El escritorio no estaba cerrado con llave. Wexford levantó la persiana. No había gran cosa en su interior. Papel de carta sin membrete, sobres, un frasco de tinta dentro de una caja de cartón de la que nunca había sido sacado y nunca lo sería, una cajita de chinchetas, un bote de cristal de pegamento y un rollo de cinta adhesiva. En uno de los cajones no había más que felicitaciones de Navidad, y en otro una factura de electricidad pagada, una calculadora de bolsillo y un bolígrafo roto.
Si Williams había planeado irse para siempre, ¿por qué no había cogido su pasaporte?
Registró los casilleros, pero no encontró ningún talonario. Probablemente Joy guardaría el suyo en el bolso. Wexford regresó al salón. Ella seguía viendo la televisión; el programa era ahora la interminable serie Aeropuerto, en la que su hija Sheila interpretaba el papel de heroica azafata. En realidad ya lo había interpretado la semana pasada, pero éste era un secreto que no conocía nadie excepto su familia. Hasta el momento ningún periódico se había enterado de que un accidente aéreo acabaría en otoño definitivamente con la carrera de la azafata Charlotte Riley.
Joy Williams no lo sabía. Y si estaba enterada de que Sheila era su hija (y seguro que lo estaba), no dijo nada al respecto. Wexford tuvo la curiosa experiencia de ver en su compañía cómo su hija trataba de tranquilizar a un pasajero malhumorado. Entonces hizo lo que Crocker recomendaba. O casi. No llegó al extremo de desenchufar el aparato, pero sí lo apagó. Ella lo miró parpadeando.
– ¿Tiene su marido una máquina de escribir, señora Williams?
– ¿Una máquina de escribir? No.
– ¿Sigue tomando Mandaret?
Ella asintió con la cabeza, mirando a la apagada pantalla como si esperara que fuese a recuperar su animación cinemática de forma espontánea y sin la ayuda de la electricidad.
– Es una clase de metildopa, ¿no? Un fármaco para la hipertensión.
– Tiene presión alta desde hace dos o tres años.
– He encontrado un frasco vacío de Mandaret en su mesilla de noche. Supongo que se llevaría uno lleno.
– Nunca se olvidaba de las pastillas. No le gustaba pasar ni un día sin tomarlas. Siempre tomaba una cuando se levantaba y otra con el té.
– Supongo que se llevaría un bolso. Una maleta o algo donde poner la ropa.
Una vez más Joy respondió únicamente con un gesto de asentimiento.
– ¿Qué llevaba puesto?
– ¿Cómo dice?
– ¿Qué ropa llevaba puesta cuando se fue a Ipswich?
Estaba claro que no se acordaba. Tenía cara de no entender nada, de aburrimiento. Wexford comprendió que Joy no quería a Rodney Williams, que quizá no le quería desde hacía años. El hecho de que su compañero para toda la vida hubiera desaparecido le era indiferente, pero no así su ayuda económica ni la posición social que le permitía tener. ¿O acaso sus sentimientos eran más sutiles y difusos de lo que él pensaba? Por supuesto que sí. Los sentimientos siempre lo son. Nunca se puede hacer un análisis claro y sencillo de la actitud de una mujer hacia su marido ni de la de éste hacia ella.
Wexford insistió en su pregunta.
– Un pantalón beige -respondió ella, haciendo una mueca-. De tricotina lo llaman. Y un Jersey azul marino. ¿Está su impermeable arriba?
– ¿Una gabardina de plástico?
– No; tiene un impermeable bueno. Casi nuevo. Debe de habérselo llevado. Supongo que también se habrá llevado una cazadora. Tiene una de ante marrón.
– ¿Cómo se afeitaba?
– ¿Cómo dice usted?
– ¿Se afeitaba con brocha y crema de afeitar?
– Ah, sí. No le gustaban las maquinillas eléctricas. Probó de afeitarse con una, pero no le gustó.
Aquello explicaba que arriba tuviera una Remington y una Phillips. Joy estaba mirando la brillante, gris y apagada pantalla con expresión cariacontecida. Wexford pensó que era una crueldad privarle de su único consuelo, algo así como quitarle a un perro hambriento y tonto su plato de carne. Le preguntó el nombre y la dirección de su hermana y luego volvió a encender el televisor. Ella lo miró como si pensara que estaba loco de remate, pero no dijo nada, y sus ojos fueron atraídos por la pantalla y Sheila, que ahora estaba vistiéndose en una habitación de hotel para pasar la velada en Hong Kong con el capitán del Boeing 747.
Wexford volvió a casa a pie, pensando en Williams y en el dinero. ¿Qué había hecho con todo ese dinero? Incluso descontando los impuestos y otras retenciones, incluso descontando la tacaña asignación de quinientas libras para la casa, le quedarían todavía doce mil libras al año como poco. Conducía un vehículo de la empresa, de modo que no se lo gastaba en coches. El pasaporte, que tenía siete años, sólo indicaba un viaje a Mallorca, por lo que tampoco se lo gastaba en vacaciones en el extranjero. Tenía que costear, naturalmente, la estancia de su hijo Kevin en Keele y pagar su mantenimiento. No obtendría una beca muy cuantiosa con su sueldo…
Entonces, de repente, Wexford supo qué había estado rondándole por la cabeza durante la última hora. Williams se había ido un jueves por la noche. Kevin Williams llamaba siempre a casa los jueves por la noche. Y aquel jueves había sido el primero desde su regreso a la universidad después de las vacaciones de Semana Santa. Sin embargo, su madre, que evidentemente lo adoraba, que esperaba su llamada llena de ilusión y hablaba orgullosamente de la fidelidad con que su hijo cumplía el deber de telefonear con regularidad a aquella hora, había salido a última hora de la tarde de aquel jueves sin un compromiso más urgente ni digno de interés que la visita a su hermana.
Si era cierto que había visitado a su hermana.
¿Y qué decir de la ropa de Williams? ¿Le había mentido Joy al decirle que sólo se había llevado una cazadora y un impermeable? ¿O acaso no lo sabía? Por alguna razón no conseguía imaginarse a Williams dejando su coche en Arnold Road y luego recorriendo con unos abultados maletones a cuestas el medio kilómetro que había hasta la estación de Myringham. Además, ¿qué necesidad tenía de ir a Myringham? Si quería coger el tren de Londres, la estación de Kingsmarkham quedaba doce kilómetros más cerca.
A la semana siguiente apareció la ropa o parte de ella.
5
Kingsmarkham y Pomfret están unidas por un solitario camino vecinal. En cuanto se deja atrás Forest Road, Kingsmarkham, las únicas casas que se ven son las pocas que hay en las laderas de las colinas que coronan el bosque de Cheriton. El bosque tiene siempre el aspecto sombrío y amenazador de los bosques de coníferas. En el horizonte se alza un obelisco, una aguja de piedra erigida hace ciento cincuenta años por un magnate del lugar.
Casi el último edificio de Kingsmarkham es la comisaría de policía. En la acera de enfrente de High Street comienzan Cheriton Lane, que conduce hasta los edificios y las pistas del club de tenis de Kingsmarkham, y media docena de estrechas calles que componen la red de una pequeña zona residencial. Los jardines de las casas de Forest Road dan al campo abierto, y entre los terrenos del club y el pueblo hay unos campos por los que cruza un sendero. Por el lado de Pomfret de la comisaría las farolas iluminan unos doscientos metros, tras los cuales sólo hay una farola más que sirve para iluminar la parada de autobús.
Aproximadamente a medio camino entre ambas poblaciones, en un punto a partir del cual ya no se puede volver, se encuentra la parada de autobús con su marquesina. La marquesina fue instalada porque en ese lugar no hay árboles que protejan del viento o la lluvia. Aquella noche estaba lloviendo tal como lo había hecho durante muchas noches. La fina lluvia caía en grises cortinas por los prados.