El último autobús de Promfet a Kingsmarkham estaba previsto que pasara a las once menos veinte, pero llegó con un retraso de diez minutos, avanzando lentamente bajo la lluvia y arrojando surtidores de espuma en dirección a los arcenes de hierba. La parada bajo la marquesina era obligatoria, por lo que el autobús hizo una parada testimonial y se dispuso a continuar el camino, ya que no había nadie esperando. El grito de una mujer que iba sentada en un asiento de delante alertó al conductor, y el autobús se detuvo bruscamente.
– ¡Hay una persona arrastrándose por el pavimento!
El conductor se apeó y dos o tres viajeros, bajaron. Los autobuses como aquél, de un solo piso, no llevaban revisor. La lluvia caía a raudales, y las agujas de agua acribillaban el pavimento de la parada, la acera y el empapado bulto que se arrastraba y gemía mientras la sangre brotaba de su pecho.
En un principio el conductor pensó que se trataba de un perro herido. Pero la viajera tenía razón: era un hombre, y se arrastró hasta el conductor.
Al día siguiente, al otro lado de Kingsmarkham, el de Forby, una empresa llamada Mid-Sussex Waterways comenzó a dragar una laguna. Green Pond Hall había permanecido vacía durante años, pero a finales del pasado mes de enero se había encontrado un interesado en ella y la compraventa se había efectuado antes de abril. El terreno comprendía la laguna y un arroyo, y el nuevo propietario tenía intención de convertir la finca en un criadero de truchas.
Si la definición correcta de lago es «acumulación de agua que ocupa una extensión mínima de media hectárea», Green Pond no lo era por muy poco. Pero era demasiado grande para ser una laguna. El agua no estaba estancada, ya que el veloz arroyo que lo atravesaba por el medio desaparecía por una cañería que pasaba por debajo del camino y brotaba a chorros por un canalón al otro lado para caer finalmente en el Kingsbrook. A pesar de esto la laguna era poco profunda y estaba cubierta por una gruesa capa de lodo verde formada por las cladóforas. El fin que se buscaba dragándola era limpiarla, aumentar su profundidad y eliminar del agua las algas que según Mid-Sussex Waterways habrían podido aparecer debido a la afluencia de los nitratos empleados en los prados cercanos como fertilizantes.
Acabado el dragado, en la red se encontraron una cesta de supermercado de alambre; varios tarros, bombillas y botellas de cristal; el silenciador del escape de un coche; ramas y pedazos sueltos de madera; piedras entre las que había guijarros de creta y sílex; una bota de goma; una cazuela Pyrex, desportillada y agrietada; la cerradura y el picaporte de una puerta; unas tijeras y un bolso de viaje color morado oscuro.
El bolso estaba cubierto de lodo y de un barro negro fino y granuloso. Sin embargo, cuando se abrieron las hebillas y la cremallera, se observó que sólo había entrado agua por las costuras del bolso, la cual había empapado la ropa pero apenas la había desteñido. La prenda que había encima de todo era una cazadora de ante marrón.
Había sido una suerte, pensó Wexford, que William Milvey, el jefe de Mid-Sussex Waterways, hubiera encontrado el dinero dentro del bolso: cincuenta libras en billetes de cinco enrollados y sujetos con una goma elástica. Si la bolsa sólo hubiera contenido ropa, y ropa estropeada además, era probable que la hubiese arrojado al foso que habían cavado con una excavadora mecánica para los desperdicios que había recogido la red. El dinero, como sabía Wexford, produce en la gente una especie de efecto eléctrico. Muchos hombres que se consideran honrados, al encontrar un objeto comprado con dinero se quedan con el objeto pero no con el dinero encontrado. Es como si la frase «Si lo vi, para mí» valiera para todo excepto para el dinero, el cual tiene la aureola de ser algo sagrado, algo que pertenece exclusivamente a quien lo ha ganado.
Aun así, Wexford podría no haberse enterado nunca de la existencia del bolso si no hubiera sido por el carnet de donante de riñón aparecido en un bolsillo de la cazadora y que estaba firmado por R. J. Williams.
William Milvey sabía quién era R. J. Williams. Vivía a dos puertas de él en Alverbury Road.
A Wexford le costó media hora averiguar este dato. Interrogó a Milvey a fondo acerca del bolso. ¿Lo había visto en la laguna antes de verlo en la red? Bueno, sí, creía que sí, ahora que lo mencionaba. Se figuraba que lo había visto. En cualquier caso, creía recordar haber visto un bulto marrón rojizo junto a la orilla de la laguna más cercana al camino y a Kingsbrook. No, no lo había tocado ni había intentado sacarlo. Había sido la red la que lo había sacado.
Milvey era un hombre grueso tirando a bajo, de constitución fornida y que tenía las manos grandes de alguien que ha realizado trabajos manuales toda su vida. Por su aspecto tendría unos cincuenta años. El descubrimiento del bolso parecía haberle alterado de una manera desproporcionada. O así se lo pareció a Wexford en un principio.
– Cincuenta pavos y una cazadora de calidad -decía una y otra vez.
– ¿Vio usted a alguien en los alrededores de Green Pond Hall?
– ¿Se refiere a alguien con pinta sospechosa?
– Me refiero a cualquier persona.
– No vimos ni oímos a nadie.
Podría haber habido huellas de ruedas en el camino de Forby Road o en el sendero que rodeaba la orilla más baja de la laguna, pero la incesante lluvia había convertido estas superficies en barro. Además, de haber habido alguna rodada, habría sido eliminada por las pesadas ruedas de la excavadora mecánica.
Milvey no recordaba haber visto huellas en el sendero. Llamaron al otro trabajador y le preguntaron, pero él tampoco se acordaba.
– Cincuenta pavos y una cazadora de calidad -repitió Milvey-. ¿Cómo se puede tirar algo así?
– ¿Puede darme su dirección, señor Milvey? Es muy posible que tenga que hablar de nuevo con usted. La de su casa o la del trabajo.
– Lo hago todo desde casa, así que tiene que ser la misma dirección, ¿no? -Lo dijo como si se tratara de algo que esperaba que Wexford supiera. Al darle su dirección empleó el mismo tono paciente y de moderada sorpresa-. Alverbury Road 27, Kingsmarkham.
– ¿Está diciéndome que vive a dos números del señor Williams?
La expresión de calma e inocencia de Milvey reflejó cierta incomodidad.
– Pensaba que ya lo sabía.
– No, no lo sabía. -En aquel momento Wexford se acordó vagamente de un permiso de obras que habían solicitado a la autoridad local para erigir en el jardín del número 27 de Alverbury Road un garaje (un hangar más bien) lo bastante grande para albergar un camión. Como el área era exclusivamente residencial, el permiso había sido naturalmente denegado-. Entonces usted debe de conocer al señor Williams.
– Le saludo cuando nos encontramos en la calle -dijo Milvey-. Mi esposa charla a veces con la señora Williams. Mi hija va a la misma clase que Sara.
– El señor Williams ha desaparecido -dijo Wexford lacónicamente-. Hace más de un mes que no pasa por su casa.
– ¿De veras? -Milvey no pareció sorprendido pero tampoco dijo que estuviera enterado.
Wexford le dijo que ya podía irse.
– Tiene que ser una coincidencia -dijo Burden.
– ¿Tú crees, Mike? Sería una coincidencia de narices, ¿no te parece? Williams desaparece porque ha hecho algo o porque alguien le ha hecho algo a él. Su bolso de viaje es arrojado a una laguna y va y lo encuentra el tipo que vive a dos puertas de su casa. No he leído nada de John Buchan desde hace… no sé, cuarenta y cinco años. Pero recuerdo que en uno de sus libros el coche en el que viaja tiene una avería y la casa a la que va a pedir ayuda es casualmente la del jefe de los anarquistas. Más tarde el asesino a sueldo que mandan para acabar con él resulta ser el ladrón al que ha defendido recientemente con éxito en un juicio. Pues bien, eso es una novela de ficción, y, en mi opinión, exclusivamente para menores de quince años. Eso que tú llamas coincidencia es comparable a lo que acabo de contarte. ¿Se ha dado en tu vida alguna coincidencia así?