– Yo no diría «silenciosa». ¿Es una cita de Sherlock Holmes?
Wexford asintió.
– ¿Qué opinas? -dijo con tono más familiar.
– Que Joy está confabulada de alguna manera con su marido. Tienen montada una conspiración. No me atrevería a decir ni por qué ni para qué, pero el intento de que todo el mundo tenga la impresión de que Williams está muerto tiene mucho que ver con ello. Él salió de casa aquella tarde y ella lo hizo más tarde para reunirse con él lejos de la casa. No sé qué tendrían planeado hacer, pero lo cierto es que lo hicieron lejos de casa para que ni su hija Sara ni nadie más se enteraran. A la mañana siguiente Joy llamó a Sevensmith Harding para decir que su marido estaba enfermo. Naturalmente eso de que no sabía cuánto cobraba ni que era director comercial es una tontería. Luego él o ella escribió la carta en una máquina alquilada. Probablemente fue ella quien lo hizo. Al no saber cómo se dirigía su marido a Gardner, cometió el error de darle el tratamiento de «señor Gardner». Tanto el coche abandonado como el bolso de ropa de la laguna eran parte de un plan concebido para hacernos pensar que está muerto. Pero Joy se asustó al ver que la policía ponía más atención en el caso; ella quería que las cosas se desarrollaran a su ritmo. De ahí los impedimentos que ha puesto. He dicho que no sabía por qué, pero podría tratarse de un timo para cobrar el seguro, ¿no?
– ¿Sin un cadáver por medio, Mike? ¿Sin más prueba de su muerte que un bolso de viaje abandonado? Además, si quisieras que la gente pensara que estás muerto, ¿no habría media docena de maneras más sencillas y convincentes de hacerlo?
– ¿Entonces piensas lo mismo que yo? ¿Crees que está muerto?
– Sé que lo está -respondió Wexford.
Al día siguiente se demostraría que tenía razón.
Parecía una tumba. Esa era la forma que tenía, ya que estaba tan claramente demarcada como si tuviera una losa encima. Sin embargo Edwin Fitzgerald no se dio cuenta de ello en un principio. Si hubiera sido sólo por su forma, habría pensado que era un capricho de la naturaleza y no le habría dado mayor importancia. Fue el perro Shep quien le hizo fijarse en ello.
Edwin Fitzgerald era un policía jubilado que había trabajado de entrenador de perros. Vivía en Pomfret y tenía un trabajo de guarda de seguridad a media jornada en un complejo de fábricas de la zona industrial de Stowerton. El perro, Shep, no estaba entrenado tal como lo están los perros policías (un perro rastreador, por ejemplo). Fitzgerald lo había comprado tras la muerte de su último perro, uno fabuloso, más inteligente que cualquier ser humano, un perro que comprendía cada palabra que él le decía. Shep sólo podía seguir humildemente los pasos de aquel perro y era a menudo objeto de comparaciones desfavorables. No comprendía todas las palabras que le decía Fitzgerald o, en todo caso, se comportaba como si no las entendiese. Aquella mañana de junio en concreto, una mañana seca que era la primera realmente buena de verano, Shep no atendió a ninguna de las palabras de Fitzgerald, hizo caso omiso de los repetidos «Déjalo» y «Haz lo que se te dice» y continuó su frenética excavación en la esquina de lo que a ojos de su amo no era más que un montón de hierbajos. Excavaba como un poseso, tanto es así que Fitzgerald le hizo saber que era un diablo y que no sabía qué mosca le había picado. Le gritó, algo que un buen entrenador de perros no debe hacer nunca, y le amenazó con un puño hasta que vio lo que Shep había desenterrado y se paró.
El perro había desenterrado un pie.
Fitzgerald había sido policía, lo cual tenía una doble ventaja: había aprendido a no sentir náuseas ante semejantes descubrimientos y a no tocar nada que hubiera cerca. Ató la correa al collar de Shep y apartó al perro de allí. Esto le costó un cierto esfuerzo, ya que Shep era un joven pastor alemán de gran tamaño y estaba decidido a pasarse horas mordiendo y sacudiendo aquella protuberancia si era posible.
Según pudo ver una vez hubo apartado al perro, el pie seguía unido a un miembro, y éste a un tronco probablemente. Estaba dentro de un zapato empapado, ennegrecido y pringoso cubierto por una costra de barro; a la altura del tobillo había un mazacote de tela húmeda y embarrada que antes había sido la pernera de un pantalón. Shep lo había desenterrado de una de las esquinas de aquella curiosa parcelita de terreno. Alrededor, en aquel extremo del prado, la hierba crecía muy alta y estaba lista para que la cortasen e hicieran heno con ella. Crecía tan alta que un perro podía quedar oculto si saltaba dentro de ella; sin embargo, el rectángulo (¿cuánto mediría? ¿Dos metros cuadrados?) que Shep había encontrado y en el que había estado excavando estaba cubierto por un apretado conjunto de plantas jóvenes ordenadas con esmero como en un jardín. Había hierbajos, pero eran lo suficientemente bonitos como para ser llamados plantas (jaboneras rojas, tréboles, verónicas) y cubrían la pequeña parcela oblonga con la misma precisión que si hubieran sido plantadas en un semillero.
La hierba que la rodeaba, que ya había empezado a granar y tenía unas ligeras y aterciopeladas cápsulas de semillas de color marrón, crema grisáceo y oro plateado, la ocultaba de la vista de aquellas personas que no se desviaran del camino. Sólo se podía encontrar la tumba si un perro se lanzaba sobre ellas. Dos días más de sol, pensó Fitzgerald, y el granjero habría cortado el heno, y de paso aquellos hierbajos. Shep era un buen perro después de todo, incluso si no comprendía todo lo que él le decía.
Volvió sobre sus pasos y, cuando llegó al camino que llevaba a Myfleet, echó a correr colina abajo en dirección a su chalet para llamar a la policía.
7
De la carretera de Pomfret parte un estrecho sendero que serpentea por las colinas y llega hasta la linde del bosque. A lo largo de los setos crece el viburno, con sus brácteas planas y blanquecinas, y debajo, bordeando los prados como una orla de encaje, una planta más blanca, fina y delicada: el oreoselino. Hay casas, entre ellas la de Edwin Fitzgerald, a las que se llega por veredas, caminos para carros o trochas todavía más estrechas. Este sendero, sin embargo, parece conducir directamente al obelisco que se eleva sobre la colina.
El terreno cambia allí arriba: deja de haber árboles hasta el comienzo del bosque de coníferas que hay al este, la creta surge en afloramientos cubiertos de brezo y, a medida que se avanza, el obelisco, esa aguja de granito coronada por un tetrágono, va ganando en altura. La carretera no llega hasta él. Siguiendo por este lado, a medio kilómetro, se desvía bruscamente, tuerce hacia el este y se bifurca. Una derivación conduce a Myfleet y la otra a Pomfret. Poco después vuelven a extenderse los prados y desaparecen los brezales. Había sido en uno de aquellos prados, uno próximo a la sombra del bosque y que atraviesa una vereda que conduce de la carretera a Myfleet, donde se había realizado el descubrimiento. A lo lejos, en el oeste, el obelisco horadaba el cielo azul y capturaba con su punta un jirón de nube.
La tumba se encontraba dentro de un triángulo formado por el bosque, el sendero y la vereda, en una esquina del campo que formaba un ángulo obtuso. Estaba lo bastante cerca del bosque como para que el aire oliera a resina. La tierra era ligera y arenosa y contenía agujas de pino.
– Es bastante fácil de cavar -le dijo Wexford a Burden-. Prácticamente cualquier persona que no esté decrépita podría cavar una tumba como ésta en media hora. Cavarla lo bastante honda habría costado algo más.
Estaban examinando el terreno que se extendía desde la tumba a la carretera y la vereda, mientras sir Hilary Tremlett, el forense, permanecía junto al agente encargado de recoger pruebas y datos para supervisar el delicado desenterramiento. Sir Hilary se encontraba casualmente en Stowerton cuando se había recibido la llamada de Fitzgerald. Por un golpe de suerte acababa de llegar al hospital para practicar una autopsia. Todavía no eran las diez, y hacía una mañana de sol espléndida: el cielo azul estaba moteado de innumerables nubecillas nacaradas. Pese a ello todos los presentes, incluido el bajo, corpulento y augusto forense, llevaba puesto un impermeable. Hacía tantas semanas que llovía a diario que nadie estaba dispuesto a correr el riesgo de salir de casa sin uno. Tampoco había nadie que diera todavía crédito a sus ojos.