la voz, no porque tuviera la boca cerrada. Podía girar a la derecha y a la izquierda, pero siempre en el mismo lugar; eso no cedía ni un milímetro, aunque curiosamente aceptaba girar un cuarto de círculo con ella cada vez que lo intentaba. Tardó unos agonizantes segundos en comprender que al ponerse de pie había metido el cuerpo por dentro del volante, que ahora tenía a la cintura.